‘Vortex’: la película menos artificiosa de Gaspar Noé nos recuerda que todos morimos solos

Gaspar Noé quiere llevarnos al infierno. Ya fuera en Seul contre tous, Irreversible, Climax o Lux Aeterna, el director nacido en Argentina y criado en Francia siempre ha creado experiencias inmersivas no aptas para las mayores sensibilidades y los estómagos más débiles. Su última película, Vortex, no es una excepción. A priori parece que es su propuesta menos artificiosa y más accesible y delicada, pero que nadie se lleve a engaño: esta es una película durísima, cruel y dolorosa. Como la vejez.

Porque de eso va Vortex, claro. Una pareja de ancianos, interpretados por las leyendas del cine europeo Dario Argento y Françoise Lebrun, se enfrentan a los últimos días de sus vidas, esos en los que el cuerpo y la mente (que es cuerpo, al fin y al cabo) empiezan a traicionarnos. Ella ya ha empezado el viaje sin billete de vuelta que es la senilidad, pasea sin rumbo dentro y fuera de casa, habla sola, no reconoce a los que la rodean. Él tiene problemas cardiovasculares, su respiración es fatigada, se mueve lento, en cualquier momento podría volver a sufrir un infarto como hace unos años. Necesitan ayuda, pero ninguno de los dos está en facultades para pedirla (ella ya no es ella, él sigue siendo demasiado él).

La comparación más obvia y cercana es Amor de Michael Haneke, otro autor europeo que compite en sadismo, nihilismo y provocación con Gaspar Noé. Pero si el alemán entendía la vejez como la película de terror definitiva (algo con lo que también han jugado La abuela de Paco Plaza, Relic de Natalie Erika James o El padre de Florian Zeller), Noé opta sorprendentemente por un camino más naturalista y contemplativo, cercano incluso al documental. Partiendo de un tratamiento corto y sin guion, el director y sus actores escenifican de forma semi-improvisada durante casi dos horas y media una caída inevitable, irreversible, por un vórtice hacia el vacío.

Siendo Noé el director artificioso que es, y digo esto sin intención peyorativa, solo descriptiva, por supuesto hay un artilugio narrativo que da forma a la película: está rodada con dos cámaras simultáneas y montada en una pantalla partida que muestra durante la mayor parte del metraje las dos perspectivas de los protagonistas. Una virguería que tiene sentido y justificación (aunque me atrevería a argumentar que siempre los suelen tener en el cine de Noé): Vortex entiende la enfermedad como un viaje solitario, aislador e incomunicante, y por tanto nos muestra por separado y de forma simultánea las experiencias de estas dos personas que están a la vez al lado y alejadas para siempre.

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El formato cerrado de las viñetas incide en otra de las ideas principales de la película: la de que nuestros cuerpos acaban siendo una prisión. Los personajes están encerrados en el encuadre y limitados por él, como lo están en sus cuerpos. Y también en ese claustrofóbico apartamento parisino, que en su momento fue nido y ahora es un basurero lleno de papeles y fotos sin propósito ni valor.

Inesperadamente, el artificio de Vortex no sirve para que Noé se regodee en su perversión. El director, experto en hacernos apartar la vista o incluso salirnos de la sala (no recomiendo a nadie ver Clímax con resaca), esta vez no tiene que hacer mucho más que mostrarnos la tragedia que todos conocemos de una forma u otra: la inevitabilidad, la ferocidad y la desdicha de la enfermedad. Que va más allá de la vejez, además: la figura del hijo con problemas de drogadicción, interpretado por Alex Lutz, aporta otra capa a este relato trágico sobre tres personas esclavas de sus dolores. Otra gran obra reciente sobre la falibilidad del cuerpo, la española Cinco lobitos, tomaba caminos más luminosos para contarnos que el ciclo de la vida es inapelable: nacemos, nos damos golpes y morimos. Noé añade algo más: morimos solos.

Aun así, hay algo de ternura en Vortex, sobre todo gracias a la impresionante interpretación de Lebrun como una anciana senil que se mueve de forma imprevisible entre la ansiedad, el terror y una tranquilidad ingenua e infantil. Puede que esté todo resumido en una escena, increíblemente sutil y calmada para lo que Noé nos tiene acostumbrados: mientras la familia discute, ella se echa a llorar repentinamente. De fondo suena la voz de Violeta Parra cantándole gracias a la vida que le ha dado tanto. ¿Acaso llora la mujer porque la canción ha activado algún resorte en la nebulosa de su mente? Nunca sabremos qué ha provocado ese emotivo gesto porque ella ya está en el infierno. Y allí nos dirigimos nosotros, irremediablemente.

Gaspar Noé quiere llevarnos al infierno. Ya fuera en Seul contre tous, Irreversible, Climax o Lux Aeterna, el director nacido en Argentina y criado en Francia siempre ha creado experiencias inmersivas no aptas para las mayores sensibilidades y los estómagos más débiles. Su última película, Vortex, no es una excepción. A priori parece que es su propuesta menos artificiosa y más accesible y delicada, pero que nadie se lleve a engaño: esta es una película durísima, cruel y dolorosa. Como la vejez.

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