El rincón de los lectores
Big Bang del cuento (IV). Cynthia Ozick: la literatura como redención
En un par de meses cumplirá noventa años. Esos señores suecos que tanto saben todavía están a tiempo de enmendar el error de no haberle concedido el Nobel. Porque Cynthia Ozick es una enorme, enorme escritora. Si sus novelas y ensayos son prodigiosos, sus cuentos no les van a la zaga; y no porque haya militado en reivindicación alguna del género breve. Ozick no es dada a reivindicaciones (o sí, pero muy a su manera: véanse las imágenes en Internet de su memorable enfrentamiento de 1971 con el macho Norman Mailer), sino que prefiere dar ejemplo mediante la acción: escribiendo cuentos alucinatorios que son como una plasmación libérrima de la misma prosa extraña e inteligente que anima sus novelas, y escribiéndolos tan bien como Philip Roth, Isaac Bashevis Singer, Bernard Malamud o Saul Bellow, los legendarios autores de la cultura yidish-neoyorkina a que ella pertenece.
Sus padres llegaron a Nueva York empujados por los pogromos de la Rusia zarista de principios del siglo XX. Regentaron una farmacia en una parte del Bronx todavía rural, de casas bajas, donde la niña Cynthia esperaba ver pasar por las mañanas al lechero montado en carro de caballos. Pese a las admoniciones del rabino, que no encontraba útil que las mujeres estudiasen, logró entrar en la universidad, y en 1950 obtuvo un máster en literatura con una tesis sobre La parábola en las últimas novelas de Henry James. Se convirtió entonces en una jamesiana apasionada. A los 22 años ya quería emular al narrador inalcanzable de Los embajadores, y pasó casi una década obsesionada con una novela-trampa que nunca logró terminar y de la que desistió por agotamiento. Se casó, tuvo hijos, siguió preparándose. Años después caería en la cuenta de que para ser una buena escritora debía mantener una distancia psicológica con los maestros; que el embeleso y el homenaje no eran el camino; que no debía adorar el arte perfecto sino saber administrar con humildad las propias limitaciones. De modo que no publicó su primera novela, Trust, hoy inencontrable, hasta 1966, es decir, cuando ya tenía casi cuarenta años. En realidad la mayor parte de su obra aparece cumplidos los cincuenta. Su última novela, Foreign Bodies, se ha terminado de escribir a los febriles 82.
¿Pero cuál es la poética del cuento de Cynthia Ozick?
En su elocuente "Innovación y redención: qué significa la literatura" (recogido en Metáfora y memoria, Mardulce, 2014) encontramos una visionaria defensa de la ficción narrativa como forma humanista y perdurable de conocimiento. "Innovar en el arte tiene como motivación expandir la humanidad, no liberar una oleada de rencor hacia ella". La diferencia entre barbarie y cultura es la diferencia entre la voluntad de dominar y la voluntad de regenerar. El rencor vandaliza. La innovación redime. "Los cuentos que apreciamos a lo largo del tiempo son los que tienen una cualidad redentora; no los que contienen la promesa de una redención garantizada, ni de bondad, amabilidad, decencia, todas las virtudes consabidas. La redención no tiene casi nada que ver con la virtud; es más bien esa idea singular que es lo opuesto a la fatalidad: la idea que insiste en la libertad que tenemos para cambiar nuestras vidas".
Lo cual conecta de manera estimulante con la noción de gracia de la cuentista católica Flannery O'Connor, o con aquel verso de Rilke, "Has de cambiar tu vida", con el que el torso arcaico de Apolo, es decir, la obra de arte incompleta y mutilada, es capaz de hablarnos a todos, de apelarnos por sorpresa, tan rebosante de significado como está (Adam Zagajewski). Pero esa es otra historia.
Además de mostrarse en sus ensayos y entrevistas, la poética de Ozick viene implícita en los nada complacientes cuentos recogidos en El chal (Lumen, 2016), Cuentos reunidos (Lumen, 2015) y Los papeles de Puttermesser (Mardulce, 2014), cuatro de los cuales resultaron ganadores del premio O'Henry: "Usurpación" (1975), "El chal" (1981), "Rosa" (1984) y "Puttermesser en pareja" (1992). Digamos que Ozick prefiere a Nabokov antes que a Hemingway. Esto supone todo un programa estético que comienza por la exclusión de las palabras fáciles que gustan al mercado. Un cuento genuino "está hecho de lenguaje, de personalidad, de azar". Se construye, como el poema, sobre un destello revelador, sobre una epifanía, aunque a menudo sus propias narraciones la oculten bajo complicadas capas burlonas y puedan extenderse durante 40, 50, 60 páginas hasta llegar a ser casi nouvelles. Ozick no tiene miedo a los grandes temas. Necesita explayarse, al igual que Henry James, porque es dada a la digresión y al juego, al goce de la imaginación desbocada, y porque lo que ha de decir es importante y exige profundidad.
Por supuesto, el mundo judío. La tensión entre memoria y diáspora, el fracaso constante del exiliado en su búsqueda de aclimatación a nuevas identidades. Los cuentos de Ozick abundan en la sátira hilarante (también inmisericorde) de los que no pueden vivir sin la nostalgia de tiempos perdidos: el rabino que se suicida tras descubrir las maravillas del panteísmo y el animismo, el pobre diablo quijotesco que trata de erigir un idioma mundial que sustituya al esperanto, que consiga al fin lo que el esperanto se propuso y no logró; el mediocre actor de reparto al que se le presenta la oportunidad de su vida, aunque se trate de protagonizar una rancia obra de teatro en moribunda lengua yídish. Pues los artistas, los escritores, los intelectuales pululan por los cuentos de Ozick. A todos los atormenta una continua reflexión sobre qué cosa sea el arte verdadero y cómo pueda diferenciarse del falso, a menudo en clave sarcástica o paródica. Si en "Cómo ayudar a T. S. Eliot a escribir mejor" nos encontramos a un editor cafre que mutila la primera versión de "La canción de amor de Alfred J. Alfred Prufrock", en "Dictado" –un cuento asombroso– las mecanógrafas de Henry James y Joseph Conrad unen sus fuerzas para dar al mundo una lección estética, su propia versión del "has de cambiar tu vida" rilkeano.
Pero la escritura honda, lúdica, reflexiva, extravagante o furiosa de sus Cuentos reunidos queda empequeñecida ante el fuego helado y el vértigo que producen "El chal" y "Rosa", los dos relatos enlazados sobre la experiencia de los campos de exterminio nazis que Lumen ha hecho muy bien en editar aparte. No es que Cynthia Ozick no haya tratado el tema en otros textos (la inadecuación a la vida de los supervivientes o la imposibilidad de narrar lo sucedido están en "Levitación", por ejemplo), pero "El chal" es otra cosa: probablemente el mejor relato breve que se haya escrito nunca sobre la Shoah. Esas diez páginas del primer cuento –o de la primera parte del cuento–, las que transcurren propiamente en el campo, escritas como en trance en 1973 y no publicadas hasta 1980, son algo así como el correlato narrativo del "Todesfugue" de Paul Celan. Ahí están, como ha señalado Nora Catelli, "la industria de la muerte, la animalización, el odio, la destitución absoluta de toda subjetividad", al igual que en "Rosa", el segundo cuento enlazado a modo de coda, emergen inevitablemente los subtemas del cultivo del odio en tanto que parte inevitable de la memoria –en tanto que modo de seguir vivos–, o de la siniestra absorción que la víctima hace del victimario cuando la violencia ya ha cesado, es decir, "la adopción indeseada del otro".
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Pronto va a cumplir noventa años. Cynthia Ozick no deja de escribir cada día, o cada noche, redimida para siempre por la ficción, que no es sino la alegría de poder mentir con entera libertad sin que recibamos castigo. ¡Larga vida a Cynthia Ozick!
*Jesús Ortega es es escritor y editor de Jesús OrtegaProyecto Escritorio (Cuadernos del vigía, 2016).