'Guerrilla Lavapiés' de Daniel Campos

Daniel Campos ha sido corresponsal jurídico especializado en terrorismo y corrupción, trabajado en la realización de documentales y presentación de programas de televisión. Fue tres años director de Comunicación del Ministerio del Interior. En su libro Guerrilla Lavapiés, el testimonio real de un infiltrado en los movimientos antisistema de los 2000 (Península), el periodista cuenta la historia de un joven policía que se infiltra en el centro social El Laboratorio, base de operaciones de los movimientos okupas y antisistema en Lavapiés. Este relato, que podría parecer sacado de una novela de espías pero que es absolutamente real, sirve para capturar, través del testimonio de un desconocido agente encubierto, el retrato de una época cuyo escenario eran las calles de Gràcia o Lavapiés, pero también las de Génova y Seattle. Con este libro, Campos logra reconstruir no solo el origen de un movimiento que desafió las estructuras de poder —con jóvenes como Pablo Iglesias a la cabeza —, sino también la lucha que desde el Ministerio del Interior se llevó a cabo contra ellos, tratando aquella lucha social como otra forma más de terrorismo político.
infoLibre reproduce a continuación un fragmento de este libro:
CARLINI
Llegar a Génova es lo más parecido a llegar a una realidad distópica. Cruzan barrios residenciales absolutamente vacíos, calles desiertas jalonadas por establecimientos amurallados. Todas y cada una de las tiendas, supermercados, bares y cafeterías que se encuentran a su paso están protegidas por empalizadas y barras de hierro. La quietud latente del extrarradio solo se rompe por el paso de los autobuses, cargados de guerreros multicolores que se dirigen hacia el centro de la ciudad. Y por las motos, furgonas y tanquetas de los policías y de los carabinieri que hacen de checkpoints en unos suburbios vacíos. Absolutamente todas las calles que se dirigen al centro y al puerto de la urbe han sido taponadas con unas poderosas verjas metálicas de más de cuatro metros de alto. Varios helicópteros sobrevuelan, vigilantes. Hasta el recio conductor al que le ha tocado el último turno parece haberse embebido del ambiente, avanza despacio. Todos parecen contener el aliento. Pero la atmósfera se rompe de repente: oyen ruidos de tambores, los autobuses convergen hacia un punto repleto de vida. Llegan al Stadio Carlini.
«¡Joder!», suelta alguien. De entre tanta quietud, surge un hervidero de colores y sonidos, que les llama como una trampa para moscas. «¡Qué pasada!», dice Ana. Salen del autobús poco a poco, como desperezándose y asimilando lo que ven y lo que oyen. Se abren paso, entran en el estadio, se quedan boquiabiertos. Cientos, miles de jóvenes extravagantes y diversos pululan de aquí para allá, cargan material, llevan perolas de comida, se afanan en sus tareas logísticas, interactúan en decenas de idiomas, les sonríen. «Benvenuti a Genova!», Pablo Iglesias está ahí, con su coleta, sus piercings, sus gafas de rave al amanecer, con los brazos abiertos. Le rodean cual mesías varios discípulos italianos, que se han prestado a ayudar y acomodar a los madrileños. «¿Qué tal, sargento?», le da un abrazo a David. «¿Quiénes son todos estos?», le pregunta él a su vez mientras recorre en arco con la mano el horizonte, abarcando todo el estadio. «Estos, querido David, son nuestro ejército.»
A Arismendi siempre se le resisten las tiendas de campaña. «Espera, que te ayudo.» David clava las piquetas, la verdad es que esa tienda es cuando menos compleja, deberían convalidarte primero de Ingeniería Industrial solo por montarla. Por fin se yergue, una gota más en ese mar de tiendas y macutos que es el césped del estadio. «Si ricorda che l’assemblea dei Disobbedienti avrà luogo alle ore diciotto nella Tribuna Nord», la megafonía va dando mensajes e instrucciones. Lo del estadio, el Stadio Giacomo Carlini, es realmente impresionante, un alarde de logística y preparación que ni unos Juegos Olímpicos en Japón. Un espacio perfectamente preparado para alojar y mantener a cerca de 35.000 guerreros. Hay gente para todo, hay puestos con voluntarios para la comida, para el transporte, para el alojamiento. Es algo así como la cima histórica de la autogestión. «Esto es solo una parte, calculamos que para el sábado seremos trescientos mil», les indica Pablo, que ha vuelto a aparecer. «Trescientos mil contra ocho, por muy ricos que sean esos ocho», puntualiza.
«¿Te veo luego en la asamblea? ¿Sabrás llegar? Yo voy para allá ya, vente después del entrenamiento.» A Pablo le había sentado igual que si le cortasen el pelo la noticia que le había soltado David a bocajarro a las primeras de cambio, la del incidente con la Policía Nacional y la pérdida de todo el material. Pero ya se ha repuesto. «Claro», le responde David. El «entrenamiento» no es otra cosa que una especie de instrucción militar que se hace por grupos sobre el tartán de atletismo. Empujones, bloques unidos y compactos, como las legiones romanas, una piña infranqueable, avanzar, defender, golpear. Otro grupo, al lado, está practicando cómo retener por las piernas a aquellas personas que la policía trate de llevarse detenidas. Para ser los encargados de la resistencia pasiva, estos Disobbedienti se dan hostias como panes. En los bajos del estadio, cerca de la zona de vestuarios que se reparten por franjas horarias y nacionalidades para asearse, unos chicos sin camiseta están soldando unos grandes escudos de plexiglás a unos ruedines. Se van a chamuscar los pelos de los sobacos con las chispas que está soltando la radial, piensa David al verlos.
David ha llegado andando, sudando y casi sin perderse hasta lo alto del cerro, hasta el barrio residencial que domina por el este el puerto de Génova. Según se ha ido acercando, ha ido encontrado más policía, en esta zona hay agentes en cada esquina, te escudriñan inmóviles pero intimidantes. «Dicen que Berlusconi ha metido en la ciudad a cincuenta mil maderos», le explica Pablo, al que se acaba de encontrar. Más que en el socorro del siglo xvii, piensa David. Están en el verdadero centro neurálgico del movimiento social de Génova. Un ejército de perroflautas, activistas y solidarios de todo pelaje entra y sale, afanoso, de los dos edificios, la Escuela Armando Díaz y el instituto que le queda justo en frente. Muchos saludan a Pablo, en muchos idiomas. «Vamos primero a juntarnos con los de Barcelona, Euskal Herria y Zaragoza, que están en el Media Center, y luego nos cruzamos al colegio, a la asamblea.»
'Rusia contra el mundo', de Marc Marginedas
Ver más
«Esto es como el judo, debemos aprovechar la fuerza y la ferocidad del enemigo para hacerle trastabillar y caer con todo el ruido de su propio peso.» Quien acaba de lanzar esta aseveración con la rotundidad de un magistrado del Supremo es un tal Ibon, que marca mucho las erres al hablar. «Está claro que hay que hacer visible su violencia, compañeros, la violencia del Estado, del capitalismo, y utilizar su propia fuerza para derrotarlo», remata Pablo. Están en el instituto, en el Media Center, la base de operaciones de la gente de Indymedia para contar al mundo la batalla del siglo. David, sentado en el suelo, reconoce y saluda con la cabeza a varios de los de Zaragoza a los que conoció en el Raval. Buena gente. Están a la espera de que comience la gran asamblea multinacional en la escuela Díaz, del otro lado de la calle. Mientras están repasando sobre un plano de la ciudad la confluencia de todas las columnas que marcharán el sábado. Los movimientos y tácticas de todos los que han venido desde España. De todos los que han venido desde el Estado español, perdón.
El objetivo es claro: penetrar en la zona roja, el área de máxima seguridad, prácticamente todo el centro de Génova, donde se hospedarán, comerán, se darán la mano sonrientes ante los fotógrafos y se reunirán para decidir el futuro del mundo los ocho hombres de los ochos países más ricos del planeta. Es decir, Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Reino Unido y Rusia. Amén. Todavía quedan dos días para el G8, que se extenderá del sábado al domingo, pero el Ministero dell’Interno de Berlusconi ya ha dividido la ciudad en tres anillos: el verde, para la plebe; el amarillo, solo para los residentes; y el rojo, solo para los poderosos.
«Es igual que una fortaleza, una fortaleza medieval. Tenemos de un lado a los señores feudales, los injustos, que se encierran en sus propios fuertes, en las cumbres blindadas, a engordar con el sudor de todos…, y por el otro, al pueblo. Tenemos que representar ese enfrentamiento medieval, retratarles, armar al pueblo como a los guerreros del Medievo, con escudo, casco, armadura…» El romántico de turno es el abogado al que conocieron en Barcelona, Jaume Asens, que forma parte del equipo legal creado para la cumbre. Juan, el más mayor de todos los presentes, un jubilado de manos gruesas venido directamente del campo de Aragón, es el único que se atreve a hacer una advertencia, preocupado después de escuchar el reparto de roles para la manifestación. Y lo hace con su vozarrón de labriego: «Está muy bien todo esto de la fortaleza medieval y del judo, pero tenemos que tenerlo claro: si los de negro lo revientan todo, si convertimos esto en una guerra, habremos perdido. Quizá no para nosotros, pero sí a los ojos del mundo». Mucha gente le mira, incluidos «los de negro», no quieren verbalizar su desacuerdo por respeto a su edad y a su tono de voz, pero Juan remata, casi triste ante el ímpetu ciego de los más jóvenes, de los viciosos del caos: «Si caes en la guerra, has perdido. La guerra, a lo largo de la historia, ha sido siempre el arma del poderoso, con ella se carga de razones y emociones. Es su trampa».