Eugenia Ladra y la banalidad de la violencia

Carnada - Eugenia Ladra
Tránsito (2024)
Lo pútrido y lo poético, lo sórdido y lo frágil, son binomios que pueblan de paradojas esta primera novela de la uruguaya Eugenia Ladra (1992), que ya antes había dado a la luz algunos cuentos, y que en Carnada (Tránsito, 2024) se posiciona en un lugar de resistencia necesario: el de una narrativa sin velocidades ni efectismos, sin cebos comerciales ni recetas comunes, que logra atrapar al lector sencillamente, desde la humanidad de su historia y la prosodia de su palabra.
En sus declaraciones, Ladra ha reconocido referentes de autoras actuales como Selva Almada o Fernanda Melchor —en las que destaca igualmente la dialéctica de poesía y violencia—, y también de clásicos contemporáneos como Gabriel García Márquez o Juan Rulfo, al que corresponde el epígrafe inicial: “Y eso es solo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo”. Esa cita, junto a lo inquietante del título, prefigura una historia que nos seduce desde las primeras páginas, y nos sumerge en una nebulosa donde iremos distinguiendo poco a poco las señales que nos permitan armar la trama.
Todo ocurre en Paso Chico, un pueblo de pescadores habitado por sombras, máscaras, miseria. Sólo una taberna construida con chapa, La Paraíso, destella como lugar de encuentro y distracción. En ella se emborrachan los hombres para intentar disolver sus tedios y soledades, su hambre de cuerpos y de vida, mientras a las mujeres les queda como refugio la telenovela que cada tarde les permite soñar con amores y emociones evanescentes.
En ese marco inhóspito ocurren sucesos oscuros, mientras los distintos personajes pululan como almas en pena sobre esa especie de Comala áspera, húmeda, ardiente, devota de una virgencita mellada que los aldeanos se reparten por turnos, de casa en casa, como un mínimo tesoro compartido. En ocasiones los visitan comerciantes chinos que llegan por el río para vender de contrabando pequeñas cosas, y en especial esas botellas de alcohol que todos llaman agüita de arroz y que contiene el secreto para conjurar la náusea de sus días iguales.
El foco del relato se centra en Marga, una adolescente desdeñada por la población por tener yeta —mal de ojo—: los aldeanos explican así que con su nacimiento trajera inundaciones y la muerte de su madre, y ella vive entre su rígida abuela y la miseria física y moral de su entorno. Su cuerpo ya amanece al sexo y a una adultez que no parece reservar para ella ilusión ni futuro, y tampoco la posibilidad de salir de esa prisión. De ese mundo aparte donde dominan las moscas, el hedor, la humedad pegajosa, el sudor de los cuerpos, los ladridos atronadores de los perros y el cielo plomizo. Porque todo hierve en esa quietud infernal, en ese mar de lodo y tiempo detenido, donde las diminutas alegrías no logran disolver la desesperanza.
La violencia y el deseo son los motores de unas vidas que avanzan lentas, como arrastrándose, en un espacio asfixiante y sin horizontes para nadie, donde ni siquiera una muerte es un acontecimiento que altere la desidia colectiva. Y donde dominan los instintos primarios, envueltos por las nubes de mosquitos que cubren las aguas y su olor nauseabundo: “Marga, hecha un temblor, se aferraba a Olga y pensaba que nunca se había sentido así, tan carnada, tan pocacosa, aun cuando miraba a los perros y solo veía pura porquería de lomo erizado y cola frenética”.
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Los habitantes de Paso Chico no quieren dar trabajo a esa muchacha del mal agüero, excepto el ciego don Godoy, y eso con intenciones inconfesables. Sí la tolera Recio, el vagabundo que aparece en el lugar buscando techo y trabajo, y que comparte con ella placeres clandestinos hasta que algo lo cambia todo. Destaca también el personaje de Olga, la comadrona, la que ayuda a nacer a los niños y despide a los muertos, y resulta una mediadora entre dos mundos que no resultan tan distantes entre sí. Y cuando llega el circo Fortuna —con su tigre escuálido, sus enanos y malabaristas—, se desencadena la mínima trama.
Podría tal vez objetarse a esta meritoria opera prima la escasa tensión que la sustenta, pero la salva su prosodia envolvente, fluida, poética, con un minimalismo que se muestra eficaz para retratar esa barbarie primitiva en una historia que resulta real y cercana. Y también el alejamiento de recursos tan cansinos como la obsesiva mención de la tecnología o la espectacularidad de la violencia. Ladra huye de los excesos de voltaje para presentar, de manera asordinada, las vidas grises de esos innumerables personajes que nadie mira, que nadie recuerda, en una novela de atmósfera donde domina el ahogo y una quietud que atañe incluso a su río de algas podridas y viscosas, que no servirá ni siquiera para lavar la ignominia.
* Selena Millares es escritora, sus últimos libros son ''Lámpara de madrugada' y 'Matrioska'. También es autora de las novelas ''El faro y la noche' y 'La isla del fin del mundo'.