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'Devaluación continua'

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Andreu Navarra

El escritor, historiador y profesor Andreu Navarra (Barcelona, 1981) explora en esta obra la situación actual de la enseñanza secundaria, en la que abundan docentes enfrentados diariamente a la desmotivación, a los planes de reforma absurdos y a una gran precariedad social y vital del alumnado. Todo ello sin olvidarse de la enorme desorientación colectiva y un injusto abandono de la juventud. Devaluación continua. Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria se publica en la editorial Tusquets. infoLibre ofrece un adelanto del ensayo.

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Fenómenos paranormales

Paraíso o infierno

Es algo muy hispánico: arrasar una institución o considerarla el faro de Occidente. En un ambiente que no gusta de medias tintas, lo más difícil puede ser intentar construir un edificio de prosa ecuánime, liberal o moderada. Los justos medios, las observaciones desapasionadas, tienen mala prensa en nuestro país, siempre ávido de titulares campanudos, tuits sangrantes, agrias polémicas y palabras exclamadas entre colmillos. Y tampoco el contexto internacional ayuda: ni en Estados Unidos ni en Francia parecen las formas y los fondos más sosegados para debatir un tema polémico.

Lo que sí parece más hispánico es el tremendismo, el narcisismo inverso que nos impediría reconocer que, a veces o en parte, somos capaces de hacer las cosas medianamente bien o incluso con notable eficacia. Tendemos a pintar infiernos, o describir paraísos sin base alguna.

Cuando Andreu Nin, que por cierto era maestro, regresó de la Unión Soviética en 1930, se le acercaron varios reporteros para que les explicara cómo había sido su experiencia de nueve años dentro del núcleo institucional del nuevo coloso. En general, lo  que vino a decir Nin es que aquello, la Unión Soviética, no era un cielo ni era un infierno, sino un lugar en construcción. Desde siempre, nuestra prensa ha intentado posicionarse radicalmente en contra o radicalmente a favor de la experiencia soviética, describiéndola como un apocalipsis dirigido por una pandilla de bandidos o como el único paraíso campesino y obrero, abierto a todos los cruzados de la causa de los humillados y los ofendidos.

Todo esto ocurría mucho antes de que Stalin desplegara el Terror a gran escala. Hasta 1928, la Unión Soviética dio a figuras como el ministro Lunacharski, visionario de la organización educativa, al lado de otras como el carnicero Dzerdzhinski, fundador de la policía política secreta.

Si me permiten el paralelo, con el sistema educativo español o catalán ocurre algo parecido. Los opinadores acuden a artículos tremendistas para formarse opiniones extremas sobre el papel de los profesores, las nuevas leyes de educación o el estado de la cultura media en el país. El mejor vivero para documentarse son las noticias más o menos objetivas, y no los artículos de opinión. Parece que el dispositivo hoguera aún funciona para muchos periodistas, ensayistas o ciudadanos que buscan no tanto información fiable sobre lo que ocurre en nuestras aulas (que la hay), sino argumentos rápidos para quemar o redimir a la escuela que ha sabido construir nuestra sociedad. Cmenta Gregorio Luri, nuestro pedagogo más lúcido, que "el fracaso escolar es evidente, pero los medios lo amplifican y de esta forma contribuyen a la creación de un clima de escepticismo que hace mucho daño". Es cierto: a veces, alumnos de un centro magnífico tienen la percepción de que están inmersos en una cárcel o un lodazal pedagógico. Se entregan a la misma morbosidad masoquista y fatalista de algunos adultos, para los cuales no hay más que guetos y ausencia de idealidad.

A Inger Enkvist, pensadora sueca dedicada a analizar la crisis de la educación en Occidente, también le preocupan estas prácticas: "Existen algunas características generales de nuestro tiempo que contribuyen a crear un entorno hostil a la educación. La tendencia a pensar en blanco y negro lleva al debate sobre educación a contraposiciones forzadas: o contenidos o métodos; o incluir o excluir; o igualitarismo o elitismo. Esos contrastes son típicos de un discurso politizado, diseñado para crear una impresión de conflicto.

Por lo tanto, se trata de retóricas tóxicas que usurpan el lugar de la reflexión serena y la búsqueda de soluciones consensuadas y contrastables. Sin embargo, entre el cielo y el infierno se encuentra la tierra. Y lo menos que podemos decir de nuestra educación es que también está en construcción, y que la estamos construyendo cada día, porque se trata de un organismo vivo, cuyos protagonistas están vivos. Pueden moldearse, pueden innovar; y pueden, o deberían, reclamar un espacio menos sensacionalista para desplegar, contrastar y debatir sus inquietudes e impresiones. Y a veces se encuentran bien, y a veces se encuentran mal.

Improperios contra nuestras instituciones, cada uno de nosotros puede escuchar unos cuantos cada día. Modelos ideales, paraísos en la tierra, son algo más dificultosos de encontrar, pero también es posible dar con ellos. Copio, a continuación, la sinopsis  de La inteligencia ejecutiva, de José Antonio Marina (2012, reeditado en 2017), para dar un botón de muestra: "Éste no es un libro más sino un paso innovador y decisivo que está llamado a revolucionar la idea que tenemos de la educación. La inteligencia ejecutiva se encarga de dirigir todas las capacidades humanas. En ella reside nuestra grandeza y nuestra esperanza. La función principal de la inteligencia humana es dirigir bien el comportamiento. No basta con almacenar conocimientos, no basta con desarrollar la inteligencia emocional. Haberlo olvidado es la causa de grandes problemas personales, educativos y sociales. La inteligencia ejecutiva se encarga de hacer proyectos, tomar decisiones, utilizar los conocimientos, gestionar las emociones, mantener el esfuerzo, aplazar la recompensa, realzar metas a largo plazo. En ella tiene su origen la libertad humana. Esa inteligencia no es innata, el niño tiene que aprenderla. Será su gran talento. Ayudarlo a que lo consiga debe ser el gran objetivo educativo inmediato. Estamos en el inicio de una nueva era".

Yo no dudo de que el contenido del libro sea valioso. Al revés, se trata de una obra que ha confirmado muchas direcciones que yo mismo había ido observando a través de los años, que marca caminos nuevos y seguros, y aporta modelos plausibles. El problema es que no iniciará una nueva era porque no explica cómo hacerlo. Marina, que es un nieto de Ortega, por talante y por estilo, no tiene en cuenta las condiciones reales de las clases. Lo que explica es espectacular, yo mismo trato de aplicarlo a mi práctica docente, pero falta que descienda a pie de aula. Y esto es lo que demasiadas veces observamos los docentes: descripciones ideales y, en demasiadas ocasiones, inaplicables en las aulas concretas, en el día a día. Porque, entonces, ese bienestar emancipador choca frontalmente con los malestares cotidianos de la comunidad educativa. Lo mejor que podrá decirse de Marina es que rescata la teoría aplicable, o por lo menos lo intenta, y la presenta de forma actualizada y atractiva. Pero falta la otra cara de la realidad. Disponemos de la Categoría, pero vivimos enclavados en la Anécdota, como diría Eugenio D’Ors. Y aquí es donde reside el problema.

Por lo tanto, éste es un libro más humilde en sus presupuestos y objetivos. No he venido a iniciar una revolución educativa ni a inaugurar una nueva era. Únicamente trataré de dar voz a quien no la tiene, y de explicar historias vividas u observadas que nos pueden ayudar, precisamente, a aplicar mejor los dictámenes de la innovación. Me propongo, únicamente, comentar sucesos observados en muy diversos centros de educación secundaria para tratar de informar de cosas que podrían estar sucediendo, y que no queremos o no podemos tener en cuenta. Nada más que eso: un libro a pie de aula, resultado de decenas de conversaciones informales mantenidas con compañeros de la profesión. Si se me permite, mi acercamiento es más empírico, más ingenuo. No trataré de cimentar teorías ni sistemas de oposiciones conceptuales: sí intentaré, no obstante, señalar problemas incómodos que parece que no existan, y para los que deberíamos imaginar una solución.

Con otro fin claro: moldear nuestra disposición al diagnóstico sobre nuestro sistema educativo. Porque, lo sabía Ortega, lo sabe también Marina, no sirve de mucho vivir entre utopías irrealizables. La cara amarga de la realidad social debe ser incorporada a nuestra manera de pensar la educación, una manera que hoy carece de elementos básicos del tipo: ¿cómo se encuentra el 30 % de nuestros alumnos que no comen bien, o sencillamente no comen, que carecen de libros y de una nutrición adecuada? ¿Cómo se encuentran los docentes? ¿Por qué más del 80 % de nuestros docentes están preocupados por la violencia en las clases? ¿Cuá- les son sus problemas reales? ¿La innovación pedagógica, la evaluación, soluciona esos problemas? ¿Por qué sigue  extendiéndose, cronificado ya, el malestar? ¿Por qué hay huelgas e insatisfacción? Yo no dudo de que nuestro sistema educativo es mejorable. Lo demuestra el hecho de que esté en pleno proceso de perfeccionamiento, lo cual indica que está vivo y que existe el sano impulso reformista necesario para cualquier comunidad activa u organismo.

Sin embargo, ¿qué es lo que impide que llegue la "nueva era", lo que ha impedido que lleguen tantas "nuevas eras"?

El apocalipsis cada día

En su libro Nueva ilustración radical, Marina Garcés escribe: "Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. No estamos en regresión. Dicen, algunos, que estamos en proceso de agotamiento o de extinción [...]. El día a día en la prensa de los debates académicos y de la industria cultural nos confrontan con la necesidad de pensarnos desde el agotamiento del tiempo y desde el fin de los tiempos".

Podríamos añadir que vivimos, también, en la época del fin de la educación moderna, del fin de las llamadas clases magistrales, del fin de la memorización de contenidos, o incluso del fin de los contenidos mismos, sustituidos por las competencias. Pero para alguien a quien le ha tocado vivir y formarse en la época de los apocalipsis cotidianos, estos finales son una cosa cotidiana y de la que uno, con perdón, tiene que reírse un poco. Vaticinaban el final del libro: el libro no solo continúa vivo, sino que crece. Hoy deben de haberse vendido, en el mundo, unos cuantos cientos de miles de libros. Cuando yo estudiaba, la novela moría cada semana. Era algo habitual, uno podía decir, mirando el reloj o el calendario: "Uy, hace dos semanas que no ha muerto la novela, que nadie ha anunciado su entierro". Los románticos pensaban que la poesía del mundo se estaba agotando, agobiada por los trenes y los periódicos. Y algo queda de ella. O que iban a morir las naciones, y aquí siguen.

Lo que a mí me sorprende un poco es que se siga creyendo en los microapocalipsis cotidianos, cuando la realidad los desmiente de forma tozuda. Quizás la respuesta radique en que esas prisas suicidas las fo- mentan organismos con mucho poder, a los que interesa que la población en general crea en las amenazas fantasma. ¿Quiénes son los interesados en que la escuela adopte y se adapte a los nuevos modos de producción y consumo? ¿No debería ser la escuela el origen de la crítica hacia esos modos? ¿No debería ser  al revés: que la escuela limara o corrigiera (o por lo menos lo intentara) las deformidades del mundo exterior, y no el mundo exterior, con sus torpezas e intereses algo inconfesables, el que venciera las resistencias de las academias?

Quizás es que estamos olvidando la realidad para ver qué tal se retrata nuestra organización en las redes y en los medios. Estoy seguro de que nos están preocupando más los papeles eficazmente rellenados, las estadísticas y las pedagogías de consolación, en webs llamativas, que el bienestar real de nuestras familias, profesores y alumnos. Trabajamos para quedar bien como país, pero no para cuidar nuestro país.

La prisa es enemiga de la pedagogía. La urgencia es antipedagógica per se. Hace diez años, Gregorio Luri ya alertó sobre la posibilidad de que los sistemas de evaluación se contagiaran de la "aceleración del tiempo" y cayeran en un presentismo incomprensible. La escuela no se ha de plegar a las angustias de la época, sino precisamente tratar de corregirlas, convirtiéndose en la única institución estable en un mundo inestable. Y si se localizan llagas y lastres, lo mejor es discutir soluciones, no tapar los problemas detrás de cortinas de aire.

Actualmente se prefiere una estadística aceptable o brillante a la posibilidad de una sociedad sana y participativa. Estamos perdiendo la partida por la democracia porque hemos perdido la batalla por la cultura. Únicamente extendiendo las formas críticas del pensamiento pausado, la reflexión y la lentitud necesarias para acompañar procesos de crecimiento, se podría empezar a revertir el naufragio. Las orientaciones para profesores deben partir de los propios profesores. Por razones que se me escapan, se ha conseguido convencer a los docentes de que no son valiosos, y de que su opinión no cuenta. Su función primordial es obedecer, cuando su código ético les exige el sacrificio por el progreso real y el avance de sus alumnos.

Se les está pidiendo que participen en el blanqueamiento público del sistema, cuando no tienen más remedio que ver la escala de grises.

Un profesor consciente no admite sucedáneos: exige una evaluación ajustada y actividades orientadas a la emancipación de sus alumnos. Confundir la pedagogía con la terapia solo puede conducir a la extensión de la ansiedad y la ilusión del fracaso.

Para Gregorio Luri es evidente: sitúa a la escuela "contra el mundo" y declara indeseable el "progresa adecuadamente", el "ornamento" de una evaluación tan buenista como engañosa. La escuela, dice, ha de

"navegar contracorriente"; es decir, debe desenmascarar las tretas oscurecedoras para sustituirlas por un relato de dignidad humana. No es el único autor que lo piensa, como veremos. La educación ha de ir mucho más allá, ha de mostrar el camino hacia el entusiasmo y la autorrealización. O, por lo menos, tiene que intentarlo. El camino hacia la lucha por la propia excelencia. Para todos los problemas de la enseñanza, la mejor receta es el realismo, el servicio sincero para la comunidad. El programa ambicioso contra las cataplasmas. La movilización del intelecto contra los algodones que desarman y esclavizan a nuestros futuros conciudadanos.

¿Acaso no es la razón ilustrada, la autoprotección del ciudadano, el único bache con que se encuentran los poderes para doblegar la voluntad de las personas, para convertirlas en súbditos?

Todo ha estallado, todo ha acabado, pero cada día a las 8:15 siguen abriéndose los centros educativos, y allí sí continúa existiendo el tiempo, y de hecho existen unos horarios, y de hecho sí existen el progreso y los avances, por el simple hecho de que sí vemos crecer, avanzar y progresar a nuestros alumnos. El apocalipsis es falso, tan falso como el mismo paraíso. ¿A quiénes interesaba que desaparecieran las ideologías, y las clases, y la memoria, y las novelas? ¿Por qué han de obedecer los intelectuales a los antiintelectualistas?

Mataban a la novela los que no escribían novelas. Como matan las clases magistrales y la memoria quienes jamás han pisado un aula de secundaria.

Se nota en los proyectos, ordenanzas y propuestas que reciben, a diario, los profesores. Si una gran parte de las reformas no son prestigiosas y no convencen es porque se nota demasiado que quien las ha redactado no ha pisado una clase en su vida. Es el comenario que más se escucha entre compañeros: "Esto es inaplicable. Se ve que éste no ha dado clase nunca". Hay un abismo enorme entre el ideal que dibujan los materiales que llegan a los centros y la realidad cotidiana. Un abismo indeseable, claro. Pero debería competer a todos que se construyan puentes, pontones, acueductos de realismo.

La Diosa Educación no puede funcionar contra la realidad, debe contar con ella, si es realmente idealista, y ambiciosa, y no quiere caer en el cinismo.

La venda del estrés milenarista ha de caer tarde o temprano: mañana seguiremos existiendo; por lo tan- to, debemos seguir enseñando a pensar. No nos hará desaparecer un supervillano del espacio exterior, y con toda probabilidad, mañana no nos habrá volatilizado ninguna bomba nuclear. A la Diosa Educación la agobian cada día con demasiadas bobadas, con demasiados cantos de sirena que no resisten ni el más mínimo o superficial examen crítico. Y la Diosa Educación tiene cierta prisa: su tarea sagrada es el acompañamiento de personas concretas, a quienes la educación debe ahorrar sufrimientos, abusos y explotaciones. Tiene prisa por que le dejen de dar prisa. Es una diosa de acción lenta, y le exigen actuaciones nerviosas, que no han sido testadas y que quizás no sean del todo buenas para el alumnado. Que se le reclame toda la atención para la resolución de alardes teóricos actúa en detrimento de su verdadera función. La teoría está al servicio del profesor; el profesor, al servicio de sus alumnos. La teoría no debe anular ni la dignidad ni la autoestima de los docentes.

Y, si me lo permiten, en el hipotético caso de que se desencadenara un apocalipsis en nuestra sociedad, nuestra obligación, la obligación del docente, quedaría incólume: seguir abriendo la clase, continuar leyendo nuestro libro un día más, seguir debatiendo, riendo, amonestando, restaurando, acompañado, restañando, evaluando. No se me ocurre ni un solo motivo por el cual la escuela haya de abandonar la santa continuidad para plegarse a prisas, urgencias, deformidades ideológicas dolientes o conflictos sangrantes de los cuales no está claro que deba hacerse eco: es más, quizás la escuela sea la columna vertebral de nuestra continuidad social, y, por lo tanto, una de sus funciones sea, precisamente, reírse de la hiperactividad espasmódica del entorno, comportándose como  lo que es: un agarradero entre naufragios reales o imaginados. Una roca de razón en un océano de deserciones sociales. No puedo estar más de acuerdo con Gregorio Luri cuando escribe que "la escuela ha de situarse en cierta forma contra el mundo, porque ha de estimular la vocación de la juventud hacia direcciones que no serán justamente las mejor valoradas por los medios de comunicación y las modas intelectuales".

Lo que se está intentando es todo lo contrario, que esas modas y esos caprichos no solo impregnen, sino que lleguen a dictar la agenda de los profesores. Lo inaceptable es que a la escuela se la obligue a desertar de sus obligaciones. Los valores que la crearon deben continuar siendo vigentes y practicados con entusiasmo, entusiasmo que se ve obstaculizado a diario por problemas que intentaremos localizar, aislar y clasificar aquí. Por no hablar de los efectos negativísimos que esa especie de milenarismo provoca entre nuestros adolescentes. Acogotada por un consumismo febril, la sociedad se comporta como si no existiera el mañana, como si el goce ya mismo imposibilitara cualquier programa de futuro. A diario se les está diciendo a nuestros adolescentes que carecen de futuro: porque les hemos dejado una sociedad ausente, refugiada en ensueños virtuales e identidades paradisíacas que no tienen nada que ver con sus entornos.

Me sorprende, cada día, comprobar qué poco se quieren a sí mismos nuestros adolescentes.  Pero ¿acaso nos queremos nosotros más? Quizás el primer paso sea precisamente éste: fomentar que los alumnos y los profesores se consideren piezas valiosas de una sociedad que avanza, no seres pasivos ante adversidades insuperables. Las emociones negativas son superables: derrotismos, victimismos, persistencias en el dogma, el sedentarismo y la falta de vivencias y de horizontes. La escuela es, en parte, la fábrica de esas vivencias y esos horizontes, en la medida de sus fuerzas. Pero no puede ser fuente de ansiedad, de desorientación, de liquidismo vital y de sensación de derrota. Cardús escribe: "Mi opinión  es que un adolescente debería poder imaginar su vida mirando ilusionadamente hacia el futuro". Y, más adelante, hacia el final de uno de sus libros: "Cuando me preguntan cuál es el principal problema actual de la educación, no tengo ninguna duda al respecto: que no transmite esperanza de futuro".

Añadiría yo: ¿acaso es ése un problema del sistema educativo? ¿De dónde procede la falta de perspectivas para nuestros jóvenes? A poco que uno hable con ellos y les escuche (pero con lealtad, con tiempo y dedicación), resulta que los adultos no damos precisamente ejemplos de perspectivas halagüeñas. Enciendan el televisor, pongan cualquier noticiario. La cúpula de nuestra sociedad la colman pillos y criminales. La ejemplaridad no existe. Muchos de mis alumnos me hablan de sus padres alcoholizados, o derrotados: deprimidos, amargados, sobreexplotados, cuando no violentos. Algunos padres más bien ricos no paran de trabajar jamás, ni de noche, ni en vacaciones, ni en la mesa ante el pavo de Navidad. Otros ya dejaron de buscar trabajo, no hacen más que jugar a videojuegos. Sí, lectores: hay padres que no ceden la videoconsola a los hijos. Muchos hijos leen bastante más que los padres.

Que  los  profesores  se  consideren donnadies porque no se les escucha y porque todas las reformas les llegan desde arriba y desde fuera, y porque algunos padres les ningunean, me parece grave. Pero no definitivo. Es muy hispánico esto de no considerarse nada. Una nonada en un pueblo muerto, en un Estado moribundo. Pero resulta que estamos vivos, que manejamos herramientas de las que jamás habíamos podido disponer. Ese fatalismo social, o cultural, debe ser desterrado: es el principal enemigo de nuestro sistema educativo.

El futuro hay que dibujarlo como sociedad, y la sociedad va a la deriva. Observen una concatenación ordinaria de anuncios televisivos: hasta mi hijo de nueve años pone cara de estupefacción ante tanta idiocia y zafiedad concentradas. Machismo rampante, superficialidad, humor depravado, el fútbol ador- nado con los atributos de la religiosidad más chabacana. Con la agravante de que, además de no tener futuro, profesores y alumnos no tenemos tampoco presente: porque lo absorbe el mundo digital, demasiado rápido, demasiado falible, amorfo, agresivo, ruidoso e insalubre. Y lo absorbe también, de forma bárbara, la burocracia. Una burocracia que se cruza entre los profesores y los alumnos, que no deja tiempo a nadie para centrar la atención en el aprendizaje.

Alumnos conscientes de su potencial, docentes conscientes de sus capacidades, en un ambiente optimista, llegarían mucho más lejos que un sistema uniformizado a través de cualquier teoría, que un mal viento se puede llevar pasado mañana.

'Mediocracia'

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Como escribe Luri, "el pesimismo es infeccioso", y no existe decisión más trascendental en la vida de un maestro que el momento en que decide buscar soluciones en lugar de eternizar las rémoras. Lastres emocionales, emociones pesimistas, estados febriles, cambios perpetuos, son factores que deben quedar atrás en la vida de un profesor. Ceder a las urgencias, desmontar la comunicación docente en nombre de nieblas y vientos es formar parte del problema.

Y voy más allá: me atrevería a definir al buen docente como aquel profesor que consigue, pese a todo, contra todo, mantener incólume su entusiasmo por su profesión; y al mal docente como el que se deja vencer por el escepticismo y finge doblegar la cabeza ante cualquier oportunismo. Los principales enemigos del docente son la angustia social y la toxicidad del cínico. Es decir, la victoria del hostigamiento burocrático a que son sometidos los docentes, y el triunfo del escepticismo nihilista de quien ya no cree en nada, ni siquiera en la utilidad de su profesión. Eso me enseñaron los primeros profesores y coordinadores con quienes trabajé. Cuando un profesor más joven e inexperto se me acerca buscando apoyo o consejos, intento que sea ésta la base de mi mensaje: encontrar las estrategias para conservar el entusiasmo y fomentarlo entre los alumnos. Confieso que a veces resulta imposible.

Un profesor apagado es una clase apagada. Los buenos profesores son las columnas de lo único bueno que puede aportar nuestra sociedad: ciencia, cultura, saber, empatía, horizontes. La ansiedad, la chabacanería, el fanatismo, el control social, ya los garantizan los medios. De lo negativo de nuestro mundo ya se encarga el mundo. La escuela no debe ser el reflejo de la sociedad, sino que ésta debería ser un reflejo de aquélla, ejemplo de orden y vertebración, de equidad radical y de máximo democratismo.

El escritor, historiador y profesor Andreu Navarra (Barcelona, 1981) explora en esta obra la situación actual de la enseñanza secundaria, en la que abundan docentes enfrentados diariamente a la desmotivación, a los planes de reforma absurdos y a una gran precariedad social y vital del alumnado. Todo ello sin olvidarse de la enorme desorientación colectiva y un injusto abandono de la juventud. Devaluación continua. Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria se publica en la editorial Tusquets. infoLibre ofrece un adelanto del ensayo.

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