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Las enseñanzas del Camus periodista para comprender un mundo en llamas

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Cuando Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913-Villeblevin, Francia, 1960) se puso al frente de la redacción de Combat, tenía 30 años. Había trabajado ya en la revista Sud, en Alger Républicain y, ya emigrado a Francia, en Paris-Soir. Pero su carrera como escritor e intelectual apenas comenzaba a despegar: El extranjero y El mito de Sísifo son de 1942, poco antes de que Camus se comprometiera formalmente con la Resistencia. Entre ese momento y 1949, fecha de sus últimas colaboraciones con el periódico, Camus firma 138 editoriales —cifra que incluye solo los que han podido atribuirsele sin reservas— y 27 artículos. Era una responsabilidad enorme que entrañaba un gran peligro personal, pero era también una tribuna de prestigio: si en 1941 Combat tiraba 1.000 copias, en 1943 imprimía 250.000. 

El volumen La noche de la verdad, editado por Debate, reproduce la totalidad de estos textos. En ellos se rastrea el compromiso moral, político y profesional del Camus que luchó activamente contra el Gobierno de Vichy y la ocupación nazi, pero también del que contribuyó a construir —también desde la decepción y el conflicto con las ideas de la izquierda— la democracia republicana. Han pasado 78 años desde sus primeros textos, que en ocasiones tienen hoy el valor del testimonio histórico. En otras, los artículos de Camus parecen hablarle al lector de hoy con la misma frescura con la que se dirigía al de los cuarenta. Estas son algunas de las enseñanzas que, si sirvieron para guiarse en un mundo devastado por la II Guerra Mundial, bien pueden servirnos hoy. 

El valor de la verdad y el valor de la mentira

“Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”: la sentencia atribuida a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, hablaba de la importancia de la comunicación política para el Tercer Reich, pero también presagiaba un futuro gobernado por la tensión entre el relato y los hechos. Camus estaba en las antípodas morales y políticas de Goebbels, pero coincidía en este análisis. “Nunca es inútil mentir”, escribía en el número 55 de Combat, cuando la revista era una publicación clandestina que buscaba hacer palanca contra el Gobierno colaboracionista de Vichy. “La mentira más descarada, con tal de que se repita lo suficiente y durante el tiempo suficiente, siempre deja huella”. Si el escritor y periodista se mostraba preocupado por las formas innovadoras de la propaganda nazi, era porque sabía que funcionaban. La Resistencia hacía frente a los mensajes colaboracionistas que les tachaban de bandidos, maquis salvajes que bajarían del monte para aniquilar a los franceses de bien. Si la mentira asustaba a Camus, era porque sabía que valía mucho y se pagaba caro.

Pero el autor de El extranjero no era un cínico, sino un idealista. “Si la mentira, con una tirada de millones de ejemplares, conserva pese a todo cierto poder, basta al menos con decir la verdad para que la mentira retroceda”, escribía a renglón seguido. Esa era la razón de la existencia de un periódico como Combat: la creencia de que, si la mentira es poderosa, la verdad lo es más. Camus da un peso excepcional al lenguaje, al mot juste, la palabra precisa sobre la que se construye la democracia. La publicación se veía a sí misma, de hecho, como un instrumento del pluralismo político frente al totalitarismo del discurso único, tanto el del fascismo, la amenaza inmediata para la Resistencia, como el comunista, sobre el que Camus tenía una enorme desconfianza, cosa que le haría chocar con otros grandes escritores comprometidos de su época, notablemente Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir.

El oficio del “periodismo crítico”

Muy relacionado con lo anterior está el concepto que el Camus periodista tiene del oficio que ejerce. Si la verdad y el lenguaje exacto tienen un papel esencial en la democracia, el periodismo también lo tendrá, por ser espacio de desarrollo de ambos. En sus disquisiciones sobre la labor del periodista, el escritor advierte sobre la importancia de desconfiar de ciertas fuentes que pueden resultar interesadas, y en la necesidad de que el trabajador aporte no solo la información en crudo, sino un “comentario crítico” que, con el contexto y otros detalles que se escapan a la noticia en sí —por ejemplo, la confianza del propio periodista en la agencia que emite tal o cual información—, enriquecería la experiencia del lector. Ante el conflicto que ocupa al redactor, a menudo dividido entre a qué fuente creer y qué dato dar por válido, Camus apuesta por no tratar de ocultar la complejidad de la tarea, sino por hacerla llegar al lector: propone incluso reflejar en una misma página noticias contradictorias para que este saque sus propias conclusiones. Algunas de sus críticas suenan familiares: “El concepto que tiene la prensa francesa de la información podría mejorar, ya lo hemos dicho. Se quiere informar deprisa en vez de informar bien. La verdad no sale ganando”. “Como se ve, equivale a pedir que los artículos de fondo tengan fondo y que las noticias falsas o dudosas no se presenten como noticias ciertas. Es a ese conjunto de formas de proceder a lo que llamo 'periodismo crítico”, escribe.

Es hora de tomar partido

En muchos de los temas que trata, Camus acostumbra a un tono comedido, tendente a presentar las varias implicaciones de un asunto para tratar de llegar a una síntesis. Pero hay algo en lo que es tajante: la necesidad de compromiso. Lo es desde el inicio y hasta el final de su colaboración con Combat, que había nacido precisamente para apoyar a la Resistencia y para hacer crecer el número de simpatizantes... y de militantes. Aquí no caben términos medios: o se está con la Resistencia, o se está contra la Resistencia. “En una época caracterizada por las ideologías totalitarias, hay que comprender el recurso a la disyuntiva tajante”, explica en el prólogo Manuel Arias Maldonado.

“No existen dos Francias, una que lucha y otra que juzga esa lucha”, escribía Camus en su primer texto publicado en Combat, aunque firmado de manera genérica por la redacción, y no bajo su nombre y apellidos. “Pues incluso aunque hubiese algunos que quisieran quedarse en la cómoda postura del juez, no es posible. No podéis decir: 'Esto no va conmigo'. Pues sí que va con vosotros”. No podían excluirse del posicionamiento ni aquellos que consideraran que la paz estaba asegurada porque vivían en el campo, lejos de los espacios más violentos, ni aquellos que consideraban que tenían suficiente con declararse simpatizantes de la Resistencia. Los primeros, apuntaba Camus enumerando agresiones alemanas a campesinos, no estaban a salvo por más que quisieran. A los segundos, decía, tampoco les salvaba esa pretendida tibieza: “Os matarán, os deportarán u os torturarán lo mismo si sois simpatizantes que si sois militantes”. “Solo hay un combate”, defendía. “Y, si no os unís a él, nuestro enemigo os demostrará a diario que es, pese a todo, el vuestro”.

El fin no justifica los medios

El Camus de posguerra tiene fijación con un peligro: el que ofrecen “las ideas absolutas y el mesianismo sin matices”. A finales de 1946, escribirá sobre una idea que atraviesa su obra, también la literaria: la importancia de la vida humana sobre las ideologías. Se está resquebrajando la fantasía de la claridad moral que ofrecía la II Guerra Mundial, en la que todas las fuerzas de oposición se reunían en torno a la Resistencia y todos los países democráticos se reunían en el bando Aliado contra el terror. Los países occidentales se preguntan qué tratamiento dar a los antiguos mandos nazis, y la izquierda discute la legitimidad de los métodos soviéticos. La postura de Camus aquí es clara: partidario del realismo político, y desconfiado frente a las ideas utópicas, defiende lo que denomina como el reemplazo de la política por la moralidad. “Hemos visto mentir, envilecer, matar, deportar, torturar, y en todas esas ocasiones no era posible convencer a quienes lo hacían de que no lo hicieran, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se puede persuadir a una abstracción, es decir, al representante de una ideología”.

Hay tres temas que el escritor suele abordar en relación a esto. Primero, la situación política en la Unión Soviética, sobre la que se muestra muy interesado —a finales de 1945 afea a sus compatriotas el haber hecho caso omiso a los logros rusos— pero de la que también sospecha. Segundo, el olvido al que los Aliados sometían a España, un olvido que se acabó convirtiendo en apoyo implícito (o explícito) al régimen franquista. “No hay que hablar de la depuración de los artistas en Rusia porque la reacción sacaría provecho de ello'. 'Hay que callar acerca del apoyo de los anglosajones a Franco porque el comunismo sacaría provecho de ello'. Bien decía yo que el miedo era una técnica”, escribía en noviembre de 1946. El tercer tema sería la condena a la pena de muerte para los nazis y colaboracionistas. Aquí se produce en Camus un cambio drástico de criterio. Al inicio, defendía la necesidad de impartir “justicia” frente a la de tener clemencia, temeroso de que la falta de castigo severo —el más severo— creara “una nación de traidores y de mediocres”. Para 1945, su postura era otra. Ante el juicio a Pétain, cabeza del Gobierno colaboracionista de Vichy, escribe: “No dejaremos que nos arrastren los gritos del odio. No opinamos, por ejemplo, que la pena capital sea deseable en este caso. Lo primero, porque hay que decidirse de una vez a decir que la verdad, a saber, que la ética se resiste a la pena de muerte”.

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En busca de la “utopía modesta”

Desde el 2021, resulta especialmente interesante la perspectiva de Camus sobre el futuro político a largo plazo y la idea de utopía, de la que —de nuevo, preocupado por la certeza y los absolutos— desconfía. En primer lugar, el escritor dibuja un futuro cegado, arrasado por el enorme trauma colectivo del genocidio y la guerra. “La mayoría de los hombres (salvo los creyentes de cualquier categoría) carecen de futuro”, se lamenta en 1946. Este no es un problema íntimo, dice, sino colectivo: “No hay vida valida si no tiene proyección hacia el futuro, si no existe promesa de maduración y de progreso. Vivir pegado a una pared es la vida de los perros”. Pero para Camus la mirada hacia el futuro no puede suponer la entrega a una ideología utópica, que para él conllevaba los matices de absoluta y, por lo tanto, dispuesta a poner los fines sobre los medios. Mientras muchos de sus contemporáneos miraban a Rusia como modelo y proclamaban la necesidad de una transformación total de la sociedad, él proponía un término medio menos atractivo.

“El contenido de [la] palabra [revolución] hoy debe aceptarse en bloque o rechazarse en bloque. Si se acepta, hay que admitir la responsabilidad consciente de la guerra por llegar. Si se rechaza, o hay que declararse partidario del statu quo, que es la utopía total en la medida en que supone la inmovilización de la historia, o hay que renovar el contenido de la palabra 'revolución' lo que supone que se consiente eso que llamaré la 'utopía relativa”. Esto escribe a final de 1946. Para Camus, solo hay una elección posible. En un extremo, esperan “los osarios que se avecinan”, en el otro, la imposibilidad de un tiempo detenido. “Esta utopía relativa es la única posible, y es la única que cuenta con la inspiración del espíritu de la realidad”.

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