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Ni por hache, ni por be, ni por ge...

La escapadaGonzalo Hidalgo BayalTusquetsBarcelona2019La escapada

 

Podríamos dividir a los novelistas españoles actuales en dos categorías: los que ocupan en el sistema literario más espacio del que les corresponde por la entidad de su obra; y aquellos otros cuya literatura vale mucho más de lo que quizá parezca por la atención que se les presta. A este segundo grupo creo que pertenece Gonzalo Hidalgo Bayal, quien ha tenido la fortuna de poder ganarse la vida como profesor de instituto sin necesidad de tener que dedicarse a publicar en la prensa artículos innecesarios, o a cultivar la crítica literaria sobre sus iguales sin estar dotado para ello; o a ir de acá para allá como lo haría un viajante de comercio, vendiendo su obra, u opinando sobre esto y aquello para ganarse el sustento. En ese sentido, no me cabe duda de que ha tenido la fortuna de poder hacer la literatura que deseaba con tranquilidad, al ritmo que creía conveniente, amparado por una editorial prestigiosa, evitando caer en modas y compromisos tribales innecesarios. En fin, como debería ser siempre.

En este sentido, el narrador de La escapada, aparece como Bayal o HGB, es obviamente un alter ego del autor, quien situándose —con no poca ironía acusatoria— en los márgenes llega a decir en un momento dado: “Pertenecemos (pertenecimos) a esa categoría de individuos anónimos e invisibles que no estuvieron nunca en ninguno de los sitios en que la gente avisada estuvo, procuró estar o compuso al respecto una fabulosa estancia. Nosotros no estuvimos en el concierto de Raimon en la Complutense, ni en París en el 68, ni estuvimos siquiera en Velintonia, lo que, sin duda, tiene más delito”. Y en el desenlace, insiste en la misma idea: “En Aluche vivíamos al margen de aquella realidad, al margen de todos los ateneos, de todas las velintonias y de todos los cafés gijón del mundo y del mundillo” (pp. 197 y 291).

La escapada está compuesta por 66 breves capítulos en los que se relata el reencuentro casual en el 2017 de dos viejos compañeros de carrera, así como las conversaciones que mantienen, la rememoración de sus vidas y, por último, las reflexiones del narrador sobre los ritos de paso, la camaradería estudiantil, la mili, los primeros amores, y donde se reflexiona sobre diversos aspectos de la creación literaria. De hecho, justo en las vísperas de la Navidad de ese año, el narrador se puso a escribir el libro que el lector tiene ante sí. El caso es que han pasado 40 años desde aquel abril de 1977 en que se vieron por última vez, en plena Transición. Se trata, por tanto, de una mirada hacia el pasado, aunque sin perder de vista el presente, para entender mejor a dónde hemos llegado y quizá también por qué, tanto desde el punto de vista personal como general. Y a este respecto, apunta el narrador en las páginas finales: “Ese tiempo [los años setenta] ha quedado irremediablemente atrás y, lo que es peor, que no ha servido para nada, porque se han impuesto, sin remisión, las servidumbres del pienso y la intendencia, la afanosa e indeleble tiranía del sujeto y el predicado, las prosaicas e inexorables menudencias de la épica menor” (p. 293).

Si tuviéramos que adjudicarle un género a este libro, que no es más que una manera de relacionarlo con una tradición, podría decirse que contiene mucho de memorialístico, si bien adopta la forma y los procedimientos habituales de la ficción novelesca. Sea como fuere, el autor ha afirmado, al respecto, que se trata de una novela, por tanto de una ficción, pues ni siquiera cultiva la ya manida autoficción, aunque en el desenlace el narrador la defina como “crónica”, tal vez por ocuparse de una época (p. 288). Y, sin embargo, esa versión ficcionalizada de Hidalgo Bayal que parece ser el narrador, pues atesora muchos de los rasgos de este (por ejemplo, tienen la misma edad, ambos han sido profesores de instituto, de Lengua y Literatura, en Plasencia, y han preparado una edición escolar de Kafka), e incluso comparten experiencias vitales (su estancia en Madrid, en el barrio de Aluche, fue como aparece en el libro, aunque no todo lo que se cuente ocurrió en realidad, además de relatarse otras situaciones inventadas), aun cuando en el conjunto haya mucho de invención, como no podía ser menos.

Así las cosas, en mi experiencia como lector de este relato, he tenido la impresión de que Foneto podría ser una posible proyección del autor, un desdoblamiento, pues uno y otro comparten determinados rasgos, y ambos —confiesa el autor— aceptan lo que va llegando a sus vidas, sin resquemores. Y como se ha recordado en la mejor crítica que he leído de esta obra, la de Concha D'Olhaberriague en El Imparcial, el personaje de Foneto ya aparecía en su primera novela: Mísera fue, señora, la osadía (1988). Tampoco resulta inútil saber que el punto de partida de esta historia sea el hallazgo de una vieja edición de Los rateros. Una reminiscencia, de Faulkner, publicada por el Círculo de Lectores en 1963, en traducción del escritor Jorge Ferrer-Vidal, en la librería de viejo del pasadizo de San Ginés, en Madrid. Novela que al volver a traducirse en 1997 –ahora por José Luis López Muñoz, para Alfaguara— llevaba el mismo título que la nuestra. El caso es que se trata de una narración plagada de alusiones literarias (François Villon, San Juan de la Cruz, el desconocido autor del Lazarillo, Mallarmé, Galdós, Valle-Inclán, Baroja, Manuel Machado, Pérez de Ayala y sus Troteras y danzaderas, Jorge Guillén, la manera de titular de Hermann Broch...), sin que falten las referencias explícitas a Cicerón,  Montaigne, Juan de Mena, Cervantes, Calderón, Bécquer, Galdós, Azorín (sus “parvos impresionismos”), Kafka, Borges, Buzatti, Pasolini, Don DeLillo o Luis Landero. Recuérdese, además, que el autor ha confesado que la lectura de Faulkner, sobre todo de Mientras agonizo, a la que se refiere en diversas ocasiones, lo llevó de la poesía al cultivo de la prosa.

Se ha venido repitiendo, con cierta razón, que suelen ser cuatro los ingredientes principales de las novelas de Hidalgo Bayal: lo vital, lo sentimental (aparece en los tramos finales de la narración, a partir del capítulo 53), lo intelectual y el humor. Creo que cuando consigue barajar de forma adecuada esos aspectos, sin decantarse por ninguno de ellos, pero dosificando las divagaciones teóricas y las gotas de humor, la novela funciona a la perfección, como lo haría un mecanismo bien engrasado, según ocurre en La escapada. Y aunque a veces el autor abuse de aquello que Álvaro Pombo denominaba tropezones de Filosofía, al correr el riesgo de ahogar la narración, no escasean los episodios memorables, como cuando recuerda que permanecía junto a su padre en silencio, pues carecían del don de la conversación (pp. 119 y 120); al reflexionar sobre los símbolos de lo efímero (pp. 137-140); o cuando entona el elogio de la letra Q (p. 222).

El título de la novela nos lleva a cuestionarnos quién se escapa. Y a su manera, podría decirse que lo hacen ambos personajes. Se escabulle el autor, tal y como hemos comentado al inicio, y acaso también se enmascare Foneto, convirtiéndose en quiosquero en una ciudad de provincias, justo cuando el oficio empieza a extinguirse, alejándose así de su fascinación por los mecanismos de la gramática. Pero, además, ni se presenta a la cita con la chica que le gusta, ni a la que acuerda con el narrador, en episodios que parecen reduplicados. Si al acabar de leer la novela, volvemos a la referencia inicial de Faulkner, esta adquiere todo su sentido. De igual forma, se clarifica el refrán “Uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla”, que aparece como un motivo conductor a lo largo del relato. En mi opinión, quizá la referencia más clarificadora sea la cita inicial de los versos de Calderón, en los que creo oír la voz algo más lejana del autor.

Además de la narración, la historia se alimenta del diálogo que entablan ambos personajes, aunque al fin y a la postre acabemos sabiendo mucho más de Foneto, quizá como un recurso para desdibujar los rasgos del narrador, alejándolo del autor. El interlocutor tuvo un gran conocimiento de la lengua, pero ha carecido de ambición, y ha padecido lo que él llama el síndrome de Segismundo, el miedo a no poder recordar, a equivocarse (pp. 99 y 161), al que se alude en diversas ocasiones, condicionando su trayectoria vital. En la novela aparecen frecuentes reflexiones sobre el lenguaje donde remeda refranes (“Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol...”, p. 28), alusiones a los vicios lingüísticos o las plagas léxicas, en los que –por cierto— también cae en diversas ocasiones; y al sentido épico y lírico de la vida, y sus correspondientes literaturas (pp. 108 y 109); así como al oficio de escritor y los mecanismos de composición de las narraciones, que van desde las diferencias entre la ficción y la realidad (p. 177) a una definición del género (“La novela a menudo no es otra cosa que la invasión de la épica por la lírica, es la acción del individuo contaminada por su propio egoísmo, por el sentimiento exclusivo y particular del invididuo”, p. 109), junto con una explicación de cómo arranca la novela, sobre la utilización de la primera persona o la entidad de los personajes literarios; e incluso, más en concreto, acerca de cómo construye el personaje de Foneto, la conversión de la persona en personaje, o la dificultad para nombrarlos; o sobre la diferencia entre el buen actor y el papagayo; por no recordar las injustas opiniones del narrador –en mi opinión— sobre la Universidad y la Filología (p. 68).

Contamos con numerosas narraciones sobre la evolución política que se produjo entre los últimos años del franquismo y la Transición, pero pocas, que yo recuerde ahora al menos, que se ocupen de la realización profesional, como sucede en este caso. En suma, novelas que traten de la diferencia que se produjo entre lo que soñaron alcanzar sus protagonistas, “aspirábamos a la investigación y a la grandeza” (p. 103), en convertirse en filolólogos o en grandes escritores, y lo que llegaron realmente a ser, con sus correspondientes circunstancias. Y el caso de Foneto, en particular, lleva implícito otra pregunta: ¿por qué alguien brillante echa a perder su talento? (p. 107).

La prosa de Hidalgo Bayal es literaria, “de cierta intensidad poética”, como él mismo la ha definido, y quizá –y esto es lo importante— sea la más adecuada para las historias que cuenta. La novela, por tanto, se compone de aquello que Foneto le confesó al narrador, quizá porque ese viaje a Madrid esconda una razón trágica, y de lo que este nos relata a los lectores. Podría decirse, en suma, que Foneto encuentra en el narrador su interlocutor más adecuado; de la misma forma que los buenos lectores son siempre los mejores interlocutores de un autor. Se trata, además, de convertir a una persona en personaje de ficción, sin que dejemos de tener la sensación de que no ha dejado por ello de ser persona, algo semejante a lo en el teatro se denomina ilusión escénica; así como de la recreación de determinados espacios de una ciudad en dos tiempos distintos: los años setenta del pasado siglo y el presente narrativo, en un Madrid deformado a veces por la literatura, pues incluso parece remedarse el recorrido de Luces de bohemia, a cuyos episodios se alude (p. 72); y de retratar los singulares componentes de una amistad estudiantil al mismo tiempo que se reivindica la vida de aquellos que –como Foneto— más allá de haber albergado aspiraciones, incluso sueños de grandeza, acabaron manteniéndose al margen.

Al final, aquel libro de Faulkner que estuvo tentado de comprar el narrador en el arranque de la narración, se lo arrebató un cliente menos dubitativo, y tuvo que conformarse con el libro de Max Brod sobre su amigo Kafka, circunstancia que puede valer como metáfora del conjunto del relato. A veces periodistas y críticos etiquetamos a los escritores y luego resulta difícil sacarlos de ese compartimento en que los hemos situado. A Gonzalo Hidalgo Bayal se le ha tachado de autor intelectual, difícil, pero de ser cierto —creo que en esencia no lo es— en esta novela no hay rasgo alguno que permita catalogarlo así, a no ser que el lector sea muy lerdo. Sí creo, en cambio, que lo que relata en La escapada quizá solo le interese a un determinado grupo de lectores, entre los que se contaría esa inmensa minoría de lectores exigentes a la que se refería su admirado Juan Ramón Jiménez.

Balance generacional del 68

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P.S. Las opiniones que cito del autor provienen de las entrevistas de Fernando del Val (Turia), Andrés Segane (El Cultural, 1 de febrero del 2019) y Claudio Mateos (Hoy, Cáceres, 6 de marzo del 2019). _____Fernando Valls

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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