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‘Dos días de septiembre’

Juan José Téllez

Dos días de septiembre

José Manuel Caballero BonaldSeix BarralBarcelona1962

Había pasado más de medio siglo, pero Jerez de la Frontera seguía pareciéndose al de La bodega de Vicente Blasco Ibáñez en el que Fermín Salvochea encarnaba el ideario de una revolución imposible. Es la misma ciudad, innombrada, de Dos días de septiembre, que José Manuel Caballero Bonald publicó en 1962, tras recibir el premio Biblioteca breve, de Seix Barral.

La novela fue hija de su época: ese mismo año, por ejemplo, aparecía Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. El texto de Caballero Bonald fue recibido como un ejemplo del realismo social pero, en realidad, era la novela de un poeta que balbuceaba su narrativa. De ahí su ya evidente carga simbólica, su apasionada descripción del escalafón social jerezano, bajo la eterna sombra de la Guerra Civil.

Los pisadores, sí, los pisadores. Ágiles y serios los describía José Manuel Caballero Bonald en este texto de depurado estilo a pesar de constituir su debut narrativo; remangados los pantalones, hundiéndose en la carga del lagar hasta media pierna. Recorrían de lado a lado, narra, el gran pilón, pisándolo y repisándolo, avanzando y retrocediendo, como figuras de una absurda alegoría báquica. No miraban sino a sus pies, entre el resonar de suelas y racimos, hasta que empezaba a caer "el chorro de mosto de la piquera a la tina".

Un Jerez bipolar

Se trata, en gran medida, de una novela coral, en la que no cabe distinguir a un protagonista claro, aunque descuelle la figura de Miguel Gamero. Es una novela hombruna, en donde la mujer aparece relegada a un segundo plano, aunque quepa inferir, como atina a explicar Susana Rivera, a que “la escasa o esporádica presencia femenina en el relato no se debe, como alguien podría suponer, a una actitud discriminatoria por parte del autor; la discriminación está en la sociedad que le sirvió de modelo para elaborar su ficción”.

En 1960, cuando transcurre la acción de estas ficciones, la España franquista ya había salido de la autarquía pero en Jerez perduraba una situación bipolar, la de una ciudad en la que quien no era caballero era caballo. Los latifundios medievales y la estructura social y económica que estrangulaba a una incipiente clase media sirven como telón de fondo para la acción de este relato, realmente protagonizado por la memoria, el estilo y la ideología. Pero también el vino, claro, como hilo conductor de las peripecias y las descripciones, en un claro homenaje a la Generación del 50, a la que pertenece el autor y cuya droga emblemática fue el alcohol. Bajo este don de la ebriedad colectivo, tampoco extraña que otro escritor coetáneo y paisano, Fernando Quiñones, también debutara en la narrativa pocos años antes con un puñado de relatos que agruparía bajo el título de Cinco historias del vino. Sobre ese viaje en paralelo conviene asomarse al lucido ensayo Caballero Bonald y Quiñones: viaje literario por Andalucía, recientemente editado por Luis Cordero.

Había otro Jerez, el del flamenco, el que Caballero Bonald descubrió a través de un toque de guitarra en el barrio de Santiago, en los tabancos a los que acudía con Juan Valencia: “Y en todas las tabernas del barrio de Santiago, había flamenco en algún momento. Alguien empezaba a cantar en el mostrador, sin guitarra, a palo seco. Los que cantaban eran los que luego fueron famosos cantaores, Terremoto, Tío José de Paula, Borrico, toda esa dinastía de cantaores menesterosos”. Allí –quien no es Domecq es caballo— los gitanos constituyeron otra aristocracia: “Lo que pasa es que había varias clases entre la gitanería jerezana: los había pescaderos o que tenían negocios de transportes con carros, esos eran los distinguidos, pero estaban muy integrados con nosotros, y todos los gitanos de Jerez integrados en el pueblo de Jerez. Conozco casos que en otros sitios hubiera sido impensables, como un gitano casarse con una señorita medio burguesa. Y allí era bastante habitual. Si el gitano era una persona convencional, que no era un gitano canastero o desarrapado, era bastante lógico y permisible que se casara con cualquier muchacha de Jerez. Se dieron muchos casos”.

Pero Dos días de septiembre se detiene a mirar desde abajo las cumbres de la sociedad estamental jerezana, con señoritos invencibles como El Pantera, cuyas leyendas aún perduran: “En mis tiempos de Jerez, un Domeq La Riva, hermano del Pantera, llevaba un bastón y, para no tener que levantarlo porque era muy débil, llevaba una ruedecita abajo, lo deslizaba como un patín. Este quería hacerle una comida a los pobres. Mandó llamar al cura de la parroquia y le preguntó: quiero darle una comida a los pobres, ¿sabe usted qué comen los pobres?”.

“Había una frontera clarísima de una sociedad exquisita, educada en Londres, que se compraba sus trajes y sus camisas en la City y al mismo tiempo era ignorante. Era la ignorancia y la sublimación de la educación. Las casas de estos señores de Jerez eran magníficas, con un gusto extraordinario, decoradas, pero no habían leído un libro en su vida y la cultura le sonaba a un peligro, algo peligroso que había que descartar de la vida cotidiana. Esa sociedad, que ha ido desapareciendo, yo la vivía. El señorito de verdad de Jerez era un personaje”.

Hace años, Clara Sánchez reconocía que Caballero Bonald entró con esta obra “por la puerta grande de la literatura con valentía y lucidez pasmosa hablando de la realidad con un lenguaje que le arrancaba todas sus sensaciones y matices, todos los detalles que instalan a sus personajes bajo un cielo verdadero, envolviéndolos en el calor y la luz andaluces de septiembre, pero también mirando cara a cara unos problemas sociales y una 'costumbre de vivir', que en su momento levantó ampollas. Porque precisamente por no nombrar a Jerez en la novela, Jerez acaba convertido en espacio mítico, un espacio tanto en la mente del escritor como en la de todos los que logramos archivarlo como un recuerdo propio”.

Dos días de septiembre es la decantación de su propia peripecia biográfica, de su compromiso literario y de sus vivencias inmediatas. En febrero de 1959, Caballero Bonald había asistido en Colliure, al sur de Francia, a los actos conmemorativos del vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado, en aquel célebre homenaje que juntó a Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda o Carlos Barral, entre otros escritores.

Poco después, contrae matrimonio con Pepa Ramis y viajan a Bogotá, donde él enseñará Literatura Española y Humanidades en la Universidad Nacional de Colombia. Allí, entra en relación con el grupo colombiano de la revista Mito, en el que militaba Gabriel García Márquez. Tras viajar por varios países americanos y publicar aquella primera novela, que seguía a una larga trayectoria poética iniciada diez años antes con Las adivinaciones (1952) y que había merecido una antología poética en Colombia, bajo el título de El papel del coro.

Entre América y Andalucía

Tras estudiar náutica y filosofía y letras en España, pronto se encontró como en casa en aquella América de Bogotá, que le ayudó a tomar distancia sobre su propio hábitat sentimental: “En mi historia personal con Andalucía, hay una cosa importante, que es el paisaje. El paisaje de las viñas, pero también el de la sierra de Cádiz, el del Coto, que es un paisaje cultural. Más que un paisaje bello, lleno de hermosuras, no es un paisaje espectacular, no es una vista panorámica. Pero veo qué es lo que ocurrió aquí a través de la historia y sobre todo a través del descubrimiento de América, los trasiegos de Colón, la carrera de Indias, los barcos naufragando por aquí. Ahí enfrente, hay documentados 600 naufragios. Eso está lleno de oro, hundido en el fango, para siempre, imposible de recuperar. He naufragado aquí en una ocasión y otra vez navegando en Colombia. La gente del mar dice que quien naufraga tres veces se hace inmortal. Así que espero que el tercer naufragio me llegue pronto”.

Todavía quedaba mucho para la inauguración oficial del realismo mágico: “Mis grandes maestras novelísticos han sido latinoamericanos –me confesó hace años—. Me he vinculado siempre a América, porque mi padre era cubano y porque he vivido allí tiempo. Carpentier, Rulfo, Onetti, Lezama Lima, esos son mis maestros. ¿Se puede hablar de realismo mágico o de realismo en Pedro Páramo o en Paradiso, de Lezama? No me gusta la definición de realismo mágico, pero si la creación de un mundo cuya conexión con la realidad es por lo menos ambigua. Carpentier mismo acuñó el término de lo real maravilloso, en el sentido francés de merveilleux, lo exhuberante, lo extraordinario, la realidad extraordinaria que se ve en cualquier parte de América y que en el Coto, quizá por eso pueda haber cierta afinidad, me parecía que podía ser un sitio exótico para el lector normal, ese mundo inesperado, desconocido, ignorado por la mayoría de la gente, y yo quise ahí indagar en esa realidad y salió, naturalmente, una realidad extraordinaria. Me gusta más la realidad extraordinaria que el realismo mágico”.

Dos días de septiembre supone también la puerta de su retorno español, con una nueva actitud política, como compañero de viaje del Partido Comunista de España y lejos de la influencia inicial que sobre él tuvo Dionisio Ridruejo: “Yo nunca fui del PCE. Bueno, no tuve carné. Estuve trabajando con ellos. Empecé con Dionisio, con muchos otros como Moreno Galván, Fernando Baeza, Juan Benet. Cada uno ya se fue por su lado y yo fui compañero de viaje del PC para trabajar en la Universidad en Madrid, ese tipo de agitaciones estudiantiles. Nunca tuve carnet pero estuve todo el tiempo al lado del PCE, entre otras cosas porque era el único partido que, en aquellos años, tenía una presencia viva, activa y eficaz en la lucha antifranquista. Estuve ahí hasta la muerte de Franco”.

“Dionisio terminó mal. Fue un perdedor, un perdedor con encanto. Todo lo que intentó, fracasó. Cada dos o tres años estaba preso. Por todos los medios intentaba, dentro de lo que se podía porque era muy poco, una labor de oposición al régimen, sistemática y eficaz, pero fue barrido. El también tuvo mucho contacto con el PCE, con la democracia cristiana, lo que rodeaba a Ruiz Giménez, los liberales socialdemócratas. Con los socialistas, no, porque no existían en aquellos años. Había algunos casos aislados como Luis Martín Santos, pero muy pocos. Esa etapa de mi vida fue la de luchador un poco contagiado por el romanticismo, la lucha romántica de Espronceda...”. 

Literatura de la mirada

La técnica narrativa y el vocabulario son otros de los principales valores de esta novela, a caballo entre el barroquismo militante del autor y un lenguaje coloquial que seguirá apareciendo, aunque sesgadamente, a través de su obra posterior: "Joaquín estaba pálido. Se sentó en una silla del fondo, al lado del ventanuco. La anea de la silla se había desprendido por abajo, y Joaquín arrancó un podrido y deshilachado cordón. Se lo metió en la boca y se quedó mirando una mancha que había en la pared, a la altura de sus ojos. Debía de ser una mancha reciente porque, según la miraba, parecía como si le desprendiera un hilillo de humedad hacia abajo. La anea empezó a saberle agria y se le formaba en la boca como una pelota de saliva. Empezó a sentir vértigo y dejó caer la silla para atrás, hasta apoyarla contra el saledizo del ventanuco. Le costaba trabajo pensar en lo que iba a hacer".

He aquí la atmósfera. Los olores, la arquitectura catedralicia de las bodegas, el esfuerzo de los viñedos, la altanería, la sumisión, la rabia. He ahí los protagonistas finales de estas páginas, con el behavorismo de Watson o el conductismo que rige la mirada del autor sobre su creación.

Dos días de septiembre se perfila como una llave hacia otros mundos literarios. Es un espejo de la España de la época pero también de la España de siempre, con su oscurantismo y sus luces, con un atraso crónico y una pobreza endémica, que empieza a ser parcialmente combatida por los polos de desarrollo industrial de la tecnocracia franquista. Sin embargo, las fronteras entre los terratenientes y los jornaleros seguirán perfectamente dibujadas sobre el mapa de Dos días de septiembre que, sin embargo, abre sin paliativos un territorio personal en el que transcurrirán otras historias de muy distinto calibre, como la que quince años después alumbrará Ágata ojo de gato, como en anverso analítico y el reverso diletante de una misma geografía. Siendo dos libros relacionados con este territorio, parecen dos memorias completamente distintas, y curiosamente da la sensación que es más real la menos real. El mundo de Ágata es mucho más profundamente andaluz, emotiva e intelectualmente próximo, y el de Dos días de septiembre parece un mundo intencionadamente superficial, a primera vista, inmediato: “Ese análisis me agrada porque pienso que es verdad. Pienso yo, es lo que quería hacer, al menos. Dos días de septiembre es una crónica de una realidad muy concreta, muy específica, y Ágata es más universal, más vinculada a la raíz, a la entraña de Andalucía, a lo que puede ser la fundación de un país, de una nación. En ese sentido, yo me siento más cerca de Ágata. Me siento muy bien expresado, porque escribí lo que quería y contaba de una manera especial lo que yo quería contar de ese territorio. Un poco alegórico”.

“Resulta significativo pasar del realismo más o menos crítico, a una novela como Ágata, de la que no me gusta hablar de realismo mágico, sino de una especie de híbrido entre Sandokán y la Alicia de Lewis Carroll, o la novela picaresca y el cuento de hadas. En todo caso, lo que yo quería hacer desde siempre era Ágata ojo de gato. Cuando escribí Dos días de septiembre, que lo escribí en Bogotá, me sentí obligado a contar las cosas de una manera directa, explícita, sin ningún recoveco literario, sin complicaciones de lenguaje, de sintaxis para el lector. Pero cuando ya la escribí y pasó el fervor del socialrealismo, pensé que tenía que escribir la novela que yo quería haber hecho técnica, teóricamente hablando. Hice Ágata, que es la que siento más cerca, la que me gusta mucho más. Es una novela muy literaria, muy basada en el lenguaje, no para pensar, como dicen algunos críticos, que el lenguaje es el protagonista de la novela. No estoy de acuerdo con esas musarañas teóricas. El protagonista no tiene nada que ver con la gramática. Eso me recuerda una cosa que decía Onetti. Le dijeron también algo por el estilo, que el lenguaje era el protagonista de su obra. Y él dijo, no, yo creo que más que el lenguaje, el protagonista es el punto y coma”.

Lo curioso es que esa dialéctica marcará la pauta de su propia lírica. Quizá porque, en rigor, no haya un abismo claro entre el narrador y el poeta.

*Juan José Téllez es escritor. Su último libro es Juan José TéllezPaco de Lucía. El hijo de la portuguesa (Planeta, 2015).

Dos días de septiembre

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