'Rusia contra el mundo', de Marc Marginedas

El nuevo libro del periodista Marc Marginedas, Rusia contra el mundo, más de dos décadas de terrorismo de Estado, mafia y propaganda, ofrece un análisis necesario y exhaustivo del papel de Rusia desde su nacimiento en 1991 tras la caída de la Unión Soviética hasta la actualidad. Y busca la respuesta a la siguiente pregunta: ¿Qué sostiene este "imperio" que con los años ha derivado hacia el totalitarismo? Marginedas (Barcelona, 1967) ha sido corresponsal de El Periódico en Moscú y también reportero en la guerra de Irak (2003-2010), la guerra de Afganistán (2006-2010), la crisis de Darfur de 2004 y durante la ofensiva de Israel en el sur del Líbano en 2006.
infoLibre publica en exclusiva un extracto del capítulo nueve del libro, editado por Ediciones Península, que llega este miércoles 26 de febrero a las librerías:
A la caza del periodista y el cooperante: secuestros y ataques de precisión
Acostarse rodeado de guerrilleros yihadistas tumbados en colchones, junto a un guardián en la puerta armado con un fusil de asalto vigilando todos y cada uno de tus movimientos, hace imposible el reposo. A lo máximo a lo que puede aspirar uno es a dejarse llevar por un ligero duermevela, en una vigilia plagada de sobresaltos y desvelos. Y ello, pese a que el día anterior había sido intenso y agotador: interrogatorios, conversaciones que no llevaban a ninguna conclusión y un trato aceptable, aunque trufado de sutiles amenazas.
Aquellos combatientes que me retenían desde la media tarde del día anterior en un puesto avanzado del Estado Islámico para Irak y el Levante en el centro de Siria no guardaban similitud alguna con las katibas (‘brigadas’) que normalmente acogían y guiaban a los periodistas foráneos que se internaban en las zonas de Siria bajo control rebelde. Muchos de ellos eran extranjeros, de otros países árabes o venidos incluso del Cáucaso ruso, parecían mayores que los pipiolos soldados de reemplazo integrados en el Ejército Sirio Libre, estaban mejor alimentados, su destreza con el manejo de las armas era a todas luces superior y alternaban hostilidad con amabilidad, intercalando las buenas palabras con admoniciones nada veladas. Imposible establecer con ellos algún vínculo de complicidad.
Se trataba de mi tercer viaje a la Siria en guerra. Acababa de iniciarse el mes de septiembre de 2013, y dos días atrás, había llegado a las proximidades de la fortaleza bizantina de Qasr Ibn Wardan, cerca de la ciudad de Hama, de la mano del Ejército Sirio Libre (ESL), el grupo armado opositor que desde hacía dos años combatía al régimen del dictador sirio Bashar al-Ásad. Mi propósito era cubrir un eventual ataque norteamericano contra posiciones gubernamentales, que se preveía inminente, en respuesta al bombardeo con gas sarín por parte del régimen sirio en la periferia de Damasco a finales del mes anterior, en el que murieron cientos de personas y miles resultaron heridas.
Pero nada salió como estaba previsto. No solo el ataque estadounidense no se produjo, sino que acabé siendo capturado por la milicia. Justamente en un momento en que los yihadistas estaban imponiéndose en el seno del movimiento armado rebelde y estaban marginando a los sectores moderados de la oposición que pedían democracia, derechos humanos y la caída del régimen.
Al día siguiente de mi captura, en cuanto despuntó el sol, las perspectivas de una pronta liberación se desvanecieron definitivamente. A medida que las horas pasaban y la canícula estival se hacía sentir en la piel, iban desfilando por aquel edificio en medio del páramo un buen número de guerreros del ISIS, de aspecto taciturno y largas barbas. Era como si la noticia del apresamiento de un reportero español hubiera cundido entre las unidades de combatientes yihadistas de los alrededores, suscitando la curiosidad de los milicianos de la región. Todos los que pasaban por aquel lugar me miraban con una mezcla de huroneo y desdén, continuándose el debate, iniciado horas antes, sobre la suerte que yo debía correr.
Muchos de los sirios, situados en el escalafón inferior del organigrama de mando, se habían mostrado partidarios de mi liberación. Sin embargo, la discusión se zanjó a las pocas horas, hacia la media mañana, cuando llegaron al campamento dos fornidos combatientes, uno de los cuales había venido desde Rusia y se expresaba en el idioma de ese país con un fuerte acento del Cáucaso. Por la edad que tenían — ambos superaban la treintena— y el respeto que inspiraban entre la tropa, saltaba a la vista que eran el equivalente a comandantes regionales del ISIS, gentes con capacidad de decisión.
Todos los reporteros que trabajábamos en las zonas bajo control rebelde de Siria sabíamos que, a aquellas alturas de la guerra, el secuestro por parte de un grupo yihadista podía solucionarse de dos maneras: o con una liberación en las horas siguientes a la captura o con una retención de larga duración, llegándose a perder por completo el rastro del reportero. El instinto me empujó a intentar ganarme a aquellos dos mandamases, buscando suscitar su interés y hasta su piedad, para evitar el temido secuestro prolongado. Y opté por dirigirme al combatiente procedente de Rusia, en la equivocada creencia de que, si le hablaba en un lenguaje conocido por él, quizás mostraría mejor predisposición hacia mi persona y me dejaría marchar.
«Yo solo he venido a Siria a explicar al mundo exterior el sufrimiento de los civiles sirios; he venido antes dos veces, me han acogido las milicias del Ejército Sirio Libre; pregúnteles a ellos, nunca he tenido problemas», le intenté recordar, tras una corta conversación en la que había pretendido, sin éxito, congraciarme con él. «Tú has entrado dos veces anteriores a Siria y te ha salido bien; pero ahora te vamos a matar», me amenazó.
Me quedé de piedra, sin argumentos. Aquella era una respuesta de lo más chocante e inapropiada para aquel entorno y contexto. No había en su parlamento ninguna alusión a mi condición de cristiano, una circunstancia que, a ojos de un musulmán radical, podía llegar a constituir un impedimento para trabajar en Dar al-Islam (‘casa del Islam’), un lugar donde, según la cosmogonía de un extremista, residen los musulmanes y que se contrapone a Dar al-Harb (‘casa de la guerra’), donde el Islam puede y debe expandirse.
Sus palabras solo desprendían indignación por haber entrado en Siria en dos ocasiones de forma ilegal, prescindiendo de permiso o visado emitido por las autoridades de Damasco, como hacían los colegas que cubrían el conflicto desde el territorio controlado por el régimen de Bashar alÁsad, el presunto enemigo del Estado Islámico.
Mi cautiverio se prolongó durante seis meses, acabando una fría mañana invernal de marzo de 2014 en un puesto fronterizo turco al norte de Siria. Durante las primeras horas de mi captura, fui trasladado a toda prisa a Alepo, probablemente por el temor de mis secuestradores a que los rebeldes sirios moderados lanzaran una operación para liberarme. En la segunda ciudad del país, tras un mes confinado en solitario en un hospital reconvertido en prisión donde los presos sirios, muchos de ellos activistas en favor de la democracia, eran torturados salvajemente, fui enviado a una casa abandonada en la periferia de la ciudad, donde me encerraron en una celda con el resto de los periodistas extranjeros desaparecidos en los meses previos.
El secuestro fue una auténtica prueba de resiliencia para todos los confinados, entre los que nos encontrábamos periodistas y cooperantes de Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Italia, Alemania, Dinamarca y Bélgica, entre otros países. Tres yihadistas de origen británico, capitaneados por Mohamed Emwazi, conocido por la prensa como Jihadi John, asumieron el control de nuestro cautiverio entrado ya el otoño. Nos golpeaban de forma recurrente, nos trasladaban constantemente de sitio y apenas nos alimentaban.
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Tras esta calamitosa y traumática experiencia, una vez liberado, Oriente Próximo se convirtió, a los ojos de mis empleadores, en lo que los anglosajones denominan como una no go zone. Y por esta razón solicité a Enric Hernández, entonces director de El Periódico, que me enviara a Rusia, país en el que, como ya he explicado en el preámbulo de este libro, había trabajado como corresponsal durante cuatro años y medio a finales de los años noventa y principios de este siglo.
Pese a las apariencias, no se trataba de ninguna huida. Aquella inusual conversación en Siria con un yihadista llegado del espacio postsoviético, junto con otros extraños incidentes de los que fui testigo durante el cautiverio y en los que también estuvieron involucrados extremistas islámicos de habla rusa, habían azuzado mi curiosidad e impulsado mi deseo de regresar a Rusia, una decisión profesional que, dado el papel preponderante que estaba jugando el Kremlin en la guerra de Siria, tenía la virtud adicional de mantenerme en el mismo ámbito informativo que antes del secuestro.
Eso sí, había que extremar las precauciones. En los relatos que escribí para El Periódico y en la entrevista que concedí a Catalunya Ràdio sobre el secuestro al año exacto de mi liberación y semanas antes de instalarme en Moscú, decidí mencionar esta sospechosa conversación que me suscitaba muchos interrogantes, aunque nunca revelé que aquel extremista fuese, en realidad, un combatiente llegado de territorio ruso. La razón era simple: tenía que evitar a toda costa provocar vetos, suscitar sospechas o crearme problemas con las autoridades en mi nuevo destino moscovita. Ahora, fuera de Rusia, sin posibilidad alguna de regresar al que considero mi país de adopción mientras no se produzca un cambio político en la cúpula del Kremlin, ha llegado el momento de desvelar todo lo que sucedió en aquellas primeras y trascendentales horas como rehén del Estado Islámico.