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“A Chloe le gustaba Olivia”. Cinco palabras inocentes. Cinco palabras casi vulgares: ese verbo “gustar”, tan desapasionado, y esa construcción, “a X le gusta X”, un tanto coloquial, poco cuidada. Cinco palabras criminales en más de 80 países, toleradas en un puñado de ellos, radicales, desafiantes y libres en todos. Cinco palabras que pueden cambiar una vida.

Las escribió Virginia Woolf –patrona de todas las disidentes de la heterosexualidad— cuando por fin se hizo con una habitación propia, en 1929. “No os sobresaltéis. No os ruboricéis. Admitamos en la intimidad de nuestra propia sociedad que estas cosas ocurren a veces. A veces a las mujeres les gustan las mujeres”, decía, divertida por andar epatando a la audiencia. Era la expresión simple, clara, sin dobleces, de algo que hasta hacía poco no se había contado sino con subterfugios, ambigüedades y disfraces. “A Chloe le gustaba Olivia”, osaba decir Woolf, sin saber (pero quizás sabiendo) que las relaciones entre personas del mismo sexo serían ilegales en el Reino Unido hasta 1969, y que habría que esperar hasta 1999 para que se despenalizaran las relaciones homosexuales por debajo de los 21 años.

Las palabras relucientes y limpias de Virginia Woolf se alzaban, y se alzan todavía, sobre todo un fango de dobles sentidos, de frases a medias, gestos equívocos, afectos que podían ser… pero también podían no ser. Durante siglos, una parte sustancial de los lectores, una parte sustancial del mundo, ha transitado esa duda. El deseo de que eso que creía ver, esa amistad especialmente estrecha, ese murmullo, fuera real. El deseo de que se abriera al fin una grieta en el espacio de lo posible. Durante siglos, una parte sustancial del mundo –el 10% según el desactualizado informe Kinsey, utilizado por el movimiento gay en los setenta para recordar que “estamos en todas partes”— se ha arrastrado de relato en relato, de libro en libro, buscando una confirmación de su propia existencia.

El lector disidente –de la raza, de la clase, del género, de la orientación sexual— siempre pasa las páginas con más avidez, por la sencilla razón de que tiene más hambre. El lector disidente recibe, todavía hoy, siempre menos de lo que precisa. Los otros, los que viven dentro de la norma, tienen a su disposición un buen banquete. Aquí y allá hay historias que se parecen a la suya, personajes que podrían ser ellos mismos, besos como los que dan, gestos como los que derrochan sin pensarlo dos veces. Viven en una continua confirmación de su propia identidad. Mientras, los disidentes hacen un enorme ejercicio de empatía. Allí donde ven al otro, eso que ellos no son, ese amor que no es el suyo, intentan verse a sí mismos. Esa suplantación es la única opción posible, pero es también un proceso terriblemente doloroso, porque implica el recuerdo constante de que uno es lo que no debe. Es andar con unos zapatos de otro número mientras se finge que son los adecuados.

(La escritora Rebecca Solnit expresaba de manera brillante en un artículo titulado "Los hombres me explican Lolita" el dolor generado por esa continua renuncia a la propia identidad para poder acceder a ciertos relatos. Ella se refería a la que hacen las mujeres, que deben ignorar su experiencia como tales para identificarse con la inmensa mayoría de las obras consideradas canónicas en la literatura universal, en las que los hombres son protagonistas y las mujeres, personajes a su servicio . “Ya lees suficientes libros en los que la gente como tú es sustituible, o sucia, o silenciada, ausente, o inútil, y eso tiene un impacto sobre ti”, escribía, “Porque el arte construye el mundo, porque importa, porque nos construye. O nos rompe”.)

La estrategia de supervivencia ha sido, en la literatura como fuera de ella, el silencio y la ambigüedad. El disfraz, la metamorfosis, la transmutación, la androginia, el travestismo… son tropos constantes de la literatura queer. Pero hay otro modo de transformación que permite un ocultamiento más sutil, operando solo a medias: uno se desprende de lo que es sin abrazar otra identidad, creando así un vacío, un terreno de nadie, que quizás no sirva como campo de batalla, pero sí como refugio. Lo son los poemas de Federico García Lorca y otros escritores de su generación. Lo es la “Gacela del amor imprevisto”:

Nadie comprendía el perfume de la oscura magnolia de tu vientre. Nadie sabía que martirizabas un colibrí de amor entre los dientes. Mil caballitos persas se dormían en la plaza con luna de tu frente, mientras que yo enlazaba cuatro noches tu cintura, enemiga de la nieve.

No es, desde luego, una declaración de amor homosexual. Pero en modo alguno es un poema heterosexual, aunque solo sea por la ausencia de marca de género del objeto amoroso, por el uso de referencias corporales deliberadamente ambiguas. Y cuando el heteropatriarcado ha conquistado cada plaza, cada relato, cada expresión de deseo desde Romeo y Julieta hasta 50 sombras de Grey, cualquier terreno virgen, por pequeño que sea, es un espacio de libertad. El refugio, sin embargo, sufre con el tiempo su propia metamorfosis: lo que era un lugar habitable se acaba volviendo demasiado estrecho. La ambigüedad es una cruel forma de silencio.

Por eso los relatos de la disidencia heteropatriarcal han sido siempre cuestión de vida o muerte. Que Sally Seton bese o no a Clarissa en La señora Dalloway, de nuevo de Virginia Woolf, no es un mero detalle de la trama. Si Sally y Clarissa no se hubieran quedado rezagadas, si Sally no se hubiera detenido a coger una flor, si no hubiera besado a su amiga, el lector queer –ese lector desviado que no recorre los mismos caminos que los lectores rectos— hubiera tenido que prolongar su búsqueda de signos, su debate interno. ¿Son Sally y Clarissa amigas de infancia? ¿O es un romance aplastado por el peso de la sociedad? ¿Eso que siente Clarissa por Sally –y esto se lo pregunta el propio personaje— es o no amor? ¿Esa vibración eléctrica que se enciende cada vez que Seton entra en escena, es deseo? En cada una de esas cuestiones reside otra, definitiva: ¿Existo, existe esto que yo soy? Si Sally y Clarissa no se hubieran besado, ese interrogante hubiera obtenido un dilatorio silencio por respuesta, en el mejor de los casos, y un rotundo no, en el peor.

La respuesta que regala la escritora a esa parte sustancial del mundo que la mira impaciente, con urgencia, no admite dudas: “Sally se detuvo; cogió una flor; la besó en los labios”. Lo que viene a significar: “Existes”.

“A Chloe le gustaba Olivia”. Cinco palabras inocentes. Cinco palabras casi vulgares: ese verbo “gustar”, tan desapasionado, y esa construcción, “a X le gusta X”, un tanto coloquial, poco cuidada. Cinco palabras criminales en más de 80 países, toleradas en un puñado de ellos, radicales, desafiantes y libres en todos. Cinco palabras que pueden cambiar una vida.

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