Eduardo Mendicutti (Sanlúcar de Barrameda, 1948) podría haber nacido y crecido en la localidad gaditana de La Algaida, si La Algaida existiera. En el mundo real, La Algaida es solo un paraje de pinos en el Parque de Doñana. En el mundo creado por el escritor, es la residencia de buena parte de sus personajes, fusión imposible de Sanlúcar y el Puerto de Santa María, escenarios de la infancia y la adolescencia del autor. Si en la escritura sureña de Mendicutti, el espacio geográfico es siempre determinante, lo es aún más en Malandar (Tusquets), su última novela. Malandar existe y no existe. Es un espacio de pinos, marismas y playas separado de Sanlúcar por el río Guadalquivir, casi en la desembocadura. Pero es también un lugar mítico: un espacio de escapismo y fantasía infantil, separado del mundo adulto pero siempre al alcance de la mano.
Es la Arcadia de varias generaciones de gaditanos, sevillanos y onubenses, pero también la de los personajes de Mendicutti: Miguel, Toni y Elena. "Tiene un nombre tan bonito, tan sugerente... Es como para descarriarse. Pero al mismo tiempo es un lugar medio recreado, inventado, fantaseado", cuenta el escritor, ataviado con su habitual traje impecable, en un gran hotel de Madrid. El título le llega a menudo antes de comenzar a escribir, como ocurrió con Furias divinas, su anterior libro, ubicado también en La Algaida. El de Malandar no es del todo original: así se llaman cafeterías, chiringuitos y salas de fiesta de toda Andalucía occidental. El autor se queja: "Me da un poco de coraje, porque es como mío".
El propio Mendicutti miraba Malandar, en su niñez, como lo hacen sus protagonistas, como un paisaje familiar un misterioso. "Probablemente por su situación geográfica. Por el hecho de tener restricciones, que eso es importante. Por el hecho de parecer movible: quizás no sea así, pero a mí siempre me ha parecido que las dunas se movían. Por el hecho de estar cerca y lejos", cuenta. Allí, sobre la arena, imagina el trío de la novela "construir un hogar inverosímil para una historia de amor fuera de todo lo que es habitual... al menos hasta ahora". Aunque narrada por Miguel, trasunto del autor (su origen, su trabajo como periodista y algún otro apunte biográfico), Malandar tiene tres vértices, ocupados por los tres amigos: Toni y Elena, destinados desde la adolescencia a casarse, y Miguel, tercera pata que se descubre finalmente imprescindible.
A partir de capítulos cortos, semejantes algunos a relatos (el primero, de hecho, es una versión ampliada de un cuento ya publicado), el lector asiste al desarrollo de la amistad, marcada por el cuidado, la ambigüedad y los pequeños celos, hasta el momento en que Miguel coge un tren a Madrid para estudiar periodismo mientras Toni y Elena piensan ya en la boda. "Parece que esa relación se va a diluir y a resquebrajar, y Malandar es el único punto de referencia en el que el narrador encuentra un lugar para el anclaje de lo que han vivido", cuenta el autor. Pero Cádiz queda cada vez más lejos y hasta eso se pierde. Miguel deja de volver. Es lo que suele pasar, a juicio de Mendicutti: "Lo normal es que la distancia y las vidas dispares acaben diluyendo primero y cortando después esas relaciones y esos deseos. La novela justamente se resiste a eso".
Porque los personajes acabarán encontrando su propio equilibrio cumplidos los sesenta. Con su habitual luminosidad, Mendicutti se resiste al sufrimiento y a la derrota. "Malandar es el lugar al que hay que volver como sea si quieres mantener lo que has vivido. Y celebrarlo. Porque celebrar lo vivido es la manera de luchar contra la melancolía", reivindica. Para eso, dice, no hace falta solo deseo, sino también "intención y esfuerzo".
Hay otro elemento de resistencia que se repite en la novela como en el resto de su obra: el de una disidencia sexual que reivindica su existencia feliz y amada pese a la sociedad homófoba. Tampoco alza Mendicutti las campanas al vuelo cuando mira a la España de hoy, por mucho que esté permitido el matrimonio entre personas del mismo sexo: "La sociedad ha cambiado, sin lugar a dudas. Pero hay muchas cosas que no han cambiado, y que están por debajo, ocultas por esas aparentes conquistas. Hubo una época en que mucha gente no se permitía parecer homófoba porque era una catetada, pero ahora ha perdido ese miedo". En este el refugio de arenas y pinos está también la utopía de un mundo sin represión: "Todos los humanos hemos tenido sueños y deseos de cualquier tipo que van más allá de lo permitido. En Malandar, en la novela, hay un cartel que lo prohíbe todo, desde acampar a encender fuegos. Y el personaje de Toni en un momento dado dice:'Ya dejará de estar prohibido'. Ese es un deseo común que alimenta todo el libro". ("De Busti", elogia Miguel a un amigo en el libro, "aprendí que pelear a favor de los maricones era también pelear a favor de todos, y juntos a todos". Queda claro.)
No cree el escritor gaditano que por meterse en estos asuntos esté haciendo una literatura de nicho o menos accesible a la mayoría de los lectores. "Yo no tengo problemas con las limitaciones", dice, tras 45 años de carrera. "¿Que lo que escribo es gay? Pues sí, qué pasa. ¿Que es localista? Pues es sí. Y qué. ¿Que tiene humor? Pues tiene humor. La ruptura de las limitaciones corre de tu parte. Si lees bien".
Vayamos por el localismo. ¿Está de acuerdo con quienes tachan a su literatura de "sureña"? "Yo creo que hacen una comparación con la literatura sureña norteamericana, que también tiene sus propias características, sobre todo de la atmósfera", dice, con un punto de orgullo. Pero, si la obra de Mendicutti está marcada por una geografía, se ve sobre todo en el habla popular con la que trabaja el escritor desde sus inicios. "Yo soy andaluz, pero si me siento andaluz es por eso. No porque hable andaluz, que ya no lo hablo, ni porque sea semanasantero o rociero, que más bien lo detesto, sino porque recuerdo la manera de hablar. Soy de allí porque eso está pegado a mi memoria", cuenta. No es una forma de nacionalismo, sino la reivindicación de su particular puerta creativa: "Si yo quiero recuperar literariamente algo y sentirme vinculado a eso, la única manera que tengo de hacerlo es recordar cómo se hablaba". Aunque ahora todos usemos las mismas palabras "como si fuéramos electrodomésticos", él escribe "fullero", o "gallareta", o "engurruñido". "Para otras cosas, la memoria ya la tengo fatal", dice con una modestia coqueta, "pero las palabras no se me olvidan. Las tengo ahí metidas". Ahí está también Malandar.
Eduardo Mendicutti (Sanlúcar de Barrameda, 1948) podría haber nacido y crecido en la localidad gaditana de La Algaida, si La Algaida existiera. En el mundo real, La Algaida es solo un paraje de pinos en el Parque de Doñana. En el mundo creado por el escritor, es la residencia de buena parte de sus personajes, fusión imposible de Sanlúcar y el Puerto de Santa María, escenarios de la infancia y la adolescencia del autor. Si en la escritura sureña de Mendicutti, el espacio geográfico es siempre determinante, lo es aún más en Malandar (Tusquets), su última novela. Malandar existe y no existe. Es un espacio de pinos, marismas y playas separado de Sanlúcar por el río Guadalquivir, casi en la desembocadura. Pero es también un lugar mítico: un espacio de escapismo y fantasía infantil, separado del mundo adulto pero siempre al alcance de la mano.