Si la acción de la anterior narración de Antonio Muñoz Molina, Un andar solitario entre la gente (2018), transcurría sobre todo en Nueva York, la de Tus pasos en la escalera, una novela clásica, se desarrolla en Lisboa, aunque con referencias frecuentes a la ciudad estadounidense. Ambas las conoce bien el autor, pues ha vivido en ellas. La diferencia entre las dos obras podría decirse que se anuncia en el título, pues si el caminar de la primera se producía al aire libre, entre —digamos— la multitud, los pasos de la segunda están presididos por la espera, la inquietud, el ensimismamiento, la soledad y el misterio. Aun cuando buena parte de su nueva novela sea pura ficción, a diferencia de su obra anterior, la trama es realista, si bien va volviéndose ambigua conforme se acerca el desenlace, trastocando el tiempo y el espacio, de ahí que el lector empiece a dudar de aquello que le ha sido contado hasta entonces. Sin embargo, ambas comparten la inquietud que genera una mudanza, un cambio de ciudad, país, lengua y vida; y el ocasional mecanismo retórico de la repetición, al comienzo de la frase o sintagma, que en la novela que me ocupa se manifiesta con la reiteración de un “No sé...”, “Te contaré...” o “Veo...“ (pp. 110, 160 y 285).
La historia está narrada en primera persona por Bruno, el protagonista, un individuo a quien la empresa en la que desempeñaba un trabajo burocrático ha jubilado antes de que le correspondiera. Así las cosas, nuestro hombre ha decidido abandonar su vida en Nueva York, junto con su esposa Cecilia, una neurocientífica que investiga con un Premio Nobel sobre los mecanismos de la memoria y los efectos del miedo, muy afectados ambos por la tragedia del 11S y por la llegada al poder de Donald Trump, e instalarse en Lisboa, donde ella pueda continuar sus investigaciones. El caso es que memoria, olvido y miedo son fuentes de frecuentes reflexiones, bien sea en el terreno científico que domina Cecilia, bien en el de la mera experiencia personal del protagonista.
El argumento, por tanto, es sencillo. Durante muchas páginas, Bruno se ocupa de la mudanza, de acondicionar el piso, mientras espera que ella se le una definitivamente en la capital portuguesa. Además, el narrador nos cuenta sus cuitas, las primeras impresiones sobre la ciudad, con el inesperado ruido de los aviones, y el barrio en que vive casi en soledad, pues apenas trata con su perra, Luria, con el eficiente operario que le reforma el apartamento, el argentino Alexis, y con Cándida, la criada.
Desde comienzos del XX, los lectores más atentos tienen conciencia de que el narrador de una novela no siempre resulta fiable. Nos lo enseñaron Henry James y Ford Madox Ford. En esta ocasión, Muñoz Molina utiliza un narrador de esa estirpe para contarnos la historia de un –digamos— trastorno psicológico. Si lo consignamos es porque el uso de ese narrador atípico todavía hoy resulta significativo. Así, cuando la novela se acerca a la conclusión, el lector precisa pensar de nuevo lo que le han contado, para plantearse los visos que esta tenga de verdad. Sea como fuere, la única voz que oímos es la de Bruno, pues la de Cecilia sólo nos llega en la conclusión, en una grabación del contestador automático. Por tanto, y aunque el lector pueda dudar en ciertos momentos de lo que se le está contando, solo al final se percata de que no todo ha ocurrido tal y como lo ha relatado Bruno.
La novela se compone de 52 breves capítulos, que son como fragmentos de un pensamiento, flashes de una vida que por distintas razones —solo se aclaran al final— se ha trastocado. Podría decirse que el punto de partida son dos obsesiones y el ansia de cambiar, de reiniciar la existencia en otro lugar. Una de ellas la encontramos formulada en la primera frase de la novela (“Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo”), de gran eficacia narrativa, pues resulta tan prometedora que despierta la curiosidad del lector, atrapado ya en la lectura. En tanto que la segunda obsesión se prolonga a lo largo de todo el relato, pues se trata de Cecilia, de la larga espera que tiene lugar mientras llega a Lisboa. Los papeles del matrimonio, en suma, si nos atenemos a las convenciones tradicionales, aparecen invertidos, pues no es ella la que aguarda, sino que sigue desempeñando un trabajo creativo, al mismo tiempo que él —en el agradecido papel de Penélope— se ocupa de tener a punto la vivienda para que ella pueda sentirse cómoda.
La historia da cuenta también de las relaciones de una pareja que parece bien avenida. Aunque a quien veamos transformarse sea a Bruno, un Don Quijote de medio pelo que va perdiendo el sentido de la realidad, pues cada vez se muestra más ensimismado (como el capitán Nemo o el almirante Byrd, cuyo diario lee), dedicado a la lectura (con predilección por Montaigne, autor de la cita inicial, y por Edward Gibbon, el historiador clásico), con unas actividades que casi se limitan a pasear al perro, a cocinar, rememorar los años de Nueva York y su relación con Cecilia. Si la lectura alimenta su aislamiento, su retiro, el gusto por vivir con tranquilidad, dedicado a cultivar las costumbres sencillas; entre sus recuerdos aparece un trauma, que tiene su origen en los atentados contra las Torres Gemelas, a la vez que una visión muy crítica de Nueva York, que cuesta no leer como un balance de los años de estancia del autor en la ciudad. A todo ello deben sumarse diversos problemas candentes del mundo actual, bien sea el cambio climático (nos recuerda el narrador que el historiador Anthony Beevor afirma que acabará con la democracia), con los huracanes devastadores, la desaparición de determinadas especies animales, bien la especulación inmobiliaria, la invasión del turismo, o el asesinato del periodista saudí Khashoggi. Se trata, por tanto, de una historia que transcurre en el presente, con la voluntad de reflexionar sobre acontecimientos que todavía estamos viviendo.
Pero aunque tenga algunos de los componentes propios de la novela distópica y de la de intriga, no creo que estos sean los principales, si bien juega con ellos hasta el final, creándole unas determinadas expectativas al lector: ¿se instalará Cecilia en Lisboa? ¿Es ella quien llama por teléfono con insistencia y toca al tiembre del apartamento en las últimas líneas de la narración? O incluso arriesgando la interpretación: ¿está, realmente, viva? De no querer vivir en Lisboa o haber muerto, ¿reanudará Bruno su relación, apenas iniciada, con Ana Paula? En cambio, la visión apocalíptica del mundo que tiene el protagonista, sin dejar de ser ciertas sus preocupaciones, ni tampoco sus denuncias, resulta más bien propia de una mente obsesiva.
En algún momento de la narración otros personajes adquieren cierto protagonismo, aunque luego casi desaparezcan, como le ocurre a Alexis, Cándida, Dan Morrison, el triunfador amigo americano homosexual, e incluso Ana Paula. Ella coprotagoniza un episodio que podría leerse como una novela corta intercalada, con mucho de simbólica. Se trata del relato de la fiesta que se celebra durante una noche en que se produce un eclipse de luna —“luna de sangre”, la llaman— en el palacio que ha comprado una antigua estrella del rock, hoy metido a escultor de éxito, a lo Damien Hirst, que además comercia con el miedo ajeno. En mitad de esa celebración (o como quieran llamarla, siempre que no sea evento, anglicismo que deberíamos desterrar), Bruno conoce a Ana Paula, a quien al principio confunde con Cecilia, y con quien se siente a gusto, mostrándose ella interesada en el narrador. En el relato de la fiesta se ridiculiza a esos nuevos triunfadores, sean artistas o meros negociantes, si es que existe ya esa frontera, y a los figurantes —tanto a los pijos como a los impostados— que se prestan a participar en el juego y a reírles la gracia.
Hay dos aspectos de la novela que me convencen menos: el lenguaje, a veces en exceso retórico, abusando de la adjetivación, pues incluso en algún momento resulta empalagoso, sobre todo cuando el narrador intenta convencernos de su incondicional devoción por Cecilia (pp. 50 y 89); y la misma dimensión de lo contado, pues quizá la historia hubiera funcionado mejor en la contenida dimensión de la novela corta. En fin, esta es una de esas narraciones, de pensamiento más que de acción, que es necesario releer, porque en la segunda lectura apreciaremos mejor los detalles que harán que nos demos cuenta de lo frágil que puede llegar a resultar nuestra percepción del mundo. Podríamos relacionarla con otras novelas anteriores suyas, En ausencia de Blanca (2001) quizás estaría a la cabeza, pero la crítica ha señalado ya tantas que, al fin y a la postre, apenas resultan significativas esas apreciaciones generales.
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Lo que más estimo de la narrativa de Muñoz Molina es su búsqueda constante de nuevas historias y de formas distintas de narrar, para dar con la más adecuada, los riesgos que a veces asume. Y aunque no siempre sus obras resulten logradas, son más dignas de encomio, me hacen disfrutar más como lector, que la habitual complacencia en las modas o las pseudoinnovaciones de otros narradores actuales que no dejan ni un segundo de darse pisto. _____
Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.
Si la acción de la anterior narración de Antonio Muñoz Molina, Un andar solitario entre la gente (2018), transcurría sobre todo en Nueva York, la de Tus pasos en la escalera, una novela clásica, se desarrolla en Lisboa, aunque con referencias frecuentes a la ciudad estadounidense. Ambas las conoce bien el autor, pues ha vivido en ellas. La diferencia entre las dos obras podría decirse que se anuncia en el título, pues si el caminar de la primera se producía al aire libre, entre —digamos— la multitud, los pasos de la segunda están presididos por la espera, la inquietud, el ensimismamiento, la soledad y el misterio. Aun cuando buena parte de su nueva novela sea pura ficción, a diferencia de su obra anterior, la trama es realista, si bien va volviéndose ambigua conforme se acerca el desenlace, trastocando el tiempo y el espacio, de ahí que el lector empiece a dudar de aquello que le ha sido contado hasta entonces. Sin embargo, ambas comparten la inquietud que genera una mudanza, un cambio de ciudad, país, lengua y vida; y el ocasional mecanismo retórico de la repetición, al comienzo de la frase o sintagma, que en la novela que me ocupa se manifiesta con la reiteración de un “No sé...”, “Te contaré...” o “Veo...“ (pp. 110, 160 y 285).