'La era del enfrentamiento'

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Christian Salmon

infoLibre publica un extracto de La era del enfrentamiento. Del storytelling a la ausencia de relato, del escritor e investigador francés Christian Salmon. En este ensayo, publicado por Península y disponible en librerías desde el 19 de noviembre, Salmon se plantea la vigencia de las tesis expuestas en su libro Storytelling (2007), donde describía la retórica política moderna como un arma de manipulación masiva. En este nuevo volumen, el autor defiende que el desprestigio del discurso público ha sustituido la narrativa política por el enfrentamiento, la única forma discursiva de atraer la atención de los votantes. En este fragmento, el escritor esboza las consecuencias sobre el discurso que ha tenido la desafección política. 

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  La espiral del descrédito

 

El descrédito es una cosa inestable e invisible a simple vista, pero, desde 2008, se expande como un gas. Lo hemos visto corroer la democracia estadounidense de Bill Clinton a Barack Obama, hasta aupar al poder, contra todas las expectativas, a su campeón, Donald Trump. Ese descrédito que afecta a todos los regímenes políticos occidentales es el producto de un doble fenómeno: una gobernanza sin soberanía y una democracia sin deliberación.

Los Estados de todo el mundo se enfrentan a una crisis de soberanía. En Europa se ha agravado por la construcción europea, que, de manera concertada, ha organizado abandonos masivos de soberanía. Francia es el país europeo en el que esta crisis es más aguda, pues la V República mantiene la ilusión de un presidente providencial y todopoderoso. Al abrigo de la elección que acredita cada cinco años el mito de la nación soberana y fomenta la ilusión de una elección colectiva, el poder político ya no es más que un 2Gobierno de asuntos corrientes" que pasa por encima de las elecciones. Lo esencial se juega en otra parte.

La soberanía estatal se ejerce a través de una potencia para actuar acompañada por un dispositivo de representación. Confiere al Estado el poder de acuñar moneda y controlar las fronteras, y se prolonga a través de una simbología del Estado (su protocolo, sus rituales, sus ceremonias) que garantiza su visibilidad y la continuidad de su poder en el espacio y el tiempo. Cuando el Estado transfiere los atributos de la soberanía a otras instancias transnacionales (Banco Central Europeo, Tratado de Schengen), el dispositivo de representación aparece como un caparazón vacío.

Del poder del Estado solo se perciben los efectos represivos o desestabilizadores. Del dispositivo de representación, desconectado de las fuentes de la soberanía, solo subsiste el ritual, el decoro. La pareja constituida por el poder y su dispositivo de representación se ha roto en dos: por un lado, un poder sin rostro, una burocracia anónima; por el otro, hombres de Estado desarmados. Por una parte, poderes sin rostro (bancos, mercados financieros, agencias de calificación, organizaciones transnacionales, a los que están vinculados los Estados); por la otra, caras impotentes. El resultado de esa dislocación es que la acción política se percibe como ilegítima, y la palabra política ha perdido toda credibilidad.

La crisis de soberanía de los Estados se acompaña desde hace treinta años de una sobreexposición mediática amplificada por la aparición en la década de 1990 de las cadenas de información 24 horas y por la explosión de internet y las redes sociales. La condición política, tal como la conocíamos desde hacía dos siglos, toca a su fin. El homo politicus va unido aún al Estado, pero el Estado ya no es soberano, su soberanía se escapa por todas partes. La mundialización ha privado al Estado de sus poderes y sus atributos.

Los hombres de Estado no aparecen ya como soberanos, sino como temas de conversación, personajes de serie televisiva en los que proyectamos nuestros deseos contradictorios. Para colmar su déficit de credibilidad se han esforzado, desde la década de 1980, en "recargar" el dispositivo de representación del Estado, han intentado volver a hincharlo insuflándole su historia personal, una intriga sin cesar tejida y destejida. Hábil pase de magia, que consiste en sustituir la historia colectiva por una biografía individual ejemplar. Ahí reside todo el arte del storytelling: lo narrativo deviene normativo; lo descriptivo, prescriptivo; lo biográfico, hagiográfico. Los comunicadores han reemplazado la acción por el relato, la deliberación por la distracción, el state craft (el arte de gobernar) por el stage craft (el arte de la puesta en escena). Así es como, desde la década de 1990, el storytelling y sus artificios han venido a colmar el lamentable olvido de los Estados.

La escena política se ha desplazado progresivamente desde los lugares clásicos de la deliberación y de la decisión política (foros, reuniones de los partidos políticos, asambleas de diputados, ministerios, etc.) hacia los nuevos espacios de legitimación: cadenas de información 24 horas, medios de comunicación en línea y redes sociales. La función periodística se ha desviado de sus misiones originales (el análisis, la investigación, el reportaje) hacia una función de descifrado que propone descubrir, bajo las apariencias engañosas de la vida política, los resortes de una historia, el secreto de un mensaje narrativo, la verdad de un cálculo.

Nada más ser reelegido en 2004, George W. Bush declaró: "He adquirido un capital [político] durante la campaña y tengo la intención de gastarlo". El "capital" acumulado durante las campañas entre los electores se dilapida cada vez más rápido a costa del poder. Los hombres de Estado se descargan a una velocidad de vértigo, así que hay que "recargarlos" varias veces en el curso del mandato mediante acciones simbólicas y espectáculos de gran envergadura susceptibles de ser "apreciados", es decir, "likeados", reproducidos, retuiteados, "instagrameados". A falta de obtener los resultados que esperan los electores, se trata de movilizar y canalizar los afectos en las redes sociales o en mítines captados, transmitidos en directo y retransmitidos en secuencias cortas.

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La legitimidad que otorga a los dirigentes la elección por sufragio universal no se conserva durante todo un mandato. Como los hubots (mitad humanos, mitad robots) de la serie Real Humans (Humanos reales), los hombres de Estado se ven obligados a "reflotarse" cada vez más a menudo. La televisión y las redes sociales les ofrecen para ello millones de pantallas que constituyen otras tantas "terminales" de recarga. Sin embargo, esas terminales no son simples estaciones de servicio en las que pueden conectarse de un modo discreto, deprisa y corriendo, sino que constituyen una escena insoportablemente iluminada en la que el hubot politicus debe demostrar que es humano. Ha de desvelar su intimidad, exhibir emociones sencillas de descifrar y capaces de "chocar" al internauta, de suscitar tanto reacciones de cólera o de asco como sentimientos de fuerte adhesión, de miedo o de empatía. En resumen, ha de dar muestras de su "humanidad" pasional. Las leyes de la representación política, con sus ritos y sus protocolos, ceden el lugar a una lógica de la transgresión y la exhibición, los dos carburantes de la captación de la atención.

Desde la crisis de 2008, todos los Gobiernos padecen el mismo descrédito. Se esfuerzan en controlar, día tras día, una opinión pública rebelde, bajo la mirada suspicaz de las agencias de calificación. ¿Cómo satisfacer a esas agencias, que determinan el coste de la deuda, sin decepcionar las esperanzas de los electores que les han confiado el poder? En Europa ha habido dos hombres que han probado a realizar ese difícil ejercicio, y para ello han apelado a la "magia" del storytelling: Matteo Renzi en Italia (2014-2016) y después Emmanuel Macron en Francia (2017-…). Uno quería "cambiar el storytelling de Italia" y tuvo que dimitir al cabo de dos años. El otro pretendía encarnar una presidencia más fuerte, "jupiterina", y "reconstruir un heroísmo político". En menos de dieciocho meses ha batido récords de impopularidad…

 

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