Eduardo Mendoza: "Los que se manifiestan y queman contenedores tienen motivos para estar enfadados"

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Rufo Batalla, el personaje creado por Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) en El rey recibe, su anterior novela, apenas para por Barcelona, aunque es oriundo de la ciudad, como el propio escritor. Esto es porque el personaje, que ahora repite en El negociado del yin y el yang (Seix Barral), la segunda parte de una trilogía, es un trasunto poco disfrazado del autor. La trayectoria del héroe, arrastrado de acá para allá por el excéntrico príncipe Tadeusz Maria Clementij Tukuulo, empeñado en reconquistar el trono de la antigua Livonia, un país ya desaparecido, es la suya. Eliminando, claro, el disparate que tanto ha trabajado el novelista. "Su visión es la mía", dice, "porque yo he vivido, desde que terminé mis estudios, siempre fuera. Creo que tengo una visión que algo puede aportar, porque es distinta, del que ha estado siempre aquí". 

Y así, desde la lejanía —hoy Mendoza vive en Londres—, mira también a las calles de su ciudad, de esa ciudad que Rufo Batalla apenas pisa durante sus aventuras. "A nadie le gusta cómo está", dice, con pocas ganas de hablar del asunto. Para no tener que hacerlo escribió, de hecho, Qué está pasando en Cataluña, un breve volumen con sus reflexiones publicado en 2017. "No lo he escrito para posicionarme en un bando o en otro. Personalmente, no me gusta ninguno de los dos, pero eso se puede atribuir a mi temperamento, a mis ideas y a mi experiencia personal. Lo he escrito para tratar de comprender lo que está pasando", escribía. Por entonces no concedía entrevistas sobre el libro, quizás porque creía ya haberlo dicho todo. Pero claro, la realidad pesa demasiado. Y se arranca hablando de las protestas desencadenadas tras la sentencia del procés: "A nadie le gusta que haya alteraciones serias y profundas, y con un futuro incierto. Porque yo creo que vivíamos muy bien. Es como en Inglaterra, que de repente [con el Brexit] todo se viene abajo".

 

Pero, pese a su desacuerdo, se muestra comprensivo con los manifestantes: "Es verdad que quienes quieren el Brexit tienen sus razones, sobre todo para querer romper las cosas. Los que se manifiestan y queman contenedores tienen motivos para estar enfadados, porque es una generación muy maltratada". No cree, eso sí, que la reclamación de independencia sea un pilar en las revueltas: "Allí se apunta cualquiera. El otro día entrevistaban a uno que decía que vivía en casa de su madre, no encontraba trabajo, y decía: pues voy a pedir la independencia. Pueden pedir la independencia o pueden pedir que canonicen a Franco, da igual, algo por lo que poder tirar piedras. Eso hay que escucharlo y es verdad. Detrás de estas cosas siempre hay algo". Lo "penoso", dice, es que eso "se manipule, que se aproveche, que forme parte de las campañas". Y, algo sombrío, cierra el asunto: "En fin, no es un tema que me haga sentir ni optimista ni feliz". 

A asuntos, pues, más alegres. El libro, trufado, como el anterior, de los acontecimientos políticos y sociales que suceden como telón de fondo de la vida del héroe, salpicándola aquí y allá. Aunque parezcan decorado, son, en realidad, el principal punto de interés del escritor: "No quería contar lo que pasó, sino qué pensábamos de ello entonces los que éramos jóvenes. Hablar a toro pasado es fácil, por eso me parecía interesante dar cuenta de eso, de la charleta que acompaña a la historia". A veces, los juicios parecen sorprendentemente acertados —y entonces el lector se pregunta si no habrá usado Mendoza sus inevitables dotes adivinatorias, trasladando a sus personajes el aprendizaje de los años—, y en otros resultan ser catastróficamente erradas. "Precisamente", se explica, "porque quería contar cómo unas cosas se vivieron de una manera y cómo luego han sido de otra: cómo lo extraño se ha hecho cotidiano, y lo cotidiano ha desaparecido". Desde que la historia arranca en El rey recibe, en 1968, cuando Batalla es un plumilla en ciernes, hasta finales de los setenta, donde nos sitúa El negociado del yin y el yang, y rumbo al año 2000, su meta final. A partir de ahí, dice, el recuerdo deja de serlo para convertirse en "realidad presente". Y eso ya interesa menos.  

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Como se puede intuir por el título, en este nuevo volumen el príncipe Tukuulo, motor de la acción, arrastra a Rufo Batalla hasta el Lejano Oriente. Igual que el personaje vive en Nueva York porque allí residió su creador, si Rufo se acerca a Corea, a Japón, a Vietnam, es porque por allí viajó Mendoza en su juventud. "El viaje a Oriente no tiene ni pies ni cabeza, pero les lleva a ver todo el Sudeste Asiático, una zona arrasada por la guerra, pobrísima", señala. "Y una zona muy importante también políticamente: Vietnam, Corea… Permite hablar también de cómo aquel momento de conflicto va a dar lugar al turismo sexual, que se ha convertido en una de las grandes industrias de nuestro tiempo". De telón de fondo, apunta, la globalización —o sus primeros anuncios: no sería evidente, desde aquella España, que décadas más tarde ese mismo personaje podría estar vestido de arriba abajo Made in China—. Si el libro tiene algo de viajero, poco tiene de turístico, un concepto que el novelista desprecia: "Me desespera el turismo, y el personaje lo expresa varias veces. No me llevéis a museos y templos, que se me olvidan". 

Hay un elemento de los dos tomos de la trilogía con el que Mendoza parece estar decepcionado: las citas que, en cursiva y sin que se aclare su autor, abren cada capítulo del libro. "Lo saqué de un libro de Baroja, no es un invento mío", confiesa. Si en el autor de La lucha por la vida, estas citas son inventadas, las de Mendoza son reales, aunque igualmente misterioras. Escritas en castellano, inglés, francés o alemán, parecen contener claves secretas para puertas desconocidas. "Me propuse que tuvieran que ver o no con lo que sucedía, pero que de alguna manera incorporaran algo al relato", explica. Pero hubo un fallo. No pensó en Google: "Yo creía que nadie sabría de dónde salen estos párrafos, pero resulta que todo el mundo en Internet los ha pillado. Esto incluso fuerza un poco la interpretación de la lectura, yo quería que quedara como una voz oída en la habitación de al lado...". Él, de redes sociales, ni hablar, aunque sepa que está "perdiendo el tren" porque "lo que pasa, pasa ahí, no pasa en el periódico al que estoy suscrito, que es una cosa arcaica". Reivindica su derecho a la "jubilación informativa". Y ahuyenta los miedos a la hiperconectividad con un chascarrillo puramente mendoziano: "En un mundo cada vez más hiperconectado, yo estoy cada vez menos conectado, porque tengo menos neuronas, con lo cual voy compensando".

 

Rufo Batalla, el personaje creado por Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) en El rey recibe, su anterior novela, apenas para por Barcelona, aunque es oriundo de la ciudad, como el propio escritor. Esto es porque el personaje, que ahora repite en El negociado del yin y el yang (Seix Barral), la segunda parte de una trilogía, es un trasunto poco disfrazado del autor. La trayectoria del héroe, arrastrado de acá para allá por el excéntrico príncipe Tadeusz Maria Clementij Tukuulo, empeñado en reconquistar el trono de la antigua Livonia, un país ya desaparecido, es la suya. Eliminando, claro, el disparate que tanto ha trabajado el novelista. "Su visión es la mía", dice, "porque yo he vivido, desde que terminé mis estudios, siempre fuera. Creo que tengo una visión que algo puede aportar, porque es distinta, del que ha estado siempre aquí". 

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