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El cielo sin aves de Fernanda Trías

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En uno de sus ecopoemas más conocidos, José Emilio Pacheco hablaba de la desaparición de los peces y la invasión de aves marinas hambrientas, para luego identificar baudelairianamente a esos pájaros con poetas que como Vallejo vivieron y murieron en la miseria. Esa visión terrible de Pacheco, con su síntesis de horror y desamparo, puede hermanarse con las que se desgranan en la última novela de Fernanda Trías (Uruguay, 1976), autora de títulos narrativos como La azotea, Cuaderno para un solo ojo, La ciudad invencible o No soñarás flores.

Mugre rosa comenzó siendo un proyecto de novela que recibió en 2017 el premio SEGIB-Eñe-Casa de Velázquez para su escritura. Su resultado final, publicado en plena pandemia, revela una inesperada profecía, donde un cataclismo convierte a una ciudad portuaria —tal vez Montevideo— en un infierno de peces agónicos y cielos sin pájaros, envuelto en una densa niebla y azotado por un enigmático viento rojo que siembra todo de enfermedad y muerte. Esa coincidencia azarosa puede hacer que la novela se lea casi como una crónica en clave alegórica, y no lo que realmente late en su fondo: la metáfora del capitalismo como un incendio devastador que se apaga, y que nos arrastra a todos con su podredumbre y ceniza.

La narradora de Mugre rosa es una mujer atrapada en esa ciudad contaminada —con todos esos peligros y con sus propios fantasmas—, que para conseguir dinero y poder huir de ahí cuida en su casa al niño enfermo de una familia adinerada. Él se llama Mauro y tiene el mismo síndrome que se adivinaba en un personaje inolvidable de Juan Rulfo, Macario, obsesionado con comer —así fueran sapos o ranas— y que golpeaba su cabeza en las paredes sin ser capaz de sentir físicamente el dolor. Mauro parece un secreto homenaje de Trías a ese Macario, que tenía una madrina cruel pero contaba con la ternura de Felipa. De la misma manera, el niño monstruo de Mugre rosa tiene una madre rica y despiadada, y encuentra la comprensión en esa cuidadora que también fue hija de una madre fría y que le da la ternura que ella no recibió. Pero nadie puede curarlo de ese mal que lo impulsa a chupar la cal de las paredes, comerse las basuras o morder sus propios dedos por la desesperación de un hambre nunca saciada. La otra carga de la narradora será Max, su exmarido, infectado de esa ponzoña que domina la ciudad, que permanece en la sección de crónicos del hospital y que sigue manteniendo sobre ella un extraño dominio, en una relación enfermiza de amor y miedo, con un idioma propio hilado con las paradojas y recuerdos de una vida compartida.

La atmósfera de la novela nos habla de cosas que cada vez se sienten como más cercanas: un aire envenenado, una epidemia descontrolada, una población agónica. También nos habla de la gestión torpe, del negacionismo y del absurdo circundantes. Y de la sordidez y el sinsentido, la charlatanería o el desamparo. La ciudad se convierte en un personaje más, con su escenario espectral de edificios vacíos, saqueos, vehículos extraviados y suicidas. Lo mismo ocurre con las aguas, invadidas de algas viscosas y peces mutantes.

En ese clima de incertidumbre y amenaza, la memoria se refugia en el pasado, en la infancia compartida con Delfa —la sirvienta que hacía el papel de madre— y con Max, ese hombre atormentado con el que la narradora estuvo siempre unida. Todo eso la sustenta, encerrada en esos recuerdos —“el recuerdo también es un residuo reciclable”— y en ese lugar del que en realidad no desea irse, porque más allá no hay memoria a la que aferrarse. Intuye sin embargo que el fin está cercano, acorralada por una hambruna que el gobierno ha intentado paliar con una fábrica de embutidos sintéticos —la mugre rosa— que sucumbe entre las llamas de un incendio. Mientras, ella, hastiada del sabor metálico de unas encías que sangran por la desnutrición, descubre que ni siquiera los billetes que acumula para huir tienen un sentido, porque no queda nada que poder comprar con ellos.

La prosa de Trías es serena y vibrante a un tiempo, con un acertado uso de los tiempos verbales, que se mueven entre el pretérito y el futuro para dibujar el espacio de la desesperanza. La autora logra mantener la tensión y la temperatura estética a lo largo de todas sus páginas, sin ceder al lugar común ni tampoco a la tentación de truculencias grotescas o apocalípticas. Hay además en su templanza un sutil reverbero poético, al que contribuyen las preguntas y paradojas que van cosiendo los sucesivos capítulos.

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La llegada del viento rojo cautiva al principio con su belleza ígnea. Luego avanza la devastación de los cuerpos, el terror, el aislamiento de ventanas cerradas y calles desérticas, la muerte omnipresente, la advertencia de nuestra infinita fragilidad. Y solo va quedando un paisaje alucinatorio de escombros, detritus y seres enjaulados que dejan de temer a la muerte porque ya viven en ella. Un paisaje que empieza a difuminarse para ceder su lugar a ese otro, invisible y mucho más real, que es el de la memoria. El único refugio posible, el único que puede confirmar la certeza de estar vivo en un tiempo muerto.

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Selena Millares es escritora.

En uno de sus ecopoemas más conocidos, José Emilio Pacheco hablaba de la desaparición de los peces y la invasión de aves marinas hambrientas, para luego identificar baudelairianamente a esos pájaros con poetas que como Vallejo vivieron y murieron en la miseria. Esa visión terrible de Pacheco, con su síntesis de horror y desamparo, puede hermanarse con las que se desgranan en la última novela de Fernanda Trías (Uruguay, 1976), autora de títulos narrativos como La azotea, Cuaderno para un solo ojo, La ciudad invencible o No soñarás flores.

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