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Lautrec según Picasso

Cuando Pablo Ruiz Picasso pisó París por primera vez tenía 19 años y aún no había descubierto ni la firma con la que rasgaría la esquina de sus cuadros. En ese mismo año de 1900, Henri de Toulouse-Lautrec había sido ya vencido por el alcoholismo y la sífilis: la muerte llegaría solo un año después. El joven pintor llamado a cambiar para siempre el arte occidental y el artista ya consagrado a sus 36 años jamás llegarían a encontrarse físicamente, pero Picasso recorría los cafés y los cabarés persiguiendo el verde absenta y los bailes pintados por el maestro. Las similitudes entre las primeras piezas del malagueño y los lienzos del francés no se habían escapado a la crítica, pero sí al museo. Picasso/Lautrec, en el Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 21 de enero, es la primera exposición que las estudia, a través de 112 obras provenientes de unas sesenta instituciones. 

Las piezas expuestas van, para Picasso, de 1899 a 1972, un año antes de su muerte; y, para Toulouse-Lautrec, de 1882 a 1900. Aunque se cubren siete décadas de trayectoria del malagueño, las obras de sus primeros años copan el conjunto. Lo mismo sucede con el francés: los años noventa del siglo XIX, época de esplendor final antes del zarpazo de la enfermedad, son los más representados. Podría parecer, de alguna manera, que Picasso toma el testigo. "Él vio en seguida que Lautrec era una persona que había dado una respuesta a un mundo nuevo, más cercano al siglo XX que al XIX", apunta Paloma Alarcó, jefa de conservación de pintura moderna del museo y comisaria de la muestra junto a Francisco Calvo Serraller, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid.

La conexión les parece tan obvia que casi han prescindido de la palabra para guiarla. En cada una de las cinco secciones que conforman la exposición —"Bohemios", "Bajos fondos", "Vagabundos", "Ellas" y "Eros recóndito"—, una frase suelta de Gertrude stein o de Baudelaire son la única guía al visitante. Porque la primera sala ejerce en sí misma de justificación de la propuesta. Ahí está Jane Avril (1891-1892), de Lautrec, y ahí Busto de mujer sonriente (1901), de un irreconocible Picasso. Si Lautrec había pintado En el café: el cliente y la cajera anémica en 1898, gouache sobre cartón, Picasso atacaba Los clientes en 1901, óleo sobre cartón. No es extraño que, como recoge Alarcó en el catálogo, Max Jacob o Guillaume Apollinaire se rieran de su joven amigo español al grito de "Encore trop Lautrec!" ("¡Todavía demasiado Lautrec!"). 

 

Aunque la muestra es tan ilustrativa sobre la obra de un artista como sobre la del otro, la comparación se apareció a Alarcó y Calvo mientras pensaban cómo abordar una retrospectiva sobre Lautrec, un artista "con el que se ha hecho de todo". La penúltima muestra, la brasileña Toulouse-Lautren em vermelho, que ha mostrado hasta el 1 de octubre algunas de las obras que exhibe ahora el Thyssen, solo dos años después de la celebración del 150º aniversario de su nacimiento. Los comisarios de han apoyado en la mirada de Picasso para distinguirse: "Picasso ve en él un pintor muy avanzado a su tiempo, un pionero de determinadas fórmulas artísticas, en la utilización de las artes gráficas...", señala Alarcó. Un punto de vista que considera refrescante en comparación a "esa visión demasiado biográfica" que se suele dar sobre el francés, marcada por su 1,52 metros de altura debidos a una enfermedad congénita y a su relación personal con la prostitución y el alcohol. 

El Lautrec que se ve a través de los ojos de Picasso es el de un artista de formación poco ortodoxa, interesado en materiales considerados pobres, como el pastel, el lápiz o la tinta. El uso de la litografía y su diseño de cartelería fascinó al artista español, que, aún en Barcelona, y habiendo conocido sus trabajos a través de Ramon Casas y Santiago Rusiñol, se lanza a componer carteles, entre los que la muestra recoge tres. "Donde el arte de Lautrec fue verdaderamente arriesgado y radical fue en los carteles", reivindica Alarcó, "esas siluetas y sombras, esas figuras abstraídas y sintéticas...". Los colores planos y las formas esquemáticas quedarán luego en la obra del malagueño. 

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El Museo Thyssen reúne así a dos grandes ejemplos de lo que su director artístico, Guillermo Solana, considera autores best-sellers: los "clásicos modernos". "Cada periodo se reduce a un par de artistas, y cada artista a un par de obras", criticaba en una entrevista para este periódico. Estos son, sin duda, el "par de artistas" de un periodo, última esperanza del centro para salvar un año bastante mejorable: durante el primer semestre, el museo recibió un 28% menos de público. Las piezas mostradas, cuyo transporte ha costado 770.000 euros, no son sin embargo los grandes hits de sus creadores, a excepción quizás de La toilette  y la cartelería de Lautrec —Aristide Bruant o Moulin Rouge—, y los dibujos preparatorios para Las señoritas de Aviñón de Picasso. Una pareja se detenía, en la mañana del miércoles, ante el tapiz de René y Jacqueline Dürrbach que reproducía en 1958 el famoso cuadro. "¡No es el original!", decían, entre sorprendidos y ultrajados.

El tapiz estaba colgado en el estudio del artista en La Californie, su casa de Cannes, como atestiguan las fotografías de Edward Quinn de 1960. Bajo la tela se aprecia una fotografía de Lautrec realizada por Paul Sescau en 1894. Es la mejor evidencia de que la influencia del francés se extendería a lo largo de toda la carrera del pintor cubista. Las últimas dos últimas salas demuestran "una sintonía conceptual, simbólica" menos evidente que en las primeras, donde los trazos de Picasso persiguen de manera clara los de Lautrec. En la sección "Ellas", este dibuja a las mujeres en sus actividades cotidianas desde una distancia prudencial, mientras que las obras del malagueño, aun tempranas, tienen ya un aire oscuro. En "Eros recóndito", la carnalidad de Lautrec choca con la violencia de Picasso. Pero ahí está La grosse Maria, venus de Montmartre, del primero, tan desafiante y audaz como Venus y Cupido, pintada por Picasso más de 80 años después.  

Cuando Pablo Ruiz Picasso pisó París por primera vez tenía 19 años y aún no había descubierto ni la firma con la que rasgaría la esquina de sus cuadros. En ese mismo año de 1900, Henri de Toulouse-Lautrec había sido ya vencido por el alcoholismo y la sífilis: la muerte llegaría solo un año después. El joven pintor llamado a cambiar para siempre el arte occidental y el artista ya consagrado a sus 36 años jamás llegarían a encontrarse físicamente, pero Picasso recorría los cafés y los cabarés persiguiendo el verde absenta y los bailes pintados por el maestro. Las similitudes entre las primeras piezas del malagueño y los lienzos del francés no se habían escapado a la crítica, pero sí al museo. Picasso/Lautrec, en el Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 21 de enero, es la primera exposición que las estudia, a través de 112 obras provenientes de unas sesenta instituciones. 

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