Antifranquismo y cine en la España de 1963

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Rodaje

Manuel Gutiérrez AragónAnagramaBarcelona

2021

Esta es la quinta novela de su autor, quien tras dejar en el 2008 de rodar películas, arte en el que había destacado, empezó una trayectoria como autor de ficciones narrativas. Su caso no resulta insólito, pues también han cultivado con fortuna el cine y la literatura de ficción Edgar Neville, Miguel Mihura, Fernando Fernán Gómez, Jesús Fernández Santos, José Luis Borau, Mario Camus, Gonzalo Suárez, David Trueba o Fernando León de Aranoa, por solo citar unos cuantos nombres significativos.

En Rodaje, novela que iba a titularse –me parece que con menos acierto– El ansia, se cuenta lo ocurrido en Madrid durante una semana de abril de 1963, en la que la dictadura de Franco ajustició al dirigente comunista Julián Grimau, coincidiendo con el final del rodaje de El verdugo (1963), de Berlanga, que es un alegato sobre la pena de muerte y, en general, sobre la condición humana. De esta sorprendente coincidencia, según ha confesado el autor, surgió la novela.

El protagonista y narrador es un joven guionista, militante del PCE, llamado Pelayo Pelayo, que intenta acabar el guion de La estrategia del amor ("a grandes rasgos se trataba de una relación entre el hijo de un constructor con turbios negocios inmobiliarios y una chica que trabajaba en una oficina y que quería ser actriz", p. 17), vendido al productor Midas Merlín, de Merlín Films. Así, la trama se desarrolla en torno a las dificultades que Pelayo tiene para concluir su trabajo y los intentos de impedir desde varias instancias el ajusticiamiento de Grimau. Pero, además, nos encontramos con las reflexiones que le suscitan las peculiaridades del cine, y el trato del protagonista con dos grandes directores del momento: Juan Antonio Bardem ("El Partido [...] es mi vida [...] El partido es mi familia", p. 82), cuya ceguera política se pone de manifiesto ("son los últimos coletazos [del fascismo], camarada, no tengas dudas", comenta, p. 83), y Luis G. Berlanga, mal avenidos. Se nos muestran también las actividades que lleva a cabo Pelayo en el partido como militante de base, y a este respecto, resulta significativo el relato de la reunión de la célula del cine en la casa de Bardem, en el llamado Campo de las Calaveras (p. 62 y 76), donde quienes se muestran más radicales son los componentes de la revista Nuestro cine, que apareció en 1961 y cuya primera etapa estuvo muy influida por el PCE. Entre sus componentes –aunque ninguno se cita en esta novela– se encontraban José Monleón, propietario y director, Jesús García de Dueñas y Román Gubern, como representante en Barcelona de la publicación. Y junto a ello, la relación sentimental de Pelayo con Laura, una belleza con un ojo gris y otro verde, a quien identifica con Dafne, en la estela del poema de Garcilaso, cuyos versos aparecen como lema al inicio de la novela, pues podría decirse que la joven –en cierta forma– acaba convirtiéndose en laurel (pp. 7, 35, 36 y 100).

También adquiere un importante protagonismo la ciudad de Madrid, cuyos barrios y calles, cafeterías y bares, cines y burdeles, recorre el protagonista, siempre con poco dinero en el bolsillo, por lo que podríamos emparentarlo con el Martín Marco de La colmena. Además, el mismo autor ha reconocido en entrevistas que, en cierta forma, el protagonista es su alter ego, aunque no se trate de una novela autobiográfica, pues él llegó a Madrid unos diez años después, rodó su primera película, Habla mudita, en 1973, y se afilió entonces al PCE. Por tanto, se trata de una ficción basada en testimonios reales, aunque no siempre provengan de la época en que transcurre la acción.

Estamos, como decía, a comienzos de los sesenta, unos años que en la Europa democrática, civilizada, acabarán convirtiéndose en una década prodigiosa, sobre todo tras el estallido de mayo del 68. En España, poco antes, el PCE se había decantado por una política de reconciliación nacional (1956), el Plan de Estabilización (1959) empezaba a dar resultados económicos, y el paisaje iba transformándose con la llegada del turismo a las playas y de los americanos a Madrid, con Ava Gardner a la cabeza. Recuérdese, además, que por esas fechas se rodaron en España 55 días en Pekín (1963), de Nicholas Ray, y La caída del imperio romano (1964), de Anthony Mann, producidas por Samuel Bronston. Casi a la vez, aparecían los primeros bares americanos, como el Nikka's, de N. Ray, el jazz empezaba a sonar en algunos locales nocturnos, aparecían las primeras minifaldas y bikinis, convirtiendo a las turistas suecas en un mito legendario. Todo ello empezaba a darle un aire distinto a un Madrid pobretón y gris, donde el hambre todavía pesaba, mientras que los noctámbulos vivían –en cambio– una cierta vida en technicolor, tal y como recuerda Gutiérrez Aragón. Así las cosas, a lo largo de los 50 iría cuajando entre nosotros una nueva generación de brillantes escritores, sobre todo de poetas y narradores, aunque pronto, en 1964, el Gobierno celebraría, con un gran despliegue de medios, los llamados XXV años de paz.

La ciudad, decía, es otro de los protagonistas importantes de la novela. Aparecen constantes referencias a sus barrios y calles, a los locales que frecuenta el protagonista: cafés como el Comercial, el Gijón o el Teide; cafeterías como California y Manila; bares como Chicote, una coktelería en la que durante la noche alternaban las prostitutas y las gentes del espectáculo, o El Brillante, célebre por sus bocadillos de calamares, todo un emblema culinario de la ciudad, donde en un momento dado detienen a un camarada; o la lotería de doña Manolita, despertadora de sueños. No en vano, uno de los lemas que encabeza la novela son unos versos del poema "Insomnio", de Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso: "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres..." (pp. 7 y 205).

Tanto la trama principal como algunas de la subtramas aparecen alimentadas por personajes secundarios, como Santiago Toxa, el abogado laboralista, alias el Gran Manitú (el apodo debe provenir de las películas del oeste o de las novelas de Karl May), quien comparte piso –y algo más– con el protagonista; el productor Midas Merlín; Juan Enrique, estudiante de Medicina y amigo de Pelayo; el personaje motejado como el Mutante; los cineastas Bardem y Berlanga, cuyo enfrentamiento podría compararse –siendo de distinto tipo– con el de Alfonso Sastre y Antonio Buero Vallejo; el actor Juan Luis Mañara, guapo, dicharachero, excesivo (inspirado en Juan Luis Galiardo); Miriam, la periodista roja del diario Madrid que tanto le gusta a Pelayo; o el comisario Conesa, mentor del llamado Billy el Niño, dos de los policías más siniestros del régimen.

No escasean en la narración los componentes metaliterarios, las comparaciones entre el cine, los guiones y la literatura (p. 75), ni tampoco las posibles coincidencias con el universo de Juan Marsé (la fascinación por las rodillas y por las mamonas de los cines de sesión continua, pp. 37 y 134); el coronel Eymar (p. 61), un fanático que presidía el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, quien interrogó en 1960 a Luis Goytisolo durante su detención, aparece también en el tercer cuento de Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez; la berza, como metáfora –digamos– estética, probablemente inventada –como la literatura de la berza, para representar el realismo social– por César Santos Fontela ("¡Un olor recorre Europa, es el olor de la berza!", remedando el comienzo del manifiesto comunista, p. 73); el Azorín cinéfilo, quien solía acudir a las sesiones del Carretas, no sabemos si al tanto de lo que allí se cocía (pp. 121 y 136); Gil de Biedma, que debe ser "aquel poeta que dejó de escribir poesía para convertirse él mismo en poema" (p. 162); el mismísimo Kafka, en el desenlace del capítulo 20, cuyas cinco últimas líneas podría leerse como un microrrelato independiente, intercalado (p. 202); o Juan Eduardo Zúñiga, pues el protagonista acaba viviendo en la calle Ruiz, a la que se le dedica un cuento de Largo noviembre de Madrid (1980), titulado "Calle de Ruiz, ojos vacíos".

Algunos de los nombres de los personajes resultan ser simbólicos, como ocurre en los casos del duplicado Pelayo, Midas Merlín, Mañara, Monjas, o el acomodador y extra de cine Virginio, quien en el capítulo 14 guía a Pelayo por los recovecos del cine Carretas, en un recorrido que tiene mucho de descenso a los infiernos, emparentando esta novela –en el uso del motivo– con Luces de bohemia, Nada o Tiempo de silencio. Este episodio incluye dos historias intercaladas: la de Julián Pérez Castro, el empleado de Tabacalera denunciado por sus propios hijos; y la de Carmen, la encargada del ambigú del cine.

El realismo que predomina en la narración, a veces adopta ribetes existencialistas, y otras se decanta por el tremendismo, el esperpento o lo grotesco. Algunas escenas resultan tremendistas, como cuando junto a la estatua de la plaza del Dos de Mayo unos matones borrachos torean –el falso torero es un lisiado llamado Paco– y agreden, pues lo patean, a un mendigo (pp. 107-109); mientras que otras me parecen memorables, como la visita al cine Carretas, o cuando en el capítulo 12 baraja El Quijote con Hamlet. También aparecen otros episodios menos logrados, como el protagonizado por Lolín, la joven estigmatizada; o aquel otro –en el capítulo 19– en el que el protagonista pretende disfrutar de la tranquilidad que le proporcionará el club Nayké, un burdel regentado por un exmilitar que ha compuesto un zodiaco menstrual de las estrellas, y que le permite concluir su guion, aunque la prostituta Luz Marina logra captar mejor su atención. En este mismo capítulo se recoge también la historia intercalada de El Hombre de las Abejas, compañero de Pelayo en los calabozos de la Puerta del Sol, que había sobrevivido a su paso por Mauthausen.

Sea como fuere, me parece que los personajes femeninos no están tan bien perfilados, pues ni Laura ni Miriam acaban de tener una entidad suficientemente compleja, les falta desarrollo y aristas. Y, sin embargo, en el capítulo 21, el más breve del conjunto, solo tiene dos páginas, el autor le cede la voz a Laura, quien zanja su relación con Pelayo y su vida en España.

A pesar de sus carencias, Gutiérrez Aragón se ha mostrado defensor de la Transición en diversas entrevistas, por las esperanzas que había puestas entonces en el futuro del país, y de la militancia comunista de base, en la que sólo encontró –recuerda, tras haber militado hasta la legalización del PCE– generosidad, entrega y solidaridad, aunque también reconoce que sus planteamientos políticos resultaban a menudo poco realistas.

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Podría decirse, por tanto, que la novela se ocupa de lo privado y lo público, de lo político, lo artístico y lo civil, y concluye con el único capítulo titulado, Rodaje, cuando el guionista acaba convertido también en director de la película, al sustituir al argentino Leopoldo Torre ¿Nilson? (p. 142). El caso es que durante el rodaje impera el caos (una desorden semejante al que el joven Gutiérrez Aragón, recién llegado a Madrid, había observado desde el set de El verdugo), tal y como era la vida de esa España, con un pie todavía en el franquismo y el otro intentando dar el salto a lo que sería la transición a la democracia.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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