Defiende lo que piensas

En tiempos de volatilidad generalizada como son los actuales intentar extraer de una circunstancia particular conclusiones de largo alcance en el tiempo parece una pretensión ciertamente poco justificada. Sin embargo, eso es lo que no pocos hacen, incluso con frecuencia, cuando, por ejemplo, consideran que un determinado resultado electoral –el que sea, en el ámbito que sea– constituye la prueba del final definitivo de una etapa o, por el contrario, el anuncio inequívoco del inicio de una nueva era o cualquier otra conclusión de parecida envergadura. 

Ahora bien, si aceptamos como premisa la de que todo cuanto viene ocurriendo en la esfera pública desde hace ya unos años es extremadamente volátil, ¿cómo dilucidar entonces hasta qué punto fenómenos tales como el auge de los indignados de extrema derecha, el declive de los indignados de izquierdas, el retroceso de opciones independentistas o la consolidación del bibloquismo, por poner tan solo algunos ejemplos particularmente pertinentes en el actual momento, representan un episodio asimismo fugaz? 

Para responder adecuadamente a la pregunta, es requisito obligado atender, con tanto cuidado como veracidad, a los aspectos más concretos e incluso de detalle, evitando las prisas por extraer conclusiones generales cuanto antes. Así, uno puede constatar que el desencanto, decepción o desengaño respecto a las propuestas y personas que en un momento determinado han agitado la bandera de la regeneración parece poco menos que una constante de nuestra vida democrática. Desde aquellos madrugadores que, a mediados de los años setenta del pasado siglo, ya se declaraban desencantados (antes incluso de que hubiera algo propiamente dicho de lo que desencantarse) a los que, ya más cerca de nosotros, afirman sentirse desengañados ante los hiperliderazgos erráticos, cuando no directamente contradictorios, de esos novísimos que tanta radicalidad y limpieza democrática anunciaban en la anterior década, pasando por aquellos otros a los que un Zapatero recién elegido presidente del gobierno pretendía tranquilizar con su “no os decepcionaré”, han sido legión los que se diría que han repetido idéntico gesto. 

Es cierto que, a primera vista, podría parecer que nos encontramos ante diferentes formulaciones de, en el fondo, una misma actitud. Pero asumir esta interpretación implica dejar sin pensar aquello que tal vez sea lo más importante, a saber, ante qué diferentes realidades estaban reaccionando todos quienes iban declarando, de diferentes formas, no sentirse representados por aquellos a los que habían elegido precisamente para eso. Porque no es lo mismo denunciar el incumplimiento de una determinada promesa electoral, por importante que fuera (por ejemplo, la no entrada en la OTAN), que la severa enmienda a la totalidad que representó en su momento el aludido movimiento de los indignados del 15-M. 

Desplazando de esta manera el punto de vista, empezamos a estar en condiciones de constatar hasta qué punto la pregunta inicial era una pregunta no del todo bien planteada. Porque la volatilidad no es la causa sino el efecto de los comportamientos de los protagonistas de la cosa pública. Trasladarle dicha responsabilidad a los ciudadanos, que obedecerían, sin saberlo, a una especie de tendencia oculta que les atravesaría y que les dejaría reducidos a la condición de meros muñecos de un ventrílocuo anónimo, no deja de ser una manera como cualquier otra de intentar esquivar la responsabilidad por parte de aquellos a los que les correspondería asumirla. 

Los grandes partidos con vocación de gobierno no deberían renunciar a la tarea de definir sus perfiles ideológicos si no quieren ser, ellos también, pasto de la volatilidad

Por ello, interpretar determinados resultados electorales en términos de que los ciudadanos han decidido volver a lo de siempre significaría un severo error. Por supuesto que ese aparente regreso a lo conocido está informando de algo, aunque solo sea a contrario. Informa, por ejemplo, de la fatiga ciudadana ante propuestas políticas que replican el modelo de funcionamiento de cualquier producto del mercado y pretenden que una imagen agradable o una oratoria fluida sean suficientes para acceder a cualquier puesto de poder político, incluso entre los más altos. Ya hemos tenido la oportunidad de certificar la suerte que han corrido quienes todo lo fiaban a su fotogenia o a su desenvoltura verbal ante los micrófonos y desdeñaban, por ejemplo, la necesidad de una sólida implantación territorial, una estructura organizativa bien engrasada o un plantel de cuadros experimentados y competentes. En lugar de todo eso, optaron por sustituir las alianzas por vaporosas sinergias, las coaliciones por difusos espacios comunes o incluso la persuasiva argumentación racional por ridículas estrategias de seducción, y a la vista está cómo les ha ido. 

Los rasgos que estos desdeñaban constituyen, junto con algún otro, condición necesaria para establecer un vínculo estable entre una formación política y su electorado. Pero, hay que añadir, no bastan si tales instrumentos se ponen al servicio de una propuesta poco consistente o, directamente, confusa. Se dirá, con parte de razón, que esto último representa el signo de los tiempos, y que dibujar con nitidez los perfiles programáticos de derecha e izquierda, tras el aparatoso hundimiento de los grandes relatos globales (especialmente los de emancipación) constituye una tarea cada vez más difícil

De ahí que, para obviar dicha dificultad, en muchas ocasiones las formaciones políticas coloquen el foco de la atención sobre algunas propuestas concretas fuertemente asociadas a un determinado discurso ideológico (que, a ser posible, ponga de los nervios al adversario y de este modo permita subrayar el presunto abismo que los separa) con el objeto de desviar la atención de la ciudadanía respecto de otras cuestiones en las que su coherencia teórico-política podría quedar muy en entredicho. No creo que quepan muchas dudas, a estas alturas, respecto a que esta es la motivación por la que algunos insisten tanto en poner en primer plano todos esos debates que acostumbran a ser subsumidos bajo el rubro de “guerras culturales”. Pero repárese en que, de ser así, nos encontraríamos ante una motivación en el fondo tan solo táctica, sobre la que no cabría sostener ninguna alternativa de futuro mínimamente rigurosa.

Los grandes partidos con vocación de gobierno no deberían renunciar a la tarea de definir sus perfiles ideológicos si no quieren ser, ellos también, pasto de la volatilidad. Una volatilidad tal vez menos acelerada (su fortaleza organizativa sin duda les permitiría resistir mejor, aunque todos ellos hayan tenido ya la oportunidad de verle las orejas al lobo), pero volatilidad al fin. Y eso es lo que les puede terminar ocurriendo si deciden apostar por lo peor de cada casa, y quedan convertidos a efectos internos en una poderosa maquinaria, disciplinada sin fisuras y fuertemente jerarquizada pero sin el menor debate teórico-político de puertas para adentro, y, a efectos externos, en una mera marca, una cáscara vacía de ideas, respecto de la cual los ciudadanos no encuentran mejor razón para seguir prestándole su apoyo que la imagen de su líder o una antigua pero cada vez más desvaída simpatía por las siglas. Claro que, como todo puede empeorar en esta vida, siempre cabe la posibilidad de que la decisión sea aún más pobre, meramente de rechazo, y se tome como reacción al escaso atractivo del líder de la fuerza adversaria o a la antipatía hacia sus siglas, actitud que, según Juan Rodríguez Teruel, director del CEO (Centre d'Estudis d'Opinió, de la Generalitat de Cataluña), está empezando a generalizarse. 

En definitiva, no puedo estar más de acuerdo con el eslogan "defiende lo que piensas", en circulación en no recuerdo bien qué elecciones pasadas. Hasta tal punto llega mi acuerdo que creo que debería convertirse en lema y norma de conducta de todas las formaciones políticas sin excepción. Sólo que, precisamente como consecuencia de cuanto acabamos de plantear, su aplicación plantea un problema nada menor: para defender lo que se piensa, previamente ha de haberse pensado algo.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado.

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