infoLibre publica un extracto de La España del Seiscientos. Memoria de la generación de los sesenta (Catarata), de la historiadora Montserrat Huguet. En este breve volumen, la profesora de la Universidad Carlos III de Madrid centra su mirada en esa década que supuso el tránsito a una modernidad que parecía, sin embargo, retrasarse. Este no es un libro de historia, advierte la editorial, sino más bien una colección de estampas cotidianas, una especie de álbum familiar de una época que transformaría el país. El título estará disponible en librerías a partir del próximo 4 de noviembre.
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Pretensiones
En España una vez fuimos gente modesta, gente sin pretensiones que habitaba un país encogido, esforzado en hacer la travesía entre la miseria heredada y la promesa de bienestar. Con todo, pese a toparnos con un cierto desahogo, España no era el Palace, establecimiento de lujo cercano y reconocible a efectos nacionales. La España en la que nací y crecí era más bien una modesta pensión de provincias, cuya apariencia aseada tapaba los rincones plagados de nidos de pulgas; un lugar de apariencia fiable del que sin embargo más valía salir cagando leches —tomo prestada una popular expresión de aquella época— mientras se pudiera. A esa España de ni fu ni fa era tan difícil odiarla como amarla. No habiendo razones para quererla por sus méritos, tampoco las daba para abominar de ella. En la España de mi infancia nos movíamos con una comodidad prestada, parecida a la que se tiene de visita en la casa de un vecino. Del nacionalismo español impuesto en las escuelas a los niños absorbió mi generación más el colorante que la sustancia.
El tránsito desde la carencia absoluta de la España famélica hasta el desarrollismo proporcionó una cierta holgura, a medio camino entre lo tangible y el espejismo. Tenía aquel tránsito, como una adolescencia tardía y difícil, explosiones de crecimiento acompañadas de brotes de feo sarpullido. Era aquella una España de sentencias lapidarias, “al pan, pan y al 12 vino, vino”, en la que si a uno se le ocurría proferir frases inspiradas o cursis, al estilo de “necesito que te emociones conmigo”, le corrían a gorrazos. Sin sutilezas que valiesen, cuadraban de maravilla el verbo desabrido y el gesto seco, como si ser español exigiese un esfuerzo suplementario de aspereza y tosquedad. Visto desde hoy, aquel viaje de la modernidad patria fue incierto y en ocasiones penoso, balizado como las carreteras nacionales, con algo de cal y mucha arena.
Los que progresaban apenas veían a los que no, cegados tal vez por la luminaria de la promesa de futuro. Aquellos fueron a parar a la clase media española; media por lo que a España se refiere, pero que apenas descollaba al comparársela con las de “los países europeos”. Los que no alcanzaban el pretil del pozo se quedaban entre agua y lodo, muy lejos del esplendor del desarrollismo y lastrados por ese tipo de pobreza indomable, que es endógena y fangosa como el colesterol del malo. Se apiñaban en las superpobladas corralas del centro de Madrid o malvivían en los pueblos desconectados del desarrollo. Pero sobre todo en los poblados de chabolas al borde de las carreteras. Estas personas ni eran una minoría ni su historia es irrelevante, aunque fuera desplazada a un segundo plano en el relato triunfalista o cegada por la estela de los dineros que producían los emigrantes. En muchos aspectos de la vida corriente los años cincuenta seguían ahí clavados: en la rémora del miedo a modificar costumbres, por ejemplo. En aquella España que imaginaba estar a punto de ser moderna, la claridad del panorama era una engañifa porque el tejido social resultaba endeble y muy poco fiable. Aun así, no deja de ser cierto que bastantes baby boomers terminamos pudiendo tomar distancia con respecto a la vida de padres y abuelos. Llegaríamos a cumplimentar los estudios de primaria y de bachillerato, y hasta a matricularnos en la universidad. A los primeros bachilleres de estas familias se los encumbraba en un altar.
En la memoria compartida de los baby boomers españoles son frecuentes las instancias visuales. Somos la primera generación con dos cabezas: la propia y la del televisor. En la 13 monotonía cotidiana los baby boomers creceríamos, como corresponde a los tiempos de paz, más tranquilos, pero menos aventajados para la refriega que nuestros padres. Como en cualquier tiempo, tampoco en el nuestro es despreciable el legado memorístico que aporta el ruido de fondo: la palabra escuchada. En el acto de poner la oreja en las “conversaciones de mayores” se urde la memoria de los pequeños, que veíamos el mundo con los ojos, pero sobre todo con los oídos. Los niños españoles de los años sesenta, siempre atentos a cuanto se decía en torno nuestro, captábamos sobre la marcha que el orden de las cosas que caracteriza al pensamiento en el caso español era el opuesto al común. Crecimos, los baby boomers, hablando por no callar, pero sin poner el menor interés en nada que no supiéramos ya. Así, pasamos el Rubicón de la pubertad haciendo caso omiso del sistema de pensamiento racional que enfatiza el valor de la duda y de la crítica. En este episodio del pensar, como en el ancho de vía, España mantenía su propia medida. Gregarios por tradición y ahora por obligación, los españoles mostraban aquí ese otro rasgo tan peculiar de ser cada cual muy suyo.
Nietos de la esperanza o de la anarquía, según el caso, los niños de los sesenta éramos hijos del orden. Para cuando nosotros nacimos, España exhibía un peculiar tono monocorde en el que ya costaba diferenciar a simple vista quiénes habían sido unos y quiénes los otros. Franco era, a los ojos de los niños, una suerte de abuelo putativo de la patria, un anciano canijo de voz atiplada que salía a un gran balcón acompañado de una señora de cuello gallináceo cargado de perlas y mantillas negras sobre un elevado casco capilar. Aquel anciano que se fue quedando en nada, flaco como un suspiro, tenía aún en los sesenta la típica barriga de señor mayor y una calva con rodete de pelo canoso similar a la de tantos españoles. Pero no era un igual, de ningún modo. Los españoles que conocí no lucían aquellas bandas coloristas sobre el uniforme verde: el pecho henchido, como de palomo, y la enorme gorra de plato echada hacia atrás. Aquella mano suya, que subía y bajaba como las de los gatos chinos de 14 los bazares, guiaba nuestro pequeño mundo con la entereza de un padre de familia, pero con menos sensibilidad que la de un calamar. Popularmente y en la calle a Franco los niños más que miedo lo teníamos poco calado. Ni se nos venía mucho a la cabeza su figura ni nos importaba aún cuánto más duraría en la jefatura del Estado. Aquel “Franco, Franco, que tiene el culo blanco” era inicio de una rima infantil que para cuando los sesenta concluían se cantaba en los juegos de calle.
Este libro se dicta desde la memoria —de ella se nos hacía gran alabanza en el colegio—, sin la pretensión de rigor que exige cotejar asertos. De modo que las cosas que aquí se escriben quedan dichas porque sí y sin ánimo de sentar dogma. Aunque en estas páginas no hay verdades, tampoco se dicen mentiras y las inexactitudes son fruto solo de una memoria involuntariamente falseada. Si se generaliza en el texto, arriesgándome a que no todos quienes comparten la condición de baby boomer se sientan concernidos por lo que se dice, es sin otra intención que usar una voz que coopere en eludir protagonismo. Mi vida en aquella época fue tan irrelevante en términos de relato como la de la mayoría que esto lea. La memoria, al recuperar sensaciones e imágenes almacenadas en escondrijos particulares a los que el estudioso no tiene acceso, pone el acento en cuestiones para las que no importan ni la veracidad ni el consenso de la historia.
De mi rincón de la memoria de infancia surge el relato de una España entumecida, con artrosis, a la que le costaba aún no sentir el dolor. El malestar lo provocaban asuntos invisibles, pero también el frío y el calor del día a día. La de mi memoria es una España en movimiento pero tambaleante, con las anteojeras de burro puestas, la carne social anestesiada por el hábito del daño y lejos de la cura. El punto exacto de la España de mi infancia está varado en un estadio de recuperación del daño en el que aún se siente el escozor, el regusto metálico de la sangre reseca. En la distancia corta el desarrollo español sucedía en un terreno arenoso, pleno de historias secundarias, los actores como marionetas. Algunas de sus historias eran 15 edificantes, incluso si dominaba en ellas el tono deprimente. Pero sorprende recordar que la acritud de los cincuenta no se había esfumado de golpe ni en las familias ni en los barrios. Los sesenta, incluso si se los comparaba con los negros cuarenta o los grises cincuenta, no fueron en España la época moderna y pop de la que presumen las historias del entorno. En los sesenta el país era como era y hasta los más pequeños podíamos ver con cierto desaliento que sin un revulsivo (exterior) la cosa no daba para más. La gente, modesta y no malintencionada en su conjunto, hacía lo que podía: de la necesidad virtud. Y sacaba pecho, encarando el día a día con diez de pipas.
infoLibre publica un extracto de La España del Seiscientos. Memoria de la generación de los sesenta (Catarata), de la historiadora Montserrat Huguet. En este breve volumen, la profesora de la Universidad Carlos III de Madrid centra su mirada en esa década que supuso el tránsito a una modernidad que parecía, sin embargo, retrasarse. Este no es un libro de historia, advierte la editorial, sino más bien una colección de estampas cotidianas, una especie de álbum familiar de una época que transformaría el país. El título estará disponible en librerías a partir del próximo 4 de noviembre.