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'Sobre la libertad'

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Timothy Snyder

La libertad es el gran compromiso estadounidense, pero, como argumenta Timothy Snyder en esta obra, hemos perdido de vista lo que significa, y esto nos está llevando a la crisis. Demasiados de nosotros vemos la libertad como la ausencia de poder estatal. Creemos que somos libres si podemos hacer y decir lo que nos plazca, y protegernos de las extralimitaciones del gobierno. Pero la verdadera libertad no es tanto la libertad de, como la libertad para: la libertad para prosperar, para arriesgarnos por futuros que elegimos trabajando juntos. La libertad es el valor que hace posibles todos los demás valores.

Basándose en la obra de filósofos y disidentes políticos, en conversaciones con pensadores contemporáneos y en sus propias experiencias, Snyder identifica las prácticas y actitudes –los hábitos mentales– que nos permitirán diseñar un gobierno en el que nosotros y las generaciones futuras podamos prosperar. Llegamos a apreciar la importancia de las tradiciones, pero también el papel de las instituciones. Este libro ayuda a forjar un nuevo consenso arraigado en una política de abundancia, generosidad y gracia.

infoLibre publica el prefacio del nuevo ensayo del historiador y profesor de Yale Timothy Snyder, editado por Galaxia Gutenberg y que llega este mismo jueves, 30 de octubre, a las librerías. Snyder, que fue el colaborador más estrecho del también historiador Tony Judt, es autor de, entre otros libros, Sobre la tiranía o El camino hacia la no libertad.

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Prefacio

«¿Qué le ha parecido?», me preguntó María, sonriendo, con un vestido claro, mientras yo me agachaba para pasar por la puerta de su ordenada cabaña y salir a la luz del sol en medio de los escombros. «¿Todo está como debería?». Lo estaba. Sus alfombras y sus mantas, diseñadas con bonitas pautas rectilíneas, me recordaban la pintura futurista ucraniana. Los cables que conectaban la casa al generador estaban pulcramente dispuestos, y las garrafas de agua estaban al alcance de la mano. Un grueso libro abierto descansaba sobre su cama.

Delante de su vivienda metálica, un alojamiento provisional facilitado por una organización internacional, había unos jerséis de lana secándose en la cuerda de la ropa. Un bonito cajón de madera, forrado de fieltro, reposaba sobre un banco, como una caja de Pandora abierta. Cuando alabé aquel cajón, María me lo ofreció como regalo. Era un solitario vestigio de su casa, que estaba justo delante de nosotros, en ruinas a causa de las bombas y los proyectiles de artillería. Levantó la vista nerviosamente para mirar un avión que pasaba por allí. «Ha pasado de todo», dijo suspirando, «y nada de lo ocurrido era necesario».

Al igual que todas las casas del pueblo, la de María fue destruida durante la invasión rusa de Ucrania. Posad Pokrovske, en el extremo sur del país, se encontraba en los márgenes del avance ruso. El pueblo está rodeado de campos de girasoles en esta fértil región. El Ejército ucraniano hizo retroceder a las tropas rusas hasta que el pueblo quedó fuera del alcance de su artillería a finales de 2022, y gracias a ello ya era seguro regresar, o ir de visita, como estoy haciendo yo ahora, en septiembre de 2023.

Sentado en el banco y escuchando a María, pienso en la libertad. El pueblo, podría decirse, ha sido liberado. Y su gente, ¿es libre?

No cabe duda de que algo terrible ha desaparecido de la vida de María: la amenaza cotidiana de una muerte violenta, una ocupación a manos de torturadores y asesinos. Pero ¿es eso, eso siquiera, una liberación?

María tiene ochenta y cinco años y vive sola. Ahora que tiene su linda casita, sin duda es más libre que cuando carecía de un techo bajo el que cobijarse. Eso ha sido gracias a que sus familiares y algunos voluntarios acudieron para echarle una mano. Y porque un gobierno ha actuado, un gobierno al que ella se siente vinculada a través de su voto. María no se queja de su propia suerte. Se echa a llorar cuando habla de los difíciles retos a los que se enfrenta el presidente de su país.

La palabra ucraniana desocupación, que estamos empleando ella y yo al conversar, es más precisa que la convencional liberación. Nos invita a considerar qué podríamos necesitar, al margen de la eliminación de la opresión, para tener libertad. Al fin y al cabo, hace falta cierto esfuerzo para conseguir que una mujer mayor se encuentre en condiciones de recibir visitas y cumplir dignamente con las interacciones normales de una persona. Me resulta imposible imaginar a María siendo verdaderamente libre sin una casa de verdad, con un sillón, y sin tener el camino despejado y así poder llegar hasta la carretera con su andador.

La libertad no es sólo la ausencia del mal sino la presencia del bien.

El sur de Ucrania es estepa; el norte de Ucrania es bosque. Al visitar una ciudad desocupada en el norte del país tuve pensamientos parecidos sobre la libertad. Después de dejar a mis hijos en unos agradables colegios de New Haven (Connecticut), viajé hasta el edificio de una escuela abandonada en Yahidne, que los ocupantes rusos habían convertido en un pequeño campo de concentración. Durante casi todo el tiempo que el pueblo estuvo ocupado, los rusos mantuvieron hacinados a 350 civiles, la totalidad de la población, en el sótano del colegio, una estancia de menos de doscientos metros cuadrados. Había setenta niños, y el más pequeño era un bebé.

Yahidne fue desocupada en abril de 2022, y yo la visité en septiembre de ese año. En la planta baja, los soldados rusos habían destrozado el mobiliario. Dejaron tras de sí pintadas deshumanizadoras sobre los ucranianos. No había electricidad. Con la ayuda de la luz de mi teléfono conseguí llegar al sótano y examiné los dibujos de los niños en las paredes. Pude leer lo que habían escrito («No a la guerra»); más tarde mis hijos me ayudaron a identificar los personajes (como por ejemplo, un Impostor del juego Among Us).

Junto al marco de una puerta había dos listas, escritas en tiza, con los nombres de los fallecidos: a un lado, los ejecutados por los rusos (de los que, por lo que pude entender, había diecisiete); al otro lado, los que murieron por agotamiento o enfermedad (de los que, por lo que pude entender, había diez).

Cuando llegué a Yahidne, los supervivientes ya no estaban en el sótano. ¿Eran libres?

Una liberación sugiere una aflicción que se ha desvanecido. Pero los adultos necesitan ayuda, los niños un colegio nuevo. Es importantísimo que la ciudad ya no esté ocupada. Pero sería un error poner fin a la historia de Yahidne cuando los supervivientes salieron del subsuelo, igual que sería un error poner fin a la historia de Posad Pokrovske cuando cesaron los bombardeos.

El caballero responsable de las llaves del colegio de Yahidne pidió ayuda para construir un parque infantil. Podría parecer un deseo extraño, en medio de una guerra de destrucción. Los rusos matan a los niños con misiles, y los raptan para asimilarlos. Pero la ausencia de tales crímenes no basta; la desocupación no basta. Los niños necesitan lugares donde jugar, correr y nadar, para practicar ser ellos mismos. (2) Un niño no puede crear un parque ni una piscina. La alegría de la infancia es descubrir ese tipo de cosas en el mundo. Hace falta un trabajo colectivo para construir estructuras de libertad, tanto para los jóvenes como para los ancianos.

Vine a Ucrania durante la guerra, mientras escribía este libro sobre la libertad. Aquí su argumento es palpable, dondequiera que uno vaya. Un mes después de que Rusia invadiera Ucrania, hablé con algunos parlamentarios ucranianos: «Elegimos la libertad cuando no salimos huyendo». «Estamos luchando por la libertad». «La opción es la libertad en sí».

Y no sólo lo decían los políticos. Cuando hablaba, durante la guerra de Ucrania, con los soldados, con las viudas y los agricultores, con los activistas y los periodistas, escuchaba la palabra libertad una y otra vez. Era interesante cómo la utilizaban. Con gran parte de su país bajo una ocupación genocida, los ucranianos parecían tener buenas razones para hablar de la libertad como liberación de algo, como ausencia del mal. Nadie lo hacía.

Cuando yo les preguntaba qué entendían por libertad, ninguna de las personas con las que hablaba especificaba la libertad del dominio ruso. Un ucraniano me dijo: «Cuando decimos libertad, no queremos decir “libertad respecto a algo”». Otro definía la victoria como victoria «para algo, no contra algo». Los ocupantes se habían interpuesto en el camino de una sensación de que el mundo se estaba abriendo, de que la siguiente generación iba a tener una vida mejor, de que las decisiones que se tomaban entonces serían importantes en los años venideros.

Era esencial eliminar la represión, conseguir lo que los filósofo llaman «libertad negativa».3 Pero la desocupación, la eliminación del daño, sólo era una condición necesaria para la libertad, no la libertad en sí. En un centro de rehabilitación, un soldado me dijo que la libertad tenía que ver con que todo el mundo tuviera la oportunidad de hacer realidad sus aspiraciones después de la guerra. Un veterano que estaba a la espera de una prótesis decía que la libertad sería una sonrisa en la cara de su hijo. Un joven soldado de permiso decía que la libertad tenía que ver con los hijos que él quería tener. Su comandante, Valeriy Zaluzhny, me dijo, en las dependencias ocultas de su Estado Mayor, que la libertad significaba una vida normal con perspectivas.

La libertad era un futuro en el que algunas cosas seguirían igual y otras irían a mejor. Era la vida expandiéndose y creciendo.

En este libro pretendo definir la libertad. La tarea empieza rescatando la palabra del exceso de uso y de su abuso. Me preocupa que, en mi propio país, Estados Unidos, hablemos de la libertad sin pararnos a pensar qué es. Los estadounidenses a menudo la entienden como la ausencia de algo: de la ocupación, de la opresión o incluso del Estado. Creemos que una persona es libre cuando el Estado se quita de en medio. Para nosotros la libertad negativa es de sentido común.

Desde luego, resulta tentador pensar en la libertad como nosotros contra el mundo, que es lo que nos permite hacer el concepto de libertad negativa. Si el único problema son las barreras, nosotros debemos de estar haciéndolo todo bien. Eso nos hace sentir bien. Pensamos que seríamos libres de no ser por un mundo exterior que nos perjudica. Pero ¿la eliminación de algo en el mundo de verdad bastaría para liberarnos? ¿No es igual de importante, o acaso más importante, añadir cosas?

Si queremos ser libres tendremos que afirma , no sólo negar. A veces tendremos que destruir, pero lo más normal es que tengamos que crear. Y casi siempre necesitaremos adaptar el mundo y adaptarnos nosotros mismos, basándonos en lo que sabemos y lo que valoramos. Necesitamos unas estructuras, únicamente las más adecuadas, tanto morales como políticas. La virtud es una parte inseparable de la libertad.

«Los muros de piedra no hacen una cárcel / ni los barrotes de hierro una jaula», así dijo el poeta. A veces sí las hacen, y a veces no. La opresión no es sólo la obstrucción sino la intención humana que hay detrás. En la ciudad ucraniana de Donetsk, una fábrica abandonada se convirtió en un laboratorio de arte; bajo la ocupación rusa, ese mismo edificio se convirtió en un centro de tortura.5 El sótano de un colegio puede ser un campo de concentración, como en Yahidne.

En ese sentido, los primeros campos de concentración nazis estaban en los bares, los hoteles y los castillos. El primer campo permanente, Dachau, estaba en una fábrica abandonada. Auschwitz había sido una base militar polaca concebida para defender al pueblo de un ataque alemán. Kozelsk, un campo de prisioneros de guerra de la Unión Soviética donde custodiaban a los oficiales polacos antes de su ejecución, había sido un monasterio7 –el mismo donde Fiódor Dostoyevski, en Los hermanos Karamázov, sitúa el diálogo con la famosa pregunta: ¿Si Dios ha muerto, todo está permitido?

No hay ninguna fuerza mayor que nos haga libres, ni tampoco la ausencia de tal fuerza mayor. La naturaleza nos da la posibilidad de ser libres, nada menos, nada más. Nos dicen que «nacemos libres»: mentira. Nacemos berreando, unidos a un cordón umbilical, embadurnados con la sangre de una mujer. Que lleguemos a ser libres depende de los actos de los demás, de las estructuras que posibilitan esos actos, de los valores que animan esas estructuras –y sólo entonces de una chispa de espontaneidad y de la valentía de nuestras propias decisiones.

Las estructuras que entorpecen o posibilitan son físicas y morales. Nuestra forma de hablar de la libertad y de pensar en ella es importante. La libertad empieza por desocupar nuestra mente de ideas equivocadas. Y hay ideas acertadas e ideas equivocadas. En un mundo de relativismo y de cobardía, la libertad es el absoluto entre los absolutos, el valor de valores. No es porque la libertad sea la única cosa buena ante la que deben plegarse todas las demás. Es porque la libertad es la condición en que todas las cosas buenas pueden fluir dentro de nosotros y entre nosotros.

Y tampoco es porque la libertad sea un vacío que deja un Dios muerto o un mundo vacuo. La libertad no es una ausencia sino una presencia, una vida en las que asumimos múltiples compromisos y hacemos realidad una serie de ellos en este mundo. Las virtudes son reales, tan reales como un cielo estrellado; cuando somos libres, las aprendemos, las exhibimos, les damos vida. A lo largo del tiempo, las virtudes que elegimos nos definen como personas de voluntad y de individualidad.

Cuando presuponemos que la libertad es negativa, que es la ausencia de esto o aquello, presuponemos que eliminar una barrera es lo único que tenemos que hacer para ser libres. Para esa forma de pensar, la libertad es la condición por defecto del universo, que nos viene dada por alguna fuerza mayor cuando le dejamos el camino libre. Eso es ingenuo.

A los estadounidenses nos dicen que la libertad nos la dieron nuestros Padres Fundadores, nuestro carácter nacional o nuestra economía capitalista. Nada de eso es verdad. La libertad no puede darse. No es un legado. Decimos que Estados Unidos es un «país libre» pero ningún país es libre. Al advertir una diferencia entre la retórica de los opresores y la de los oprimidos, el poeta disidente eritreo Y. F. Mebrahtu afirma que «ellos hablan del país, nosotros hablamos de la gente». Sólo las personas pueden ser libres. Si creemos que algo nos hace libres, nunca nos enteraremos de lo que debemos hacer. Desde el momento que uno cree que la libertad es dada, esta desaparece.

Los estadounidenses tendemos a pensar que la libertad consiste en quitar cosas de en medio, y que el capitalismo realiza esa tarea por nosotros. Es una trampa creer en esa o en cualquier otra fuente exterior de libertad. Si asociamos la libertad con unas fuerzas exteriores, y alguien nos dice que el mundo exterior plantea una amenaza, sacrificamos la libertad en aras de la seguridad. Eso tiene sentido para nosotros, porque en nuestros corazones ya no somos libres. Creemos que se puede intercambiar libertad por seguridad. Eso es un error mortal.

La libertad y la seguridad trabajan juntas. El preámbulo de la Constitución de Estados Unidos declara que «las bendiciones de la libertad» deben perseguirse junto con «el bienestar general» y «la defensa común». Hay que tener libertad y seguridad. Para que las personas sean libres, tienen que sentirse seguras, sobre todo en su infancia. Deben tener la posibilidad de conocerse entre ellas y de conocer el mundo. Después, a medida que llegan a ser personas libres, deciden qué riesgos asumir y por qué razones.

Cuando Rusia invadió Ucrania, el presidente Volodímir Zelenski no le dijo a su pueblo que tenía que renunciar a su libertad en aras de la seguridad. Le dijo que se quedaba en Ucrania. Tras mi visita a Yahidne, hablé con él en su despacho de Kiev, protegido por sacos terreros. Dijo que la desocupación era una oportunidad para restablecer tanto la seguridad como la libertad. Dijo que la «privación de libertad era inseguridad» y que «la inseguridad era la privación de libertad».

La libertad tiene que ver con saber lo que valoramos y darle vida. Así pues, depende de lo que seamos capaces de hacer –y eso a su vez depende de los demás, de personas que conocemos y que no conocemos.

Mientras escribo este prefacio en un tren nocturno procedente de Kiev con rumbo al oeste, sé el tiempo que falta para llegar a la frontera polaca. Tengo cierta confianza en ese dato, y un poco de libertad para trabajar –gracias al trabajo de otras personas–. Unos colocaron las vías del tren y las reparan cuando las bombardean, otros construyeron los vagones y los mantienen, y otra persona va conduciendo el tren. Cuando el Ejército ucraniano desocupa una ciudad, iza la bandera y comparte las fotos. Pero los ucranianos suelen considerar que una ciudad ha sido liberada únicamente cuando se restablece el servicio ferroviario.

Los propagandistas rusos afirman que lo justo y lo bueno no existen, y que por consiguiente todo está permitido. Las consecuencias de ese punto de vista me rodean por doquier en la Ucrania desocupada, en las fosas de la muerte que vi en Bucha, en las aldeas en ruinas, como Posad Pokrovske, en los campos de concentración como el de Yahidne. Los soldados rusos que combaten en Ucrania hablan de las ciudades que destruyen como ciudades «liberadas». Y así es: desde su punto de vista, se han eliminado todas las barreras. Ahora las excavadoras pueden retirar los escombros y los cadáveres, como en Mariúpol, construir otra cosa, venderla. En ese sentido negativo de libre, son libres para asesinar y robar.

Las ruedas y los raíles que tengo debajo no me están haciendo más libre, pero me permiten avanzar, creando unas condiciones para mi libertad que yo no podría crear solo. Ahora mismo yo sería una persona menos libre si no hubiera trenes, o si Rusia hubiera destruido la estación de Kiev. La gente de Ucrania no fue más libre cuando Rusia destruyó las infraestructuras públicas y los colegios públicos.

Hacemos posible la libertad no rechazando el gobierno, sino reafirmando la libertad como guía para el buen gobierno. Razonar a partir de una definición correcta de libertad, estoy convencido, nos llevará al tipo de gobierno adecuado. Y así este libro empieza con una Introducción sobre la libertad, y termina con una Conclusión sobre el gobierno. Los cinco capítulos entre una y otra muestran el camino que va de la filosofía a las políticas.

¿Cómo incide la libertad en nuestras vidas? Los vínculos entre la libertad como principio y la libertad como práctica son las cinco formas de libertad.

Las formas crean un mundo donde la gente actúa de acuerdo con sus valores. No son reglas ni órdenes. Son los eslabones lógicos, morales y políticos entre la acción común y la formación de las personas libres. Las formas resuelven dos aparentes dilemas: una persona libre es un individuo, pero nadie llega a ser un individuo por sí solo; la libertad se siente a lo largo de una vida, pero tiene que ser obra de muchas generaciones.

Las cinco formas son: la soberanía, o la facultad adquirida de tomar decisiones; la imprevisibilidad, el poder de adaptar las regularidades físicas a nuestros fines personales; la movilidad, la 18 Sobre la libertad capacidad de desplazarse a través del espacio y el tiempo conforme a unos valores; la objetividad, la comprensión del mundo que nos permite cambiarlo; y la solidaridad, el reconocimiento de que la libertad es para todos.

El alumbramiento de la libertad comienza tras el alumbramiento de una madre. Un bebé tiene la potencialidad de evaluar el mundo y cambiarlo, y desarrolla las capacidades requeridas con el apoyo y en compañía de otros. Eso es la soberanía.

Al cumplir la mayoría de edad, un ser humano joven aprende a ver el mundo como es y a imaginarse como podría ser. Una persona soberana combina unas virtudes escogidas con el mundo exterior para hacer algo nuevo. Así pues, la imprevisibilidad es la segunda forma de libertad.

Nuestros cuerpos precisan lugares donde ir. Cuando somos jóvenes no podemos crear por nosotros mismos las condiciones que nos permitan ser soberanos e imprevisibles. Pero una vez que se crean esas condiciones, nos rebelamos precisamente contra las instituciones que las han hecho posibles y seguimos nuestro propio camino. Y esa movilidad, la tercera forma de libertad, debe ser alentada.

Somos libres de hacer únicamente las cosas que sabemos hacer, y libres de ir exclusivamente a los lugares donde podemos ir. Lo que no conocemos puede hacernos daño, y lo que sí sabemos nos empodera. La cuarta forma de libertad es la objetividad.

Ningún individuo logra la libertad por sí solo. Desde el punto de vista práctico y ético, libertad para ti significa libertad para mí. Ese reconocimiento es la solidaridad, la última forma de libertad.

La solución al problema de la libertad no es, como piensan algunas personas de derechas, ni burlarse del gobierno ni prescindir de él. La solución tampoco es, como piensan algunas personas de izquierdas, ni ignorar ni repudiar la retórica de la libertad.

La libertad justifica el gobierno. Las formas de la libertad nos muestran cómo.

Este libro sigue la lógica de un argumento y la lógica de una vida. Las tres primeras formas de libertad corresponden a distintas fases de la vida: la soberanía a la infancia; la imprevisibilidad a la juventud; la movilidad al comienzo de la edad adulta. La objetividad y la solidaridad son las formas maduras de libertad, que facultan a los demás. Cada forma tiene su capítulo.

En la Introducción me remito a mi propia vida, empezando por la primera vez que recuerdo haber pensado en la libertad: durante el verano de 1976, año del bicentenario de Estados Unidos. Voy a intentar mostrar, basándome en mis errores cometidos durante cinco décadas, cómo surgieron algunos malentendidos sobre la libertad, y cómo podrían corregirse. La Conclusión describe lo que es el buen gobierno, un gobierno que podríamos crear todos juntos. Ahí imagino un Estados Unidos que ha llegado al año 2076, su tricentenario, como un país de personas libres.

Los capítulos están subdivididos en escenas. Entre ellas hay recuerdos que me vinieron de golpe a la cabeza cuando intentaba abordar una cuestión filosófica Los destellos de la memoria hacen posible cierta reflexión. Me permiten aplicar una humilde versión del método socrático a mi yo anterior: cuestionar el sentido de las palabras y las costumbres de la vida, despertar lo que, en cierto sentido, ya es sabido. El objetivo es sacar a relucir verdades sobre este país y sobre la libertad que en aquel momento no me parecían evidentes –y eso no me parecería evidente ahora de no haber pasado por aquellas experiencias previas.

Se trata de un método filosófico idóneo (espero) para un historiador, que es lo que soy. Me baso en ejemplos históricos y sé más sobre el pasado de algunas regiones que de otras. Este es un libro sobre Estados Unidos, pero establezco comparaciones con Europa occidental, Europa oriental, la Unión Soviética y la Alemania nazi.

Aquí entro en debate con filósofos antiguos, modernos y contemporáneos. A veces dejo que las alusiones sean implícitas; los lectores interesados las entenderán. Sí cito explícitamente a cinco pensadores: Frantz Fanon, Václav Havel, Leszek Kołakovski, Edith Stein y Simone Weil. Esas personalidades no son estadounidenses ni tampoco son muy conocidas en Estados Unidos; con escasas excepciones, ni residieron en el país ni escribieron sobre él. Un toque de atención desde otra tradición (o una palabra de otro idioma) pueden sacudirnos de encima los malentendidos. De cada uno de esos cinco pensadores adapto un concepto para desarrollar mi argumentación; no afirmo que estén de acuerdo entre ellos (ni conmigo) en todas las cuestiones.

Este libro es conservador, en el sentido de que se basa en la tradición; pero es radical, en la medida que propone algo nuevo. Es un libro de filosofía, pero se mantiene fiel a la experiencia. Unas pocas expresiones de este libro son mensajes de texto que me escribí a mí mismo en mis momentos de consciencia intermitente en la cama de un hospital, durante una enfermedad que estuvo a punto de acabar conmigo. Los argumentos los concebí mientras impartía un seminario dentro de una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos. Escribí gran parte de lo que sigue durante tres viajes a una Ucrania en guerra.

Las preguntas fundamentales las plantearon los lectores. Mis libros Tierras de sangre y Tierra negra, dos estudios sobre las matanzas masivas, dieron lugar a unos debates públicos que me llevaron hacia el argumento ético de este libro. Si soy capaz de describir lo peor, ¿acaso no puedo también prescribir lo mejor? Después de publicar el panfleto político Sobre la tiranía y una historia contemporánea titulada El camino hacia la no libertad, me preguntaron qué aspecto tendría un Estados Unidos mejor. Esta es mi respuesta.

Definir la libertad es un tipo de aspiración diferente al de defenderla. Yo le hago preguntas a mi antiguo yo; le hago preguntas a los demás; y los demás me preguntan a mí. El método es parte de la respuesta: puede que exista una verdad sobre la libertad, pero no llegaremos a ella aisladamente ni por deducción. La libertad es Prefacio 21 positiva; definirla con palabras, igual que vivirla, es un acto de creación.

'Lucha de tribus'

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Este libro se propone ejemplificar las virtudes que encomia. Es, espero, un libro razonable, pero también imprevisible. Pretende ser sobrio, pero también experimental. Celebra no quiénes somos sino la libertad que podría ser nuestra.

Por mi ventanilla veo salir el sol. La frontera está cada vez más cerca. Comienzo mi reflexión un día de verano.

T.S. A bordo del tren Kiev-Dorohusk, Vagón 10, Compartimento 9, 6.10 de la mañana del 10 de septiembre de 2023.

La libertad es el gran compromiso estadounidense, pero, como argumenta Timothy Snyder en esta obra, hemos perdido de vista lo que significa, y esto nos está llevando a la crisis. Demasiados de nosotros vemos la libertad como la ausencia de poder estatal. Creemos que somos libres si podemos hacer y decir lo que nos plazca, y protegernos de las extralimitaciones del gobierno. Pero la verdadera libertad no es tanto la libertad de, como la libertad para: la libertad para prosperar, para arriesgarnos por futuros que elegimos trabajando juntos. La libertad es el valor que hace posibles todos los demás valores.

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