El tiempo come mucho…
Blas de Otero
Capri, c’est fini,
je ne crois pas que j’y retournerai un jour.
Hervé Vilard
La música llena las novelas, los poemas y los relatos de Harkaitz Cano. Lo digo de entrada: uno de los mejores escritores que ustedes pueden encontrar en los aparadores de la literatura contemporánea próxima o lejana. En su escritura no hay trampa ni cartón, ni esa impostura tan de moda literaria en los últimos tiempos, tampoco la más mínima voluntad de enmendar el pasado. Ya se sabe que el pasado no admite redención, lo que podemos es aprovechar lo que pasó para construir un presente que no nos avergüence. O que nos avergüence lo menos posible cuando nos miramos en el espejo de lo que nos pasa. O dicho de otra manera y seguramente mejor: “La memoria no es el registro inmóvil de los hechos del pasado, sino que desempeña un papel creativo a la hora de reordenar lo vivido y otorgarle significado en función de las inquietudes del presente”, escribe David Beorlegui Zarranz en su libro Transición y melancolía. La experiencia del desencanto en el País Vasco (1976-1986).
He leído casi todo —no sé si a lo mejor todo— lo que ha publicado el escritor de Donostia. Lo último, su última novela traducida al castellano, La voz del Faquir. Habla del País Vasco, de ETA, del dolor que sale disparado en muchas direcciones, del dolor que se queda como un tumor maligno en el cuerpo solo de sus protagonistas. Y de la música, sobre todo de la música. Recuerden el título de una de sus grandes novelas: Twist. La música siempre, en sus más diversas modalidades. No importa el género. Aquí la música es la del cantante Imanol Larzabal, conocido con el nombre a secas de Imanol en el mundo de la música y en otros mundos que no son estrictamente musicales. Pudiera parecer, por lo dicho, que el libro fuera una biografía, uno de esos biopics que añaden a las biografías, casi siempre, unos buenos lingotazos de impostura. Pero aquí no es así. Ya lo hizo Harkaitz Cano en Twist: cambiar los nombres de los protagonistas reales, inventarse situaciones que no desdicen del todo las que se dieron en la realidad. En aquella enorme novela regresábamos al asesinato de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala a manos de los GAL en 1983, cuando la guerra sucia contra ETA. No resulta fácil hablar de terrorismo cuando el terrorismo es una hidra de siete cabezas dispuesta a morder con rabia lo que encuentra a su paso. Y, sin embargo, en aquellas páginas narradas “con un brío fuera de lo común”, según las palabras sabias de Ricardo Senabre, no se arredra el autor a la hora de buscar ninguna equidistancia. Por cierto: no sé qué es eso de la equidistancia. ¿Existe de verdad? Estoy seguro de que no. El equilibrista sabe que bajo sus pies sólo hay abismo. Y que mantener la horizontal necesita un punto de apoyo como contrapeso. Y ese punto nunca es el punto medio entre eso que tramposamente se llaman hoy los “extremos”. Si una novela se sitúa en ese “centro” mal vamos: impostura al canto. El conflicto anima las buenas novelas como punto de partida y nos saca de ellas con más conflicto todavía. Pero hoy se llevan las novelas complacientes, las que ofrecen algo parecido a la autoayuda, las que después de su lectura (seguramente con muchos premios encima) nos ofrece esa tranquila felicidad de los bienaventurados y los mansos que dicen los de la Biblia. Nada de eso nos deja como premio la lectura de La voz del Faquir. Nada.
La música, decía antes. La vida también de Imanol en un tiempo lleno de luces y de sombras, como los grandes tiempos de la historia. La música como arma en aquellos tiempos: aunque pareciera imposible, o al menos una miaja extraño. Se lo dice el compañero Seiko después de leer el apoyo de John Lennon y Yoko Ono al IRA: “No pensarás que llegaremos muy lejos solamente con vuestras guitarras, ¿verdad?”. Lo mismo que cantaban los Stones en Street fighting man: “Qué puede hacer un pobre chico excepto cantar en una banda de rock’n roll?”. Milita Imanol en ETA y canta, como tanta gente entonces, hasta pagándose el bocadillo de la cena. Pero los tiempos no son siempre los mismos. Tampoco la gente que los vive, que los vivimos. Sin embargo, demasiadas veces nos resistimos a esos cambios, seguimos con un pie en el abismo del equilibrista pero sin encontrar el punto que ejerza de contrapeso. Los viejos amigos siguen encontrándose y desencontrándose. Unos están dentro de ETA y otros ya no tanto o fuera de lo que la banda fue y de lo que es ahora, después de los años del plomo. “¿Nos contentaremos con saldar la deuda en la cortés divisa de quien calla la obviedad de lo mucho que hemos envejecido estos años, o nos cruzaremos en la calle con ellos sin saludarnos apenas? Es el flaco consuelo de los viejos amigos: envejecemos, pero no cambiamos. Seguimos siendo los abismos con patas que fuimos hasta el fin de nuestros días”. O el contrapunto a la hora de los balances en las columnas del debe y el haber: “Teníamos planes, fuimos ingenuos, éramos demasiado jóvenes”. Y qué, después de todo eso. Qué, después de haber denunciado Imanol Lurgain, públicamente y con su música, el asesinato de Lurdes Arakistain o simplemente Arakis en las páginas de este libro excelente. Qué, después de que Imanol denunciara, públicamente y con su música, el asesinato de Yoyes a manos de sus compañeros de ETA cuando ella había decidido apartarse de su propia historia. La realidad y la ficción dan lugar a novelas muchas veces imprescindibles. Otras veces no, otras veces producen monstruosidades insoportablemente vacías, llenas de trampas, de heridas mal cosidas que dejan a la pobre novela con más costurones que abandona Victor Frankenstein en la inocente criatura de Mary Shelley. En La voz del faquir no hay ninguno de esos costurones. Ninguno.
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La novela se abre con una conversación entre un escritor y un testigo de lo que luego se contará en sus páginas. Busca el escritor (como ya pasaba en Twist) las señales indias de lo que interesa a la historia. ¿Había grabado Imanol Lurgain la canción Capri c’est fini en una vieja cinta de magnetofón cuando empezaba a querer ser cantante? Ahí empieza la narración hacia un destino que se abre y se cierra a cada instante. El tiempo de la juventud, de las canciones del verano, de los amores perdidos en las revueltas de una más que cercana insurrección. Lo que hay en medio de ese tiempo primero y del que vendría luego es este impresionante relato de Harkaitz Cano. Nada de biopic,como decía al principio de estas líneas. Nada de hagiografía edulcorante del personaje protagonista. Nada de centro imposible entre los dos extremos. Nada de complacencia ni autoayuda para facilitar su lectura. Sí, a cambio, oficio del bueno, de ese que ennoblece el trabajo de quien escribe. Nadie sabe qué habrá sido de Capri c’est fini en la vieja cinta del padre del escritor. Nadie se aventura a salir con las claves tranquilizadoras del relato porque lo que espera fuera es la sombra de un tiempo intranquilo que nos sigue empujando al implacable y necesario desasosiego de la búsqueda. Y la pregunta del millón casi al final de la novela: “¿Qué queda de los viejos tiempos en los nuevos tiempos, más allá de la imposibilidad de explicarlos?”. Ustedes mismos tienen la palabra, ahora. Y no pasa nada, absolutamente nada, si, como me ha pasado a mí gracias a esta magnífica novela, tampoco encuentran la respuesta. _____Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es
Alfons CerveraLa noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018).
El tiempo come mucho…