Cantar al Cristo de los Gitanos

Hay una religiosidad perniciosa, que enfrenta a comunidades, discrimina colectivos, somete a las mujeres, frena el avance científico, entontece a los creyentes y legitima poderes opresivos. La religión ha sido (junto con el control del territorio y los recursos naturales) la fuente de conflicto más persistente en la Historia.

Y luego está esa religiosidad que podríamos llamar atea, porque en la práctica poco importa en ella si dios existe o no. La de las liturgias festivas de la Semana Santa pertenecen a ese género, sin dejar de pertenecer al primero para quien lo quiera. No hace falta creer para acercarse a una procesión y tomarse luego una cerveza en el bar de la esquina. Ni siquiera hace falta tener fe para procesionar con un cirio, apuntarse a costalero o cantar una saeta.

No estoy justificando las tropelías de las iglesias ni sus ficciones ni sus privilegios. Reconozco tan solo la inocuidad de las celebraciones de estos días

Hay por tanto una religiosidad inofensiva, benigna, la que practica la mayoría sin apenas saberlo. No celebra, por mucho que lo desearan los sacerdotes, la existencia de un dios ni la sumisión a un catecismo. Permite tan solo ritualizar, y por lo tanto simplificar, los lazos comunitarios, la reivindicación de la pertenencia al grupo y también ciertos valores compartidos. La Semana Santa sevillana, o la zamorana o la de cualquier ciudad española, no son tanto grandes celebraciones religiosas como festividades colectivas en las que la comunidad rememora su origen y reivindica su identidad.

Entendida solo desde este punto de vista, como pueden entenderse los rituales y las liturgias deportivas, por ejemplo, la religiosidad no solo no hace daño, sino que nos aleja del sectarismo. Una religión de baja intensidad, festiva, poco exigente con sus fieles y acogedora hacia los infieles, ocupa el espacio y ejerce la función social de religiones más intensas, excluyentes y extremistas. De los tres monoteísmos, el cristianismo es el más abierto en general a esos efectos. Acepta a quien quiera practicar poco, no exige apenas esfuerzo, convive bien con otras creencias, incluido el ateísmo.

Los ateos españoles somos afortunados, porque ya que no vivimos en un estado realmente aconfesional, podemos disfrutar de los colores, los olores, los sabores y los sonidos de la Semana Santa sin que nadie nos exija rendir culto. Este cristianismo festivo, que concita a creyentes e infieles debajo de un paso de Semana Santa, y a los amigos después en la barra del bar, puede explicar la paradoja de que España sea uno de los países con mayor presencia religiosa en el espacio público –iglesias, ritos de paso, festividades– mientras tenemos uno de los porcentajes de creyentes más bajo del mundo monoteísta. No estoy justificando las tropelías de las iglesias ni sus ficciones ni sus privilegios. Reconozco tan solo la inocuidad de las celebraciones de estos días. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. 

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