Huaco retrato
Gabriela Wiener
Literatura Random House
La vida es, quizá una larga calle por la que cada día pasa una mujer con una cesta
Las modas literarias. Como si eso fuera una invención repentina, nada dispuesta de antemano, libre de ataduras. Y va y nos lo creemos. Y va y quedamos como imbéciles que no se enteran de nada. Lee esto: y lo leemos. Lo de al lado, ni se te ocurra: y ni se nos ocurre. Dóciles. Más dóciles que nadie a la hora de seleccionar nuestras lecturas. No seleccionamos nada. Nos las meten sin necesidad de calzador. Leemos entre la indiferencia y la modorra. Para qué más. Si escribir es “aullar sin ruido”, como decía Marguerite Duras, leer debería ser lo mismo pero armando la de dios es cristo. Por qué nos venden lo invendible, lo que supura bondad de la buena, lo que en el relato de según qué guerras se convierte en el centro imposible de la equidistancia, lo que hace ya muchos años está siendo el cuento chino de la autoayuda donde hoy ha ido a parar gran parte de la literatura contemporánea aquí y en la China donde dicen que al insignificante pangolín se le fue poco a poco poniendo la cara de Godzilla. Abaratar el aullido, banalizarlo, domesticarlo, ensimismarlo: convertirlo en impostura. Como hizo con su vida un tal Charles Wiener un poco más acá de la mitad del siglo XIX. Las palabras trucadas, como las motos de mi juventud. Un presunto (o no tan presunto) ladrón de tesoros arqueológicos en Perú convertido en artista principal cuando la Exposición Universal de París en 1878. Un museo con esos tesoros y su nombre en las listas de la Legión de Honor. Un crack el tal Charles Wiener. O como quiera que se llamara según se cuenta en una magnífica novela que he leído tarde y seguramente mal. El título: Huaco retrato. Su autora: Gabriela Wiener. Flashback. Volver atrás. Eso hago.
Leía las columnas periodísticas de Gabriela Wiener en elDiario.es. Historias de su Perú, de los males que aquejan a los países demediados por la avaricia de los que pueden más y tienen más medios para poder más, de las mujeres que han de sudar más que otras mujeres y que todos los hombres para que la cabeza no se la vacíen como al huaco que destaca, precisamente por ese vaciado, en el Museo parisino que contiene lo que Charles Wiener se trajo del Perú engañando a las gentes que no sabían de ningún engaño. Leía todo eso en sus columnas, pero nunca me enteré de que la periodista había escrito otras cosas. Paso por casi todo cada vez más de puntillas. También por los sitios donde se habla de libros. Casi siempre dicta el mercado las listas de esos libros de “obligada” lectura. Y digo que paso cada vez más de puntillas también por los sitios donde se habla de libros porque un día se me quedó grabado lo que, sobre los motivos que deberíamos tener para leer, escribe Cyinthia Ozick en su excelente Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios. Esos motivos deberían servir para captar “el porqué de lo que es verdad y lo que es mentira”. Y aquí se habla mucho de lo que es real o ficción, de si hay que llamar a eso autoficción o algo absurdamente parecido. Pero nadie se preocupa de discernir entre si lo que se cuenta es verdad o una mentira como un piano. La ficción no tiene límites, dicen los más atrevidos. La verdad -diría yo- es ese límite, lo otro es cinismo. El libro de Gabriela Wiener es sencillamente un libro que, este sí, habría de ser de lectura necesaria. Si es o no es la vida de la autora peruana me importa un pito. Todo lo que hay en sus páginas rezuma esa verdad a la que aludía Cynthia Ozick. Y a los personajes se les ven las vísceras supurando por las heridas. Y lo que viven esos personajes van de la vida al miedo con billete de vuelta. Un personaje que no tenga miedo es poco creíble. Recuerden a Faulkner: se quedaba con la pena antes que con la nada. Quien no tiene miedo en las novelas y en la vida es un robot. O mejor aún: un imbécil. Pues eso.
Una mujer viaja de Madrid, donde vive, a su Perú natal. Su padre se está muriendo. No le apetece nada. Por el avión. Por su propio padre. Hace tiempo que no le provoca ninguna sensación. Cuando llega, el padre ha muerto. Cómo se gestiona el duelo cuando se sabe bien poco de lo que nos dolemos. A mí me pasó. Con mi padre. Me avisaron, yo andaba como a dos horas de distancia. Cuando llegué ya lo habían puesto en la cama y embutido en un traje que no había llevado nunca. Igual era el de su boda. Lucía la impostura de una corbata, estrechita como la de los Beatles, de esas que se anudan al cuello con una gomita insignificante. Se la arranqué y le solté el botón primero de la camisa blanca. A lo mejor ahí empieza ese cómo hacer para vivir un duelo del que no sabes apenas nada. Los gestos. Caminar un poco a lo zombi. Mirar al muerto. No a la muerte. Al muerto. Hemos leído mucho, también el personaje Gabriela Wiener, sobre eso, sobre qué hacer cuando hemos de pasar un duelo. Pero no nos sirve. Todo está en nosotros, en lo reducido que resulta el espacio donde la muerte se produce. Lees a Baudrillard, a Barthes, a James Joyce, a Rulfo… Y qué. De qué te sirven. De nada. Tú y los dos por noventa que tiene la cama donde yace una ausencia repentina. La mujer, que tiene el nombre de la escritora, viaja a su casa y va hilando historias que tienen que ver con su vida. Los regresos son imposibles. Lo que es posible es recobrar la memoria de los sitios y la gente que dejamos atrás. Y mezclarla con lo que ahora vivimos. Es la única manera de regresar, aunque siempre sin grandes esperanzas.
En Madrid ha dejado la mujer a Jaime, su marido, a su esposa, Roci, y a la hija que tuvo con Jaime no recuerdo si antes de salir de Perú o después de llegar a Madrid. La mujer “que vino con su esposo cholo y se enamoró también de una mujer blanca que practica el amor libre”. El amor. El poliamor. Descubrir que la vida no nos la tienen que contar, que será más vida cuando la vivamos, cuando podamos sentir a la vez nuestra capacidad de provocar heridas a los demás y de sufrirlas cuando nos abren en canal porque al final somos un cuerpo que se mueve en la intemperie. Saco aquí a mi manera lo que escribe Jorie Graham en su libro de poemas titulado Deprisa: una retirada forzosa de un territorio ocupado, un cuerpo no es sino eso. Un territorio ocupado. El cuerpo. Cuántos cuerpos caben en una vida. Cuánto miedo, aunque lo contemos con ironía, como magistralmente hace Gabriela Wiener en ese libro hermoso donde salen monstruos. Cuando piensa en su vida media secreta con Jaime y Roci, también en los secretos de los otros dos, en lo difícil que resulta querer ser una misma sabiendo que una misma es poco si no está en lo común, en las vidas compartidas: “¿Alguna vez podré dejar de sentir miedo?”. Todo en medio del duelo, de cómo gestionarlo, de cómo mirar al muerto sin el parche que llevaba en un ojo porque su vida estaba dividida en dos y se cambiaba el parche de ojo para cada una. El parche. La impostura. Un patriarcado que no desdeña la ternura, aunque lo monstruoso siempre tendrá como testigos a dos niñas inocentes. Recordar todo eso en el regreso a la muerte del padre, al libro que escribió el tatarabuelo Charles Wiener, farsante y racista. Ese personaje que pasó a la historia como un personaje famoso en el mundo de la ciencia y no como un delincuente que cambió de nombre no se sabe cuántas veces. El parche en el ojo del padre que no delata la nobleza de un pirata de verdad, sino la miseria moral de la impostura. Menuda tropa.
Ver más'Hey Joe' y la niña que veía el futuro
La familia. Que no se me olvide. La primera mujer: María Rodríguez. La tatarabuela. Esa mujer a la que, como en el poema de Forugh Farrojzad, veo pasear humildemente, a todas horas, con una cesta por la calle. Mi personaje preferido entre todos los de la novela. El que menos sale porque siempre se la nombra como de pasada: “En la familia no hay una sola foto de María Rodríguez”. La que inicia la saga de los Wiener. Siempre en la parte más oscura de la familia y el relato. La hace brillar la dignísima escritura de esta novela que se me ensancha por mil sitios diferentes. La mujer que como si siguiera viviendo después de más de un siglo lo supo todo -y lo sigue sabiendo- de un grupo familiar lleno de secretos, de parches en un ojo para cada ocasión, de lo que es verdad o inventado en la historia de una estirpe que no es la de Aureliano Buendía pero que a ratos se le parece: “Una familia es una isla ficticia sobre un mar de realidad”. Y la madre, la mujer mirada sólo con un ojo durante tantos años, sabedora del secreto y la impostura, la fragilidad que supone andar siempre en el lado de la historia con menos fortaleza. La que no sabe de territorios ocupados porque el amor fue cierto, al menos cuando era mirada por el ojo bueno del hombre partido en dos casi toda su vida. Si debería pedir perdón a las hijas por haber amado así, atada al deseo y a la ternura y a lo monstruoso del a medias ausente. Se lo pregunta a Gabriela Wiener en una carta, casi al final de Huaco retrato. Si debería pedir perdón por haber amado así, de esa manera. Cómo de difícil es no traicionar “nuestra vieja promesa de no sentirnos culpables”. Lo escribe esa poeta inmensa que es Adrienne Rich en su libro El sueño de una lengua común. No sentirnos culpables por hacer o no hacer, por tomar o no tomar las decisiones que tocaban, por car en las redes de ese amor que hace pedazos nuestras convicciones más profundas. Siempre le quedará a la madre el tiempo de la revolución, cuando todo era otro y tan distinto. Se lo dice a la hija Gabriela en esa carta. Cómo le dejaba notas al joven novio para que supiera de ese amor cuando eran jóvenes y revolucionarios. Y la frase, para que no la olvidara, para que supiera que ella siempre iba a estar ahí, en esa clase de amor, porque la locura también es una parte a veces de nuestra vida que nos hace felices: “Crazy of love for you”. Parece el título de una canción. No sé si lo es. No he querido mirar en internet. Como tampoco he ido a internet para averiguar si sucedió o no en realidad lo que cuenta Gabriela Wiener en su libro. A la mierda la autoficción. Lo que he leído tarde y seguramente mal es esto que acabo de escribir. La verdad que desprecia las mentiras. O sea: una novela de la que no sabía nada hasta que hace unos meses, en la Universidad de Konstanz, una estudiante me dijo, toda ella admiración, que Gabriela Wiener había estado allí poco antes de que yo llegara. Y que habían hablado de muchas cosas, también de esa novela que había sido publicada aquí hace ahora un año. Si no la han leído, hagan el favor de no tardar tanto como yo en disfrutarla. La verdad y las mentiras que decía Cynthia Ozick. Apunten esta diferencia y olvídense de ese parche tramposo en el ojo de la literatura que es intentar descubrir lo que hay de real o inventado en una novela. O es verdad lo que se cuenta o es mentira. Y arreando.
______________________
Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).