¿Todavía a vueltas con el amor? Manuel Cruz
¿Todavía a vueltas con el amor?
Que vivimos en una época dominada por las emociones, en la que estas parecen haber terminado ocupando el lugar hegemónico que, a lo largo de la modernidad, se le había atribuido a la razón, constituye a estas alturas prácticamente un lugar común. Pero esta circunstancia a menudo deriva en aceptación acrítica de un tópico que merecería ser sometido a un mínimo análisis, no fuera caso que deslizara supuestos que estuvieran lejos de ser obvios.
Así, para empezar, no parece que todas las emociones tengan el mismo rango o, dicho de otra manera, sean aceptadas como válidas con la misma facilidad. Pensemos en dos de las que se habla en mayor medida, incluso como definitorias de los rasgos más significativos de la sociedad actual. Me refiero al odio y al miedo. Acerca de ambas no parece haber mayores reservas respecto a lo que son y a la valoración que deberían merecernos. Siempre hay matices y puntualizaciones, por supuesto, pero no parece demasiado aventurar afirmar que acostumbran a recibir una valoración negativa, tanto por lo que respecta a su esencia como a su función.
No ocurre lo mismo con otras emociones, con el amor en lugar muy destacado. Es cierto que suele contar, de salida, con una valoración positiva, fruto de las connotaciones históricas que arrastra, como un registro emotivo asociado a la felicidad y a los mejores sentimientos humanos. Pero no es menos cierto que, en los últimos tiempos, proliferan las intervenciones que manifiestan severas reservas respecto a su significado más clásico (el de matriz romántica) y, sobre todo, respecto a la función que ha desempeñado a través de su materialización en instituciones como el matrimonio o la familia tradicionales, proporcionando la coartada para la perpetuación de situaciones de opresión, cuando no, directamente, de violencia. Ahora bien, podría dar lugar a una notable falacia el hecho de identificar sin más ambos planos y deducir del uso o función que ha cumplido el registro amoroso durante buena parte de la historia su condena o rechazo inequívocos, como si no cupieran otras posibilidades de materialización del mismo o como si en una misma época no hubieran podido coexistir diversas formas de hacerlo realidad.
Es frecuente que aquellos que no han vivido una experiencia amorosa intensa desdeñen a quienes están viviendo su pasión y se acojan a afirmaciones del tipo “el amor es una locura transitoria”
En ese sentido, una aproximación a su análisis debería partir de una descripción, lo más fiel posible, del contenido de la experiencia del amor, única manera de aproximarnos con verdad a su naturaleza más profunda. Porque saltarse ese paso y recurrir a la vía de las generalizaciones más ampliamente compartidas puede dar lugar a notables y esterilizantes conclusiones. Entre otras cosas porque puede darse el caso de que estén casi por un igual de extendidas valoraciones de signo opuesto por completo. Así, es frecuente que aquellos que no han vivido una experiencia amorosa intensa desdeñen a quienes están viviendo su pasión y se acojan a afirmaciones del tipo “el amor es una locura transitoria”, y similares. Por el contrario, quienes se encuentran inmersos en una relación amorosa tienden a sentir conmiseración, cuando no tristeza, por la pobreza vital de quienes nunca conocieron la genuina pasión.
Tal vez un primer paso para escapar a este aparente dilema pase por evocar la afirmación con la que se cierra la película Annie Hall. Como muchos recordarán, la voz en off de Woody Allen, tras explicar un chiste sobre locos, termina afirmando, acerca de las relaciones amorosas, que “son completamente irracionales, locas y absurdas”… pero las necesitamos. Pues bien, acaso lo procedente fuera, no tanto detenernos en los adjetivos que las valoran como en preguntarnos la razón por las que nos resultan necesarias. Desplazando el foco de la atención de esta manera por lo pronto se hace evidente que no es únicamente de las relaciones con las personas a las que amamos de las que pueden predicarse tales adjetivos. En realidad, a poco que lo pensemos, los seres humanos llevan mucho tiempo manteniendo intensas relaciones con intangibles, cuya misma realidad es más que dudosa. ¿O es que es menos irracional, loca y absurda la creencia en la existencia de seres trascendentes, a los que incluso se ha llegado a atribuir la mismísima creación del Universo? ¿Y qué decir de los sentimientos patrióticos, que llevaron a algunos a proclamar que por ese ente abstracto, ante cuyos símbolos (himnos, banderas…) tanto se emocionaban, estaban dispuestos incluso a sacrificar su propia vida? En el bien entendido de que, como es obvio puntualizar, las desmesuras del pasado no justifican perseverar en ellas en el presente, pero sí nos están indicando algo relevante en relación con determinadas necesidades, en concreto las de carácter amoroso, cuya satisfacción es sentida por los individuos como perentoria.
Probablemente la clave para entender la raíz de tales necesidades nos la proporcione aquel conocido (y canturreado) poema de José Agustín Goytisolo, Palabras para Julia. El poema, aunque no se pretende propiamente un poema sobre el amor sino sobre el sentido de la existencia humana, en un determinado momento deja caer, en tres versos, una afirmación a mi juicio extremadamente clarificadora a los efectos de lo que estamos comentando. Escribe el poeta, como tantos recordarán: “Un hombre solo, una mujer/ así tomados, de uno en uno/ son como polvo, no son nada”. Sin duda, cabe interpretar tales versos en el sentido, muy propio de cuando se escribieron, de destacar la importancia de lo colectivo, del grupo, frente a la tentación, siempre al acecho, de ensimismarse en el propio yo.
Pero también cabe leerlos a la luz del amor. Porque en el amor el otro rescata al individuo de aquel “ser como polvo”, de aquel “no ser nada”. Y aunque Sartre fuera un acreditado canalla en sus relaciones con Simone de Beauvoir, no mentía cuando le planteaba que sus relaciones con otras mujeres eran relaciones contingentes, pero que solo ella era necesaria. Porque, en efecto, en una relación contingente cualquier persona es una más, mientras que en una relación amorosa, la persona amada es irreemplazable. De ahí la verdad que contienen afirmaciones que fácilmente tendemos a considerar vacías, cuando no lo son. Porque el contrapunto del no ser nada es “lo eres todo para mí” y ser todo para el otro. La percepción de plenitud que acompaña a la experiencia amorosa se vincula con esto.
Por supuesto que siempre habrá quien piense que estamos hablando de percepciones y que estas constituyen un terreno resbaladizo. A quien pueda pensar tal cosa habría que recordarle que, como dijera Heidegger, siempre estamos en una tonalidad, en un estado de ánimo. Pues bien, de entre todos los posibles, el amor es el que posibilita una mayor conciencia de las intensidades que alberga nuestra propia existencia. En corto y por derecho: en pocas situaciones experimentamos con mayor intensidad la sensación de estar vivos que cuando estamos enamorados.
Como dijera Heidegger, siempre estamos en una tonalidad, en un estado de ánimo
Pero esta sensación, claro está, puede tener un doble signo. Porque el desamor, el abandono, no es otra cosa que ese gesto por el que alguien se ve devuelto a su originaria condición contingente, esto es, pasa a ser, de nuevo, uno/una más. O, por seguir con las mismas palabras de hace un momento, de “ser todo” para alguien al “no ser nada” del poema. En ese sentido, bien podríamos afirmar que en la auténtica relación amorosa podemos ser, al mismo tiempo, tan poderosos como vulnerables. A nadie podemos hacer tanto daño como a la persona amada, y nadie nos puede dañar más que ella. Podemos devolver y ser devueltos a la insignificancia. El amor es, en definitiva, una apuesta de alto riesgo. Tal vez así se entiendan mejor las desventuras que viene sufriendo de un tiempo a esta parte.
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Manuel Cruz es filósofo.
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