La editorial Fórcola recupera Madrid-Moscú, Notas 1933-1934, el libro en el que el escritor y periodista Ramón J. Sender contaba su viaje a Rusia hace más de 80 años. Este es un fragmento del prólogo, firmado por el crítico literario José-Carlos Mainer. Ramón J. SenderJosé-Carlos Mainer
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El joven insurrecto
Nacido con su siglo (el 3 de febrero de 1901), Ramón José Antonio Blas Sender Garcés fue contemporáneo estricto, entre otros, de André Malraux y Nazim Hikmet que vinieron al mundo en ese año; uno antes lo hizo su coterráneo Luis Buñuel y otro después, Rafael Alberti. Como ellos, Sender encarnó algunos emblemas de la centuria que estrenaba –la audacia y la aventura, el compromiso (y la decepción) del comunismo, la conquista de la independencia moral y la soledad de fondo– y vivió en carne propia las experiencias que el siglo les deparó a manos llenas: guerras y exilio, remoción de las relaciones entre la vida y el arte, una conciencia más aguda de la injusticia y una irreprimible fascinación por la rebeldía. Fueron hijos de una posguerra –la de 1914– que les hizo, a él y a sus compañeros, descontentos y revolucionarios y de otra –la de 1945– que los hizo desengañados y escépticos.
Sender vio la luz en el campo aragonés y siempre prefirió la fidelidad a los territorios originarios más que a sus abstracciones patrióticas. Tuvo presentes los paisajes de su lugar natal – el Alto Aragón–, que luego reconoció en las tierras del Rif o en las de Nuevo México, igual que Buñuel fue siempre fiel al fragor de los tambores de su Calanda nativa y Alberti a la luz deslumbradora de la bahía gaditana. Había sido también un adolescente díscolo y atrevido que llegó a Zaragoza en 1914 para estudiar cuarto de bachillerato en el Instituto, tras un breve internado en un colegio religioso de Reus y haber hecho los primeros cursos de bachillerato en Tauste, donde dirigía sus trabajos el benévolo capellán de Santa Clara. En 1916, su numerosa familia se trasladó a Caspe –siguiendo siempre el destino administrativo del padre– pero él permaneció en Zaragoza donde se ganó la vida como mancebo de botica: de ese modo obtenía un pequeño salario y una habitación en el establecimiento, a cambio de prestar allí sus servicios y dedicar las mañanas a las clases del Instituto. Hizo lecturas intensas y muy diversas, vinculadas a dos acervos de libros tan típicos de su época como antitéticos en su origen: uno fue la Biblioteca de la Acción Social Católica, que atendía Jesús Comín Sagüés, abogado y archivero de rancio abolengo carlista; el otro fue el quiosco del anarquista Ángel Chueca, en el céntrico Paseo de la Independencia zaragozano, donde Sender adquiría o leía prensa y folletos revolucionarios. Con el tiempo, recordaría aquellas andanzas en las páginas de su cautivadora Crónica del alba, donde confundió el apellido de Chueca –le llamó Checa– y hasta se atribuyó un mínimo papel en la sublevación ácrata del Cuartel del Carmen (enero de 1920), que fue una idea del enfebrecido quiosquero. Chueca murió en el intento de asalto del cuartel y siete de los soldados que se habían sumado a la intentona, entre los que había un corneta de quince años, fueron fusilados.
Sender ya no vivía entonces en Zaragoza. Salió de su casa para ir a Madrid en 1918, obtenido el título de bachiller. En la capital volvió a ser mancebo de botica, a las órdenes de don Toribio Zúñiga, un farmacéutico bejarano que era impulsor de la revista Béjar en Madrid. Sender ya había logrado publicar algún trabajillo en la prensa aragonesa pero su primer texto político fue un poema dedicado al final de la guerra de 1914, titulado “Paz”, que apareció el 16 de noviembre de 1918, cinco días después del armisticio, en la revista bejarano-madrileña de su principal. Consiguió para sus escritos, sin embargo, otros acomodos más cercanos a sus inquietudes. En el periódico republicano España Nueva, publicó el reportaje ”Cuando caían las hojas. Leiba Bronstein” (25 de mayo de 1919), que es una entrevista ficticia con León Trotski. El revolucionario ruso había vivido en España entre el 31 de marzo y el 25 de diciembre de 1916; llegó expulsado por el gobierno francés y las autoridades españolas lo reexpidieron a Estados Unidos cuando pudieron. Es difícil que Sender lo viera personalmente y menos todavía que le oyera contar sus desgracias familiares y advertir entonces su “expresión de venganza inexorable” y comprobar “en su rostro las huellas del viejo cincel oriental, el romanticismo de Cristo”. Escoltado siempre por sus correligionarios, Trotski recibió del país una impresión duradera que recogió un capítulo de sus memorias, donde recuerda su visita al Museo del Prado pero no la taberna de la calle del Espejo donde, al parecer, se confesó al joven Sender. Tampoco el soñador muchacho debía de saber mucho acerca de Rosa Luxemburgo, a la que evocó en una encendida melopea de aire modernista, “A Rosa Luxemburgo en el primer aniversario de su inmolación. Prosa rimada” (El País, 19 de junio de 1919). Lo cierto es que la homenajeada había muerto el 15 de enero del mismo año de 1919, en Berlín y a manos de los freikorps que liquidaron salvajemente la revuelta espartaquista. El poema toma como referencia el nombre de la revolucionaria que “fue rosa terciopelo, de color sanguinolento, / de pasión fue rosa como la flor lozana, suave y sutil”. La única comparecencia de la ideología, a vueltas de esas galanterías escasamente revolucionarias, está al final: se recuerda su (falso) aniversario, “mientras nosotros, embriagados por ardiente inquietud, / engrosamos rugiendo el fiero alud, / que amenaza enseñando los dientes en lo alto de la sierra”.
Aquellos fueron sus primeros contactos con “el fiero alud”, al que otros llamaban “un espectro [que] recorre Europa”, evocando la primera frase del Manifiesto comunista de 1848. Su sombra, o quizá su luz sulfúrea, había de presidir los trabajos de Sender hasta veinte años después, cuando hubo de reconstruirse a sí mismo, perdida una guerra, asesinados por los franquistas su esposa Amparo Barayón y su hermano Manuel Sender, rotos la fe y los vínculos que le unían al Partido por antonomasia, lejos de su país y en los azarosos inicios de otra nueva guerra mundial.
El periodismo como actitud
El periodismo era cosa de jóvenes. Lo había sido desde sus inicios decimonónicos y por eso gozaba de un aura de bohemia y hasta de malditismo, de libertad y atrevimiento, que seguiría reclutando a muchos descontentos, soñadores y ambiciosos. A finales del siglo XIX su ejercicio adquirió un tinte más social y de denuncia, lo que en los inicios del siglo XX fue ya tendencia dominante. No importa mucho si era un género literario (o, mejor, varios géneros) porque era fundamentalmente una actitud: su esencia estaba ligada a la captación vivaz de su tiempo, que cada vez fluía más rápido y cada vez era más intenso. La impresión de transitoriedad inestable se superponía a la esperanza del acontecimiento decisivo: ese era el clima en el que vivían tanto los propensos a la elegía como los partidarios de lo profético. La crónica –un galicismo semántico que fue muy temprano entre nosotros– se afianzó, a finales del XIX, como la percepción más personal de la incertidumbre entre lo duradero y lo mudable. El posterior reportaje nació del culto de la noticia y de aquella otra ansia inagotable de mutaciones históricas. Y de la posibilidad de verlas y contarlas…
El énfasis de veracidad que buscaban los nuevos medios de comunicación favoreció a este gremio de los profetas sobre el de los elegiacos. Primero fue el telégrafo que difundía lo escrito a la velocidad de luz; luego, el teléfono y, casi a la par, la fotografía y el cinematógrafo que aportaban a la columna escrita la certeza de la imagen. La guerra de 1914-1918 fue –además de otras cosas importantes– el laboratorio que gestó un nuevo estatuto de la noticia, del comentario y del editorial. La instantánea fotográfica cambió la percepción de la realidad al captarla in fieri: en 1925 la nueva cámara Leica impresionaba directamente sobre una cinta cinematográfica de 35mm. que ofrecía espacio para 36 tomas. La literatura sabía ya enfatizar la velocidad y la simultaneidad, las transiciones abruptas o el instante revelador y sus procedimientos inspiraron los de la naciente narración cinematográfica que primaba la sencillez y la verdad del testimonio. Lo habían sabido muy pronto la mayoría de los grandes escritores españoles del momento, que fueron periodistas incluso cuando escribían sus novelas: el Azorín de La voluntad y de La ruta de don Quijote; el Pío Baroja de Vidas sombrías o de La lucha por la vida; el Valle-Inclán de La guerra carlista y, sobre todo, de La medianoche. Visión estelar de un momento de guerra, quizá el texto más autoconsciente del nuevo rumbo de la descripción literaria.
Estos y otros muchos siguieron fieles a las dos almas del periodismo. Reflejaron – alguna vez con grandilocuencia– la solemnidad de lo histórico y la inminencia del futuro que se busca cuando el presente es más desapacible. Pero también detectaron la presencia emocional de lo fugitivo y frágil, concreto y vulnerable, al pie de las abstracciones. Y siempre dejaron un hueco, modesto pero trascendente, para retratarse como testigos: para aquel “que estaba allí”, como dijo un título impagable del gran periodista Manuel Chaves Nogales.
El periodista Sender
Sender siguió el camino estético de Baroja y Valle-Inclán, sus elegidos, y pronto hizo una carrera periodística de primer orden. En 1924, de regreso de su servicio militar en África como suboficial de complemento, ingresó como “redactor regional” en el periódico El Sol, el diario madrileño que leían en toda España la burguesía liberal y los profesionales y universitarios más virados a la izquierda. Habitualmente escribía de temas aragoneses pero en 1925 alcanzó una gran notoriedad al narrar el desenlace del llamado “crimen de Cuenca”. Los hechos originarios habían ocurrido en 1910 cuando un campesino del pueblo conquense de Ossa de Montiel desapareció sin dejar rastro y las fuerzas del orden (a favor de la histeria local) lograron que otros dos modestos labradores confesaran un asesinato que no habían cometido. Quince años después, José María Grimaldos, la presunta víctima, apareció de nuevo y declaró que “un barrunto” le hizo abandonar su pueblo sin advertirlo a nadie. Sender estuvo allí para hablar con unos y otros y recomponer una dramática historia de ignorancia, recelos y fatalismo, que sus cuatro artículos dieron a conocer a toda España. Quince años después, la convertiría en una de sus mejores novelas, El lugar de un hombre, que en su edición de 1939 se tituló El lugar del hombre.
En 1930 Sender abandonó El Sol que, precisamente en ese año, afrontaba una crisis de importancia en la que se mezclaron dificultades de tesorería (fue un periódico muy influyente pero nunca tuvo buenos números) y la confrontación política de sus accionistas monárquicos y republicanos. Para entonces nuestro escritor ya enviaba sus incisivas “Postales políticas” al diario anarquista barcelonés Solidaridad Obrera y escribía asiduamente para La Libertad, un diario madrileño surgido en 1919 como una escisión izquierdista de El Liberal y que pronto se distinguió por su cercanía al político liberal Santiago Alba y su hostilidad a la dictadura de Primo de Rivera. En 1925 Alba trajo como accionista al financiero Juan March y el diario, aunque perseveró en su línea política progresista, fue más cauto en su trato a la monarquía. Pero 1930 fue, sobre todo, el año de la primera novela de Sender, Imán, que había comenzado tres años antes. Logró el mejor de los relatos que se escribieron sobre la guerra de Marruecos y una de las joyas de la literatura europea sobre el horror colonial, que ya había inspirado las páginas de Joseph Conrad y que, algo después, estaría presente en las de André Malraux (que publicó en 1930 La voie royale) y Louis-Ferdinand Céline (Voyage au bout de la nuit, 1932).
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En 1931 dio a conocer otra novela con visos de reportaje, O.P. (Orden Público), que utilizaba sus propias (aunque reducidas) experiencias de detenido y preso político. De 1932 fueron otros dos relatos: El verbo se hizo sexo (Teresa de Jesús), que es una excelente y respetuosa narración histórica a la que su título hace flaco servicio, y Siete domingos rojos, espléndido retablo de la vida de los anarquistas de la FAI en los años de la reciente dictadura. A la fecha, Sender despreciaba el mundo intelectual presuntamente progresista –tan burgués y escalafonado, en el fondo– y exaltaba el mundo de los instintos –siempre más certeros– que hallaba en sus camaradas obreros y campesinos. Creía que la concepción elitista de la cultura estaba tan en ruinas como el capitalismo que la amparaba y en sus mejores artículos (como “La cultura y los hechos económicos”, Orto, 1932) compatibilizaba la emoción libertaria con el análisis propio del materialismo histórico: era, en definitiva, un típico intelectual comprometido de su tiempo.
*José-Carlos Mainer es crítico literario y profesor de Literatura.José-Carlos Mainer
La editorial Fórcola recupera Madrid-Moscú, Notas 1933-1934, el libro en el que el escritor y periodista Ramón J. Sender contaba su viaje a Rusia hace más de 80 años. Este es un fragmento del prólogo, firmado por el crítico literario José-Carlos Mainer. Ramón J. SenderJosé-Carlos Mainer