(Comienza Santiago Roncagliolo)Santiago Roncagliolo
Hay muertos que se niegan a morirse, como si justo antes de llegar al cielo —o al infierno, o a donde vayan los muertos— les diese por remolonear en el camino, por entender mal las señales de tráfico, y finalmente, después de horas perdidos entre carreteras, por tomar el camino de regreso. A la gente indisciplinada no se le debería confiar nada, y menos algo tan serio como su deceso, pero ya sabemos que Dios le da pan al que no tiene dientes, y por eso mismo, también jubila al que no sabe ni dónde cobrar la pensión.
Mi abuela fue uno de esos muertos irresponsables. Aunque nadie lo habría dicho. El día que la enterramos se veía muy formal, vestida con su traje de terciopelo negro, con el pelo tan blanco que parecía teñido de plata, y maquillada con el mismo cuidado que ponía para las bodas y bautizos de la alta sociedad que tanto le gustaban. Había escogido ella misma un cementerio carísimo, para no pasarse la eternidad rodeada de muertos de hambre y gente sin apellidos. Con tantos cuidados y precauciones por su parte, sus deudos y parientes pensamos que lo tenía todo controlado.
Y sin embargo, al entierro solo asistimos los cuatro miembros de la familia. Al parecer la abuela, tan amiga de ágapes y cócteles de sociedad, había organizado su última despedida sin pompa ni circunstancia, como un evento más de nuestra rutina doméstica, un desayuno o una merienda. Ni siquiera se habían presentado sus mucamas ni su abogado. Y eso que, como sabía incluso yo a mis 11 años, la gente que más apreciaba a la abuela era la que cobraba regularmente de ella sin tener que aguantar su prepotencia y su mal humor. Sus familiares también vivíamos de su dinero, es verdad, pero los rigores de su compañía, su sarcasmo y su desprecio, convertían nuestra manutención en el mediocre salario por un trabajo duro.
De vuelta en casa, nuevas señales fueron revelando que la abuela, en realidad, no tenía pensado marcharse. Había organizado ese funeral porque un cuerpo muerto se estropea, y su vanidad le impedía andar maloliente por la casa. Pero no iba a privarse de seguir recibiendo en casa. No perdería su lugar como la socialité más cotizada de la ciudad. Se había pasado la vida labrándose una posición, y no sacrificaría todo eso por un detalle tan vulgar como estar pudriéndose en un cajón a dos metros bajo tierra.
Comencé a comprenderlo esa misma tarde, al pasar frente a la habitación del abuelo. A fuerza de aguantar a su mujer durante seis décadas, el abuelo llevaba un buen tiempo viviendo tras una neblina mental, incapaz de recordar nuestros nombres o de saber dónde vivía. Aún así, esa tarde mostró una gran seguridad al salir a mi encuentro y gritarme:
—¡Dile a tu abuela que si quiere hablar conmigo tendrá que venir a buscarme!
—Abuelo, la abuela está muerta. La enterramos esta mañana.
—¡Díselo de todos modos!
Y se encerró dando un portazo.
Seguí mi camino hacia la cocina, en busca de una magdalena, y al pasar junto al salón, escuche a mis padres hablando:
—Del patrimonio, no quedan más que deudas —decía mi padre—. Lo siento, cariño, pero tu herencia es un gran agujero fiscal.
—Si es que mi madre lo hace todo para molestar —respondía mi madre—. Hasta morirse.
Entendí que la abuela había empleado un truco maestro: al morirse, se ahorraba la pestilencia y transfería sus deudas, pero mantenía su brillo social y su pasatiempo favorito, que era torturar al abuelo. Y todo con un costo mínimo.
Admiré su inteligencia, pero también sentí miedo. Mucho miedo. Porque si alguien en nuestra casa tenía razones para querer a la abuela muerta —muerta de verdad, digo, muerta del todo, sin dudas ni murmuraciones— ese era precisamente yo.
(Continúa Juan José Millás)Juan José Millás
Enterramos a la abuela sin bragas. Vestida de arriba abajo, y de punta en blanco, como ha quedado dicho, pero con el sexo al descubierto. Yo me enteré por una discusión que mantuvieron el abuelo y mi madre siete u ocho días después del funeral. La voces, procedentes del salón, fueron subiendo de tono, de modo que abandoné sigilosamente mi dormitorio, avancé como una sombra por el pasillo, y ocupé el “lugar de la escucha” (así lo llamaría años después en mis sesiones de terapia analítica). Situado entre la cocina y el salón, el “lugar de la escucha” era un raro hueco arquitectónico utilizado en su día para guardar el cubo de fregar y otros objetos de limpieza. En un momento dado, mi abuelo dispuso que permaneciera vacío al descubrir —eso fue al menos lo que dijo— que allí reposaba el alma de la casa (el almario, lo llamaba él). Sobra decir que el padre de mamá era animista, lo que me llevó a creer que en cada objeto, por miserable que fuera, alentaba un espíritu. El espíritu de la cuchara, del tenedor, de la tostadora, incluso el espíritu de la taza del váter. Por qué llegó a la conclusión de que el alma de la casa se encontraba en aquel agujero, y no en cualquier otro sitio, constituye un misterio que se llevaría a la tumba.
Me oculté allí, decía, compartiendo el escaso espacio con el principio vital de la vivienda, y escuché decir al abuelo que había revisado el cajón de la ropa interior de su mujer y que no faltaba ninguna braga.
—¿Por qué se la ha enterrado sin bragas? —gritó.
—¡Porque fue una de sus últimas voluntades! —respondió mi madre fuera de sí.
El abuelo empleaba sus momentos de lucidez, cada vez más raros, en hacer un inventario de todo lo que había dentro de la casa. Lo veías allí, en las profundidades del sillón de orejas, medio deglutido por el mueble, con la mirada perdida dentro de sí, cuando se levantaba de repente urgido por la necesidad imperiosa de contar los interruptores de la vivienda para comprobar que no faltaba ninguno. La electricidad era una de sus obsesiones. Yo heredé su manía, la de inventariar continuamente las cosas para comprobar que al mundo no le falta nada. Por cierto, que en el fondo del “lugar de la escucha” había un interruptor en desuso que en su día alimentó una bombilla de 40 vatios fundida desde hacía siglos.
Pues bien, había inventariado la ropa interior de su mujer y resultó que no faltaba ninguna braga, de donde dedujo que había sido enterrada sin esa prenda.
Piénsese en la relación enfermiza de un crío de 11 años con el universo de la lencería. Yo conocía perfectamente las bragas de mamá porque me gustaba hurgar en aquel cajón repleto de aderezos sutiles. Las manoseaba, las olía, en alguna ocasión llegué a ponérmelas… Nunca, sin embargo, se me pasó por la cabeza la idea de hundir mis manos entre la ropa interior de la abuela. Observado con perspectiva, supongo que me habría parecido un trabajo arqueológico. Pero estaba equivocado. Según deduje de la discusión entre mamá y su padre, la abuela usó hasta el final una lencería enormemente provocativa, llena de calados y transparencias. Mi confusión fue enorme. Pero creció al tratar de imaginar por qué una de las últimas voluntades de aquella mujer había sido la de ser enterrada sin bragas. Recuérdese: 11 años, con el sexo empezando a manifestarse en erecciones inauditas.
—¡Hay que exhumar el cadáver! —decidió mi abuelo de repente.
Desconocía el significado de exhumar, pero fui a buscarlo enseguida al diccionario y me quedé espantado.
(Continúa Cristina Fernández Cubas) Cristina Fernández Cubas
Exhumar : Desenterrar. Sacar de la tierra algo que está escondido, particularmente restos humanos”.
Entendí que, una vez más, la abuela iba a salirse con la suya y que su muerte no era una muerte de verdad, aquella “muerte del todo” con la que yo ingenuamente había soñado. Y fue como si la pudiera ver en aquel mismo instante dentro de la tumba. No estaba enterrada, sólo escondida. Con la cabeza entre las rodillas, aguantando la risa, esperando el momento de volver, darnos el susto y seguir fastidiándonos el resto de su vida. Porque eso sí lo hacía bien. Fastidiar. Y sorprendernos. Nunca dejaba de sorprendernos. Ni de asustarnos, lo cual era muchísimo peor. El susto empezaba en la cabeza e iba bajando muy despacio hasta llegar a los pies y dejarte tieso sobre el suelo, sin poder moverte, como si de repente te hubieras vuelto paralítico. Algo demasiado parecido a lo que ahora me sucedía a mí. No podía moverme, ni siquiera respirar, únicamente mirar espantado la manchita roja que acaba de descubrir entre la palabra restos y la palabra humanos… Y no era sangre. Si hubiera sido sangre –una simple gotita de sangre— no me habría quedado inmóvil como una estatua y muerto de miedo. Pero no era sangre, sino esmalte. O laca. O como quiera que se llame ese líquido pegajoso que la abuela coleccionaba en botellitas idénticas y guardaba en su tocador junto a limas, tijeritas y palillos de madera de todos los tamaños. Aquello era un aviso, un mensaje, una forma de decirme: “Sabía que vendrías, descastado”. Y encima, para que no quedara la menor duda, la abuela se había esmerado en dejar su firma. Un trocito de uña. Un repugnante trocito de uña teñido de rojo y dejado allí, al descuido, unas líneas más abajo, como si hacerse la manicura sobre un diccionario abierto fuera la cosa más natural del mundo. Cerré el tomo de golpe. Aquello me daba más asco aún que imaginar a la abuela con la lencería que, según decían, le gustaba usar. O, peor aún, sin ella. Tal y como (también según decían) la habían enterrado.
Ahora ya no podía engañarme. La abuela sabía. Ignoraba cómo lo había adivinado, pero tenía aún muy presente el día en que se puso enferma y mamá me dijo: “Reza por ella, hijo. A los niños les hacen mucho caso en el cielo”. Y ¡vaya si me hicieron caso! Le pedí a Dios, a la Virgen y a los santos que se la llevaran cuanto antes. Una muerte de verdad. Una “muerte del todo”. Con sus joyas, sus vestidos, sus ganas de fastidiar y sus largas uñas de bruja pintadas de rojo. Pero de pronto resultaba que nada era verdad y la abuela volvía. O, a lo peor, ni siquiera hacía falta que volviera porque nunca se fue. Lo entendí de golpe. Con la misma brusquedad con la que había cerrado hacía un momento el diccionario. ¿No era sorprendente que el abuelo hubiera recuperado de un día para otro sus facultades? ¿Que nos reconociera a todos? ¿Que abandonara su estado vegetal y no dejara de impartir órdenes y contraordenes? Y la respuesta no podía ser más sencilla. El espíritu de la abuela hablaba por su boca. Ella estaba allí, dentro de su mente. Liando, enmarañando, confundiendo. Por eso tejía esa asombrosa historia de prendas provocativas y exigía, además, que la sacáramos de la tumba. ¡Genio y figura! ¿Y quién me aseguraba que no había sido el abuelo el autor material de lo que acababa de descubrir junto a la entrada “exhumar” de nuestro diccionario?
Volví a rezar. Pedí a Dios, a la Virgen y a los santos que se llevaran al abuelo. Tenía claro que estaba matando dos pájaros de un tiro… Y me sentía feliz. Muy feliz.
(Lo cierra Felipe Benítez Reyes)Felipe Benítez Reyes
Inesperadamente, todas aquellas deidades decidieron atender mis plegarias malévolas y el abuelo murió a los cuatro meses y pico del entierro de la abuela. Durante ese tiempo, aparte de su repentino afán ordenancista, alardeó a lo grande de su razón recuperada, como si se le hubiera encendido un foco en el pensamiento, hasta el punto de que, a falta de enseres domésticos que inventariar, se dedicó a hacer un catálogo de todas las ideas que se le pasaban por la cabeza, que no eran pocas ni previsibles: “Si el mundo se detuviera durante cinco segundos, todas las pamplinas de Einstein quedarían como lo que son: pamplinas”, y cosas de ese estilo y fundamento, contento de haberse sacudido aquellas neblinas que le ofuscaron en vida de la abuela, o al menos de haberlas sustituido por otras. “Cuando vengan los extraterrestres, a ver cómo reacciona la compañía eléctrica”, y así, sacando punta a todo y anotando sus ocurrencias en una libreta, convertido en el evangelista de sí mismo. Es posible, no sé, que el abuelo muriese de eso: de un empacho de lucidez divagatoria, ya que la muerte se vale de cualquier cosa para ir haciendo limpieza de excedentes.
Muertos mis dos abuelos maternos, mi madre heredó la ruina de ambos. Mi padre le sugirió que renunciase a la herencia, pero ella se empeñó en sacar algún provecho del desastre con la ayuda de un abogado que tenía toda la pinta de un sepulturero y un bigote canoso amarilleado por la nicotina. “Ese abogado es un sinvergüenza y va a meterte en un lío”, le avisaba mi padre con la autoridad de los curtidos en el mundo de las trapisondas legales, ya que él era fiscal.
Mi madre consiguió vender la casa de los abuelos, aunque, entre cosa y cosa, incluidos los honorarios del abogado fúnebre, no vio de aquello ni una peseta, y no estoy seguro de que al final, tras saldar deudas y pagar impuestos, la operación no le saliese por un pico, como le achacó mi padre en más de una sobremesa en la que yo hubiese querido que el plato me tragase, ya que siempre me desconsoló la violencia civilizada que se regalaban entre ellos.
“Tenemos que desmontar la casa antes de entregarla”, dispuso mi madre. La mayor parte de las joyas y de los cacharros de plata había volado hacía mucho. Mi madre se empeñó en llevarse algunos muebles un tanto desportillados y de traza barroca que horrorizaban a mi padre, que por aquel entonces tiraba más a las decoraciones racionalistas, así como algunos cuadros con un rebujo de aves exóticas de las Américas y otros con bandoleros gallardos de la serranía de Ronda, de donde era natural el abuelo. Un par de vajillas, algunos jarrones chinos. Y poco más.
Toda la ropa interior de la abuela se despidió del mundo, junto a la mayor parte de las prendas de su sacrificado esposo, en la fogata que mi padre hizo, dentro de un bidón, en el patinillo. En aquel humo ascendía simbólicamente al infinito, fundidos en una sola entidad abstracta, el espíritu conyugal de ambos, que en vida se esquivaron cuanto pudieron, aunque se condenaron a vivir en una interferencia continua.
Mientras mi padre quemaba cosas y mi madre indicaba a los de la empresa de mudanzas que tuviesen cuidado de no rayar los muebles, me di un paseo de despedida por la casa desmantelada.
De repente, al pasar por delante del “lugar de la escucha”, percibí una presencia anómala: algo así como la respiración agónica de una oscuridad invisible (¿?). Un frío repentino me recorrió la espalda y las manos empezaron a sudarme. Me quedé paralizado frente a aquel hueco en el que mi abuelo tuvo el antojo esotérico de localizar el alma de la casa. Cerré los ojos. Noté que algo me envolvía. Oí un susurro en mi nuca: “Nunca dije que me enterrasen sin bragas. Que lo sepas. Esto no va a quedar así ni mucho menos”. En aquel instante, un golpe de viento llevó hasta mí, por la ventana abierta de la cocina, el olor a humo de la fogata. “Y otra cosa, jovencito: la muerte no cambia absolutamente nada, ¿me entiendes? El que manda en este teatrillo sigue siendo el demonio”.
Yo tenía once años y una idea confusa del significado del verbo exhumar: un verbo con uñas rojas. Yo tenía 11 años y creía en fantasmas. Hoy tengo 58 y creo en muy pocas cosas. Imagino que aquello fue una sugestión infantil, porque no me parece lógico pensar que los fantasmas se limitan a manifestarse a los niños y a despreciar indiscriminadamente a los adultos.
No puedo creer, ya digo, en fantasmas, pero –qué mala suerte— no tengo más remedio que creer en mi abuela: el pánico que sentí ante su manifestación ultramundana me duró al menos cuatro años, con sus días y —sobre todo— con sus noches.
Por lo demás, cuando murió mi madre, me aseguré de que fuese al tanatorio completamente vestida. Por si acaso.
*Santiago Roncagliolo es escritor y periodista. Su último libro publicado es
Santiago Roncagliolo La noche de los alfileres (Alfaguara, 2016).*Juan José Millás es escritor y periodista. Su último libro es
Juan José MillásDesde la sombra (Seix Barral, 2016).*Cristina Fernández Cubas es escritora y periodista. Su último libro es
Cristina Fernández CubasLa habitación de Nona (Tusquets, 2015). *Felipe Benítez Reyes es escritor. Su último libro es
Felipe Benítez ReyesEl azar y viceversa (Destino, 2016).
(Comienza Santiago Roncagliolo)Santiago Roncagliolo