Infiltrado en el KKKlan es la historia de un retorno y de una permanencia.
El retorno es la vuelta a primera línea de Spike Lee después de un largo periodo de indiferencia, o incluso de olvido. Infiltrado en el KKKlan (el 31 en los cines españoles) obtuvo el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes. En los Estados Unidos, donde se estrenó a principios de agosto, suscita a la vez entusiasmo y discusión. Ninguna de las empresas del cineasta afroamericano ha atraído una atención semejante desde Plan oculto (2006), bello filme de atracos post 11 de septiembre.
La permanencia es la del racismo, cuyas formas, pretende mostrar Lee, siguen siendo las mismas. Lo que este racismo era a finales de los años setenta, momento en que se sitúa la acción de Infiltrado en el KKKlan, lo era ya hace un siglo, en la época de los linchamientos y de El nacimiento de una nación, famosa película de D.W. Griffith. Y lo es todavía hoy, más o menos —o más más que menos— en la era de la presidencia de Donald Trump y de la violencia de Charlottesville.
Infiltrado en el KKKlan presenta por tanto una interesante mezcla entre lo que es siempre igual y lo diferente.
Siempre igual, el arte de Lee, nacido a finales de los ochenta, para ser a la vez agresivo y coolcool. Querer componer imágenes que choquen tanto que pretendan alcanzar la belleza. Emplearse con el mismo impulso en celebrar la iconografía negra estadounidense y en perforar las ideas preconcebidas y los clichés. En suma, ser inseparablemente político y sexy. Obrar a la vez según los cánones de Hollywood y los de la agit-prop, aún a riesgo de no molestarse siquiera por la sutileza y aunque tenga que inclinarse de vez en cuando hacia la demagogia.
Diferente también este arte, porque se reanuda con una actualidad tras la que había corrido estos últimos años, y porque se dota hoy tanto de nuevos cuerpos como de nuevas referencias. Es en efecto el joven John D. Washington, hijo de Denzel, quien interpreta al policía negro infiltrado en el seno del KKK. Es el pálido Adam Driver, al que se ve por todas partes desde hace dos o tres años sin que genere hartazgo, quien interpreta a su compañero. Y es uno de los actores emblemáticos de The Wire,Isiah Whitlock Jr., quien abre el baile dándole la bienvenida —por decir algo— al primer miembro afroamericano de la policía de Colorado Springs.
Siempre igual el racismo, del comienzo del siglo XX hasta nuestros días. Este supremacismo blanco que Infiltrado en el KKKlan denuncia y vuelve ridículo existía antes de la misión real que inspiraría un libro —y luego una película— y siguió existiendo después. Y también de forma distinta: el hijo de la cultura pop que es Spike Lee no hace solo una comedia crítica, según su costumbre, también bebe de distintas fuentes político-artísticas, que van del cine mudo a la serie, pasando por la buddy movie y, más allá, la blaxpoitationblaxpoitation, el movimiento que, a lo largo de los mismos años setenta, proponía fabricar un nuevo heroísmo negro en el seno de las formas del cine de género.
Podríamos seguir describiendo Infiltrado en el KKKlan a modo de inventario. Figurarían en él tanto el actor y cantante Harry Belafonte, pionero de la lucha por los derechos civiles convertido en un maravilloso anciano que sabe llevar hasta las lágrimas a un auditorio solo con el timbre de una voz sin embargo gastada, como el montaje paralelo cuyos recursos ambiguos Griffith sería el primero en demostrar. Y está claro que este inventario puede entenderse de dos formas.
Se puede recibir con los brazos abiertos como el capricho de un cineasta para quien el combate político no ha sido nunca incompatible con un gusto por imágenes de todo tipo. Podríamos percibir en él cierto oportunismo que traiciona las vacilaciones de quien, por miedo de que su fábula no sea recibida al cien por cien, prefiere disparar desde todos los ángulos y decir las cosas tres veces, mejor que una. Podríamos admirar la tentativa ambiciosa de abrazar en apenas más de dos horas un siglo de discriminaciones. O leer, al contrario, la incapacidad de anclar lo suficiente su propósito como para que tenga un peso real.
Ya sea por amplitud de miras y generosidad, ya sea por cálculo, el cineasta siente la necesidad, para no rozar a nadie fuera de las dianas designadas, de equilibrar el drama con comedia, historia con presente, lucha con amor, el posible reproche de radicalidad por guiños cómplices.
La recepción de Cannes de Infiltrado en el KKKlan, su éxito en Estados Unidos, las reacciones de numerosos espectadores a la salida de las salas hablan, obviamente, a favor de la primera hipótesis: el cineasta tiene razón en mezclar todo, porque es mezclando todo como ha encontrado la manera de hacerse oír. ¿Quiere decir esto que la segunda hipótesis no se tiene en pie? No lo creo. Hay demasiadas cosas en el filme, demasiada voluntad de gustar y de convencer al mismo tiempo. Demasiado miedo a que logrando una cosa se pierda la otra. La generosidad es una cosa, la confusión es otra. Y la primera no exige necesariamente la segunda.
Es todavía más cierto cuanto que es en favor de otro elemento que Infiltrado en el KKKlan muestra la película que podría haber sido. Menos estruendosa, sin duda. Pero no menos convincente ni fuerte. Me explico. Es poco probable que se le escape a nadie que la diana de Infiltrado en el KKKlan es casi tanto el antisemisitismo como el racismo.
Flip, el colega interpretado por Driver, es judío, y es a él a quien le toca infiltrarse en persona en el KKK, mientras que Ron Stallworth (Washington) debe conformarse con conversaciones telefónicas —a menudo graciosas—con los cretinos del Klan. Podríamos detenernos aquí en el hecho de que, a este respecto, el título es mentiroso, no siendo el infiltrado el que creemos. Pero hay algo más importante.
Por una parte está claro que Spike Lee, decididamente preocupado por no ser pillado en falta por ningún sitio, ha querido responder aquí a las acusaciones de antisemitismo de las que ha sido objeto regularmente a lo largo de su carrera. Por otra parte, y de manera más sorprendente, Infiltrado en el KKKlan demuestra en este capítulo una finura por la que no se preocupa, desgraciadamente, en materia de racismo.
No solo Adam Driver está excelente, como de costumbre, sino que se diría que actúa en otra película: ni muecas ni esos efectos tan numerosos, Flip no ofrece nada de esto a lo largo de las escenas donde debe escuchar los argumentos e insultos del KKK. No es que sea indiferente a lo que dicen. Es más bien que acepta unirse a una investigación por una causa que es la de su compañero y no la suya. Necesitará por lo tanto un cierto tiempo antes de que admita sentirse personalmente concernido.
Pasa entonces algo curioso. La mejor escena de Infiltrado en el KKKlan es la menos spikiana: se trata de aquella en la que Flip, apenas religioso, confiesa no haber pensado nunca en lo que ser judío significa para él, hasta que debe tratar con hombres que practican tanto el racismo como el antisemitismo. Momento formidable, y que lo es todavía más porque Lee parece ponerlo en escena sin darse cuenta.
Ver másDos vigilantes asestan una paliza a un hombre negro en una estación de Madrid
No sé si se debe extraer de golpe una lección de esta escena, pero si hay alguna, se impone. Ese sentimiento de extrañeza —para los otros como para sí mismo—, que pasa a través de Driver, esta mirada sobre un asunto que el cineasta no se apresuraría a reconocer como suyo, es lo que le falta a Infiltrado en el KKKlan. ____________
Traducción: Clara Morales
Lee el texto en francés:
Ver contenido completo aquíInfiltrado en el KKKlan es la historia de un retorno y de una permanencia.