Se podría decir que la preocupación por el cuidado del medioambiente no es algo “nuevo”. Parece que la sociedad es cada vez más consciente de la existencia de una crisis que nos afecta en el presente y que amenaza con impactar aún más en un futuro cercano. De la mano de esta preocupación llegan las preguntas sobre responsabilidad, culpabilidad o soluciones. Más que meras amenazas ambientales, económicas y sociales, este desafío nos interpela en un nivel ético profundo. Nos obliga a cuestionar nuestros valores, principios y responsabilidades como seres humanos.
La filosofía se lleva ocupando durante siglos de debates éticos y morales, que en la actualidad nos pueden servir para abordar la crisis climática. Y si hay un filósofo que destaca por sus reflexiones sobre moralidad y ética, ese es Kant. Está claro que entre los siglos XVIII y XIX no se preocupaban por la capa de ozono o por la contaminación de los mares. Sin embargo, hay algo en el pensamiento de este filósofo que puede resultarnos muy actual. En primer lugar, era clara su admiración por la naturaleza. En el colofón que cierra su famosa Crítica de la razón práctica, Kant recogía las dos pasiones que inundaron su ánimo de admiración: “el cielo estrellado que vislumbramos sobre nuestras cabezas y la ley moral con que nos encontramos dentro de nuestro fuero interno”. Esto es para Carlos Javier González Serrano, profesor de filosofía, una declaración de intenciones.
Es ciertamente improbable que Kant pudiera haber imaginado las circunstancias que enfrentamos en la actualidad, pero González tiene claro que este pensador no vería con buenos ojos la explotación de la naturaleza que llevan a cabo algunas empresas. El filósofo no lo diría de esta manera, sino que su consejo (conocido como imperativo categórico) sería algo más parecido a “obra de tal manera que la máxima de tu conducta pueda convertirse en ley universal”. De esta manera, Kant nos vendría a decir que talar árboles de manera masiva, verter químicos al mar o emitir gases contaminantes no serían acciones que querríamos como leyes universales, y por lo tanto no deberíamos llevarlas a cabo.
Irene Gómez-Olano, redactora de FILOSOFÍA&Co explica cómo Kant “plantea una moral en la que lo que hacemos no puede ser bueno en algunas ocasiones y malo en otras, sino que tenemos que intentar que siempre sea bueno”. De esta manera, “si consideramos que contaminar es algo malo, cualquier acción que nos lleve a contaminar o destruir el planeta sería indeseable”. El pensamiento kantiano nos llevaría a examinar (y puede que modificar) nuestros comportamientos para que sean coherentes con este principio ético universalizable.
Las personas, tanto físicas como jurídicas, nos encontramos en muchas ocasiones en la dicotomía de elegir entre hacer lo moralmente correcto o lo que nos beneficia. De hecho, estas decisiones se complican cuando parecen ser excluyentes. González ve así una contraposición entre las voluntades particulares y el “imperativo ecológico” que podría defender Kant. Considera plausible imaginar que el filósofo nos recordaría la importancia de anteponer los intereses comunes de la comunidad por encima de los intereses individuales. La ética kantiana nos insta a considerar el bienestar colectivo y a buscar soluciones que beneficien a todos, universalizando nuestras acciones.
Si Platón y Aristóteles hubieran vivido el cambio climático “dirían que habría que recurrir al primer motor, a Dios, a algo exterior”, según imagina Manuel Ángel Fernández, profesor de filosofía en la Universidad de Oviedo. Sin embargo, Kant se acerca más a nuestro pensamiento actual porque él se apoyaría en la “ciencia, en la racionalidad humana”, considerando que es “lo único que nos puede salvar”.
La filosofía, como en tantas ocasiones, no escapa a las contradicciones, y este caso no es una excepción. Según Victoria De Julián, periodista y profesora de filosofía, el uso de la ética kantiana como guía de acción frente a la crisis climática plantea aspectos conflictivos. De Julián explica que Kant “jamás jamás prescribiría una acción concreta como ‘reduce el plástico o no consumas tanta agua’, por muy universalizables que fueran estas acciones, porque esto sería una ética material y heterónoma”, nos estarían imponiendo qué hacer, y esto es algo con lo que el pensador no estaba de acuerdo.
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Además, De Julián cuestiona que Kant viera todas las medidas ecológicas como universalizables y buenas en sí mismas. Se pregunta, por ejemplo, si reducir el plástico es algo bueno per se o si solo lo es porque reduce la huella de carbono. Este sería un caso de imperativo hipotético (que se contrapone al categórico y por lo tanto no es deseable) en el que “una acción solo es buena porque produce consecuencias”.
El filósofo tampoco se caracterizó por hacer una defensa férrea de la naturaleza. A pesar de que manifestó en varias ocasiones su admiración hacia ella, la consideraba desde luego “un medio para un fin”, supeditado a los intereses de las personas, como recuerda De Julián. Hoy en día estas afirmaciones chocan con el pensamiento ecológico y sostenible actual, que trata de hacer ver la importancia de cuidar el medio en el que vivimos.
Las enseñanzas de Kant ofrecen tanto inspiración como paradojas al abordar la crisis climática. Puede que haya aspectos de su filosofía que podamos usar como bandera ante la crisis climática, al mismo tiempo que nos podemos servir de sus palabras para hacer uso de los recursos naturales a nuestro antojo. Aún así, a pesar de las diferencias de interpretación y de los siglos que han pasado, hay algo que sigue siendo actual en su filosofía: su capacidad de inspirar reflexiones y debates sobre la ética y la moral.
Se podría decir que la preocupación por el cuidado del medioambiente no es algo “nuevo”. Parece que la sociedad es cada vez más consciente de la existencia de una crisis que nos afecta en el presente y que amenaza con impactar aún más en un futuro cercano. De la mano de esta preocupación llegan las preguntas sobre responsabilidad, culpabilidad o soluciones. Más que meras amenazas ambientales, económicas y sociales, este desafío nos interpela en un nivel ético profundo. Nos obliga a cuestionar nuestros valores, principios y responsabilidades como seres humanos.