Literatura
Diez años sin Ángel González, el "poeta civil"
Ángel González tenía que ir a la playa. Le llevaba la pequeña Dylan de la mano, que con sus seis años estaba convencida de tener el deber moral de asistir a ese abuelo postizo que era, en realidad, amigo de su padre (que el resto del mundo conoce como Benjamín Prado, escritor y colaborador de este medio) y que iba a pasar unos días a su casa de Rota cada verano. Solo que Ángel González odiaba la playa y, con "una santísima paciencia" (esto lo dice Ángeles Aguilera, otra de la pandilla roteña además de editora en Planeta), aguantaba la jornada marina. Solo se le hizo soportable cuando los vecinos de urbanización se descubrieron como admiradores suyos y comenzaron a obsequiarle con bebidas y raciones en la misma orilla. "¡Esto no es la playa, esto es el Ritz!", sentenciaba el poeta, con toda la capacidad de celebración de la que disponía. Y era mucha.
El 12 de enero hará diez años que Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008) falta de los veranos gaditanos. No está ausente, sin embargo, ni de la memoria de los lectores —en 2016 se publicó la última antología y su poesía completa Palabra sobre palabra se sigue reimprimiendo— ni de la de sus amigos. Algunos de ellos, como Luis García Montero, Almudena Grandes, José Manuel Caballero Bonald, Joaquín Sabina, Miguel Ríos o Pedro Guerra, se reúnen para recordarlo juntos y en público el próximo jueves, día 11, en la sala Galileo Galilei (entrada libre hasta completar el aforo). Pese a la pérdida, pese a que el aniversario de una muerte es el más triste, no hay ni un poco de sombra en el retrato que de él hacen.
Quizás porque la vida compartida con González tiene mucho que ver con el sol y los días sencillos del verano. El escenario es Rota, el pueblo gaditano que es desde hace años el cuartel general veraniego de los nombrados. A la pandilla se había sumado el poeta pese a llevarles unas cuantas décadas, encantado de encontrarse con una energía que alimentaba la suya. Si Ángeles Aguilera habla de él como de "el abuelo que todo el mundo le hubiera gustado tener", García Montero le nombra directamente abuelo de sus hijos. Rodeado de aquella juventud y aquella admiración —"Sin ser pelotas, que eso lo detestaba", puntualiza la editora—, González se sumaba a la fiesta. La que empezaba en una cena y terminaba cantando rancheras. La del buen bebedor que aseguraba que el alcohol "se le subía a los pies", recuerda el granadino, cuando pese a tener la mente despejada las copas le hacían perder la verticalidad.
"Él era muy partidario de la celebración y de la noche", señala García Montero, que le cuenta entre sus maestros desde que se encontró con él en los ochenta. No es superficial que sus amigos subrayen esta característica. Es su contemporáneo Caballero Bonald quien señala que la vida nocturna, por definición subterránea y oculta, había sido un refugio en la España franquista. Ángel González tenía mucho de lo que refugiarse: nacido en una familia republicana, su hermano Manuel fue fusilado cuando los golpistas entran en Oviedo, Pedro parte al exilio y a Maruja le prohíben trabajar como maestra. La Guerra Civil atraviesa su literatura y su vida y le deja "ya para siempre", como escribe en Ciudad cero, "este miedo difuso,/ esta ira repentina,/ estas imprevisibles/ y verdaderas ganas de llorar".
Un compromiso "sin aspavientos"
No es pesimismo, es lucidez, dicen los amigos. "No quería engañarse con la realidad", señala García Montero, "pero eso no le llevó nunca a renunciar a los ideales con los que se identificaba". En 1961 publicó su poemario Sin esperanza, con convencimiento, que el granadino ha adoptado como lema. "Su vida entera fue una nota al pie de ese título", apunta Almudena Grandes, que destaca su compromiso "firme, duradero, sin aspavientos", marcado por un dolor "que no utilizó nunca para cultivar la leyenda". De hecho, solo contó en público una vez que escondió en su casa en varias ocasiones a Jorge Semprún, aterrado al escuchar a sus compañeros del Ministerio de Obras Públicas, donde trabajaba como funcionario, decir que iban a dar pronto con aquel pez gordo que se paseaba clandestinamente por Madrid.
Entre tanto fracaso —"estoy aquí,/ insomne, fatigado, velando/ mis armas derrotadas,/ y canto/ todo lo que perdí: por lo que muero"—, Almudena Grandes recuerda un momento especialmente emocionante. En 2004, el concierto Recuperando memoria, en homenaje a los republicanos, reunió a Lluis Llach, a Luis Eduardo Aute, a Paco Ibáñez, a Labordeta... En el coche, de camino a Rivas (Madrid), los asistentes formaban un largo atasco. "No nos podíamos creer que fuera por eso", dice la escritora. Y, al doblar una esquina, un campo de banderas republicanas. La mirada emocionada de Ángel González. Qué victoria.
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¿Cómo unir al gran escritor, miembro destacado de la Generación del 50, al que tanto habían leído, y a aquel anciano enérgico que se coronaba rey del chiringuito? Todos coinciden: el Ángel González de las páginas era fácilmente reconocible en el día a día. "No te olvidabas nunca de que estabas con uno de los grandes poetas de la posguerra española", señala Benjamín Prado. Y Grandes añade: "Nunca hubo nada en él que contradijera lo que había leído. Cuando le veía al otro lado de la mesa, sí pensaba en la suerte que era haber visto a un poeta tan grande en una intimidad tan cercana".
Y también ocurría que el maestro de palabra se volvía maestro de vida. Un "referente moral fundamental", en palabras de la novelista; un hombre "muy discreto y muy sabio" para Ángeles Aguilera. El lector generoso que, cuenta Prado, se levantaba al alba, tomaba algún libro de la estantería y, si no le gustaba, se hacía responsable con un "quizás no lo entendí". Un escritor que se hizo "poeta civil", dice García Montero, para poner la palabra "no al servicio de la extrañeza sino de una realidad que quiere ser compartida". Las lecciones más importantes que extrajo de él, explica este último, las obtuvo de su poesía, "que superaba el simbolismo para entrar en una experiencia que no creyera en el sujeto al margen de la historia, sino en el sujeto construido por la historia".
Otra victoria, esta vez póstuma: su reconocimiento tanto en el campo académico como en la calle. "Al morir, los poetas suelen pasar un purgatorio, pero a Ángel lo veo ya en la poesía más joven, que lo tiene como referente", celebra García Montero. Casi tan presente entre quienes no le conocieron como entre quienes recuerdan su "A mí el pescado me lo pone sin paisaje", cuando pedía que no le sirvieran ensalada, su inglés chapurreado o esa canción de despedida a ritmo de blues que le cantaban cada vez que debía regresar a su plaza como docente en Nuevo México: "No, no, Albuquerque no more...". Ángel González tiene también el honor de ser, dice Prado, la puerta perfecta a la poesía para los que todavía le tienen respeto a los versos. "Y su memoria", añade, "está en las mejores manos: las de los lectores".