Este relato pertenece al libro Por regiones fingidas, editado en tirada limitada de 175 ejemplares firmados por el autor en Interrogante editorial. Publicamos la segunda de cuatro entregas.Interrogante editorial
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Pedro Villalba fue profesor de latín hasta su jubilación, que le llegó anticipada por sus problemas de vista, pues la diabetes fue robándosela hasta reducirle el mundo a un contorno nublado. Veía siluetas y borrones, máculas luminosas, indefinido lo definido y oscilante lo firme, de modo que el mundo se le deslizó poco a poco hacia los adentros, por necesidad de algún sitio en que asentarse, y se volvió meditabundo.
En su memoria repleta y ociosa resonaban sus autores de siempre, los que se sabía al dedillo: allí estaba Lucrecio, avisando de que en cualquier lugar del mundo, y al mismo tiempo, en una sincronía implacable de paradojas, triunfa y muere la vida; por allí andaba Tibulo, rogándole a la muerte que apartase de él sus manos codiciosas o haciéndose eco del martirio de Tántalo, el sediento ante las charcas; allí reverberaba Ovidio, con sus fábulas de mutantes; allí estaba Fedro, envidioso de la fama de Sócrates, a pesar de la mala muerte del ateniense; allí, en su memoria, estaba Lucano, despectivo ante la pervivencia colectiva de las glorias militares de Julio César; allí arañaba Marcial con sus estiletes de punta envenenada… Allí estaban todos, en fin, murmurándole en un idioma muerto. Y con aquello echaba atrás las horas consigo.
Su hijo Horacio, que vivía con él, lo sacaba alguna que otra tarde a pasear: la calle como un caleidoscopio, como la jungla de los fogonazos imprecisos. Y una voz de quién que lo saludaba. Y la intensificación de los olores. Y la alegría de reconocer algo, el perfil de algo: “¿Eso no es…?”. Y lo era o no lo era, pero su hijo le decía siempre que sí, menos por compasión que para no tener que enredarse en explicaciones.
Desde muchacho, el sueño principal de Pedro Villalba había sido el de viajar a Roma, pero, entre cosa y cosa, en sueño postergado fue quedándose, y como un sueño vano lo daba ya, sobre todo desde que murió su mujer, cuya ausencia no le aliviarían ni todos los poetas del mundo latino puestos en fila y recitando consuelos melancólicos sobre la fugacidad de las cosas y sobre la vanidad de fondo del vivir. Aunque él no alcanzara a distinguirlos, ella le hubiese descrito sobre la marcha los prodigios profusos de Roma y él, a falta de precisión en los ojos, los hubiera admirado con el soporte de su fantasía documentada, como un sonámbulo por su casa a oscuras. Pero el caso es que ahí seguía Roma, lejana y siempre en él, concreta y mítica, envuelta en la bruma de los lugares que existen más en la imaginación que en los mapas: una Roma ingrávida y artificial, reducida en la percepción del profesor Villalba a una escala de maqueta minuciosa: las ruinas y las fuentes, los palacios y los jardines, los museos y las basílicas, ya que cualquier ciudad imaginada cabe a fin de cuentas en una tarjeta postal o en el óvalo de un camafeo. “Pensar que voy a morirme sin ver Roma…”, y su hijo le replicaba que había cosas peores.
Horacio Villalba no había heredado de su padre la fascinación por el recio latín ni de su madre la atracción por las abstracciones estrictas de las matemáticas, de las que fue profesora. Abandonó la carrera de magisterio antes de terminar el primer trimestre y se dedicó a inspeccionar parte del mundo con un equipaje filosófico de psicodelia y de orientalismo, con escalas en Londres y en Corfú, en Ibiza y en Ámsterdam, en sitios inesperados y en sitios impensables incluso para él, Roma incluida, a lo que fuera saliendo. Creyó luego que lo suyo eran los negocios y abrió un bar de copas tardías en la calle Manuel Rancés que atraía a partes iguales a los noctámbulos y a los acreedores, pues se daba una maña incorregible para gastar más de lo que ganaba, que es mala ciencia. No sólo derrochaba lo que conseguía ganar, que se le iba de la cartera como por ilusionismo, sino también la pensión de su padre, que andaba desentendido desde hacía tiempo de las cuentas, absorto en sus rememoraciones de poetas líricos y de emperadores inclementes, resignado a una dieta de comida enlatada y de sopas de sobre.
Una tarde, Horacio Villalba se cruzó por la calle con Ramón Ezpeleta, el director del colegio San Felipe Neri, que era en el que Pedro Villalba había dado clases durante casi treinta años. “¿Cómo está tu padre?”, y Horacio Villalba le dijo que bien, aunque con sus chaladuras y con su queja recurrente de morirse sin ver Roma, a pesar de no verse ya ni las manos. “¿Sigue con eso? Pues habría que pensar en…”. Y lo que pensó Ezpeleta fue lo siguiente: hacer una colecta entre los profesores para pagarle a su excolega casi ciego, a modo de homenaje corporativo, un fin de semana para dos personas en aquella Roma que el jubilado llevaba décadas entreteniendo en sus imaginaciones. Hubo profesores, en especial los más veteranos, dispuestos a desembolsar el donativo, pero hubo otros que no, alegando la escasez del sueldo, de manera que el claustro acordó organizar la rifa de un equipo estereofónico y, con la ganancia, sufragarle el viaje al viejo profesor y a su hijo Horacio, que le haría de lazarillo por una Roma al fin y al cabo de irrealidades: una ciudad narrada. Y así se hizo: se repartieron las papeletas entre los alumnos para que las vendiesen entre sus familiares y, al final, pagado el coste del regalo, y con una aportación extra por parte de la dirección del centro, se consiguió dinero suficiente para cumplir el objetivo. El hotel que tuvieron que eligir no era ni muy céntrico ni prometía suntuosidades, aunque este segundo detalle iba a darle ya un poco lo mismo al profesor emérito Villalba.
Ezpeleta, en compañía de una representación del claustro de profesores, fue una tarde a entregarle solemnemente a Villalba los billetes de avión y los bonos de hotel, así como una metopa con la efigie esmaltada del santo tutelar del centro: “Un pequeño detalle. Como agradecimiento por tantos años de trabajo”, y, en mitad de su discurso, deslizó Ezpeleta una frase en latín que animó la sonrisa de Villalba, que la respondió, también en latín, con una cita de Cicerón, lo que dejó in albis no sólo al profesor de física y química que era Ezpeleta, que se había aprendido su frase latina de memoria para dar un poco de barniz a la ocasión, sino también al resto del séquito académico.
*Felipe Benítez Reyes es escritor. Sus últimos libros, Felipe Benítez ReyesPor regiones fingidas (Interrogante editorial, 2017) y una reedición de El novio del mundo (Fundación José Manuel Lara, 2018) en conmemoración de su 20º aniversario.
Este relato pertenece al libro Por regiones fingidas, editado en tirada limitada de 175 ejemplares firmados por el autor en Interrogante editorial. Publicamos la segunda de cuatro entregas.Interrogante editorial