(Comienza Beatriz Rodríguez.)Beatriz Rodríguez
La hermana Matilde se arrodilla ante el altar. Su hermana Esperanza la observa detrás de los barrotes de Santo Domingo, en Soria. Viene de ver la tumba de la mujer del poeta. Viene de leer los poemas del río y los álamos. Ante los barrotes ella también se arrodilla. Matilde Silva, que era pequeña y regordeta, algo mística, algo bruja, solía refugiarse para leer durante horas en el frío mármol de las iglesias. Ahora es vieja y huesuda y todos sus conocimientos se han reducido a una sonrisa hueca.
Bajo las sombras de Santo Domingo se congelan los recuerdos de una vida que ya no existe. Detrás de los barrotes, hermanas, mayores y jóvenes, gordas y flacas, feas y muy pocas guapas se esconden del mundo. Lo crean todo, lo creen todo. Inventan, sueñan, lamentan. Rodillas cansadas de adorar ficciones, caderas cansadas de esconder deseos. Mujeres derrotadas que crean hogares sin ventanas. Barrotes en el tiempo. Venid conmigo, recuerdos de las sombras, y arrodillaos.
Piensa entonces su hermana Esperanza en el rosario que le robaron al padre Ignacio una tarde de agosto que las dos entraron en la Iglesia del Carmen. El calor de la siesta disuadía cualquier intento de juego en la calle y era más peligroso quebrantar el sueño de padre que ser descubiertas jugando a la rayuela en la casa de dios.
¿Cuántas decepciones puede soportar la necesidad de amor? Le pregunta la beata Matilde a su hermana recién divorciada, pero Esperanza solo quiere hablar del rosario. Colgaba de uno de los reposabrazos que tenía la gran silla de cuero que había en la sacristía. Un trono inestable, la pata izquierda trasera era más corta que las demás, sobre el que se sentaba el padre Ignacio a esperar a su monaguillo.
No siempre era el mismo, cada año los cambiaba para no enamorarse de ellos, le diría Esperanza a su hermana, y esta, santiguada y mirada perdida hacia los cielos, porque en los pucheros nunca había encontrado a dios, le contestaría es que el padre Ignacio estaba enfermo.
Pero la rayuela en la iglesia era imposible, ya las habían castigado varias veces por pintar con tiza el suelo de la iglesia, hecho con grandes cuadrados de mármol blancos y negros, como el ajedrez del abuelo, así que saltaban como si fueran figuritas de ese mismo ajedrez: el peón hacia adelante, el caballo en diagonal, la torre corre que te corre por el pasillo central, directo hasta el altar, el rey la espera en la esquina de la izquierda, donde Nuestra Señora de las Angustias congela su llanto eterno. Jaque mate, dice la torre, y Matilde corre hacia su hermana Esperanza y la tira al suelo, y el silencioso juego se convierte en risas hasta que calla, calla te digo, y las dos escuchan un leve jadeo.
¿Gimen los ángeles cuando están enfadados?, piensa Esperanza y mira a su hermana mayor. Las dos tumbadas todavía en el suelo, con las faldas levantadas, enseñándole las bragas a dios.
En la iglesia de Santo Domingo, cuarenta años más tarde, la pregunta vuelve a retumbar en los oídos de la Hermana Matilde: ¿Gimen los ángeles cuándo están enfadados?, dice en voz alta su hermana menor mientras saca el rosario del bolso. La mano temblorosa atraviesa los barrotes prohibidos y las cuentas quedan suspendidas sobre la muñeca, columpiándose al ritmo de su memoria, como se columpiaban aquel día en el trono del padre Ignacio.
Suenan las campanas en Soria llamando a las hermanas al rezo, es un sonido alegre. Hoy no ha muerto nadie, piensa Matilde, solo tendremos que rogar por nuestro silencio.
(Sigue Alfons Cervera.)Alfons Cervera
Los jadeos. La vuelta atrás en la memoria que va quedando a ras de tanto olvido. Aquellas otras visitas al pueblo de la infancia, lejos en la distancia de los rosarios y las rayuelas en el suelo frío de la iglesia del Carmen. Los mismos susurros en el pozo oscuro de la sacristía, la negrura del pasillo detrás del altar mayor donde se colgaban las vestimentas de los monaguillos, como si fueran telas ahorcadas sin cuerpo dentro, el humo dulce del incienso que Matilde aspiraba con los ojos cerrados y lo dejaba caer como un chicle de arena en la boca medio cerrada de Esperanza. El miedo a que llegara demasiado pronto el fin del mundo. La miraba Esperanza, la pequeña Esperanza, y le preguntaba eso: por qué la mano del Niño Jesús está cada día más inclinada y la bola del mundo a punto de resbalar hasta el suelo. El cura —otro distinto, no el padre Ignacio, el de la silla coja y los niños invisibles que lo enfermaban en el recuerdo huesudo de Matilde— lo decía desde el púlpito en la misa del domingo: todo desaparecerá cuando la bola choque contra el suelo. Y las dos, hermanas y juntas en los juegos secretos de risas y rayuelas, de bragas altivas a los ojos del Altísimo, imaginaban el ruidoso estallido de santos y reliquias: la casa solariega de la Andenia, el fantasma que aparecía por las tres eras juntas todas las noches del verano, los gritos que se escuchaban en el cuartel de la guardia civil cuando ya hacía tanto tiempo que allí sólo quedaban unas insignificantes ruinas llenas de ratas, envases de plástico y huesos negros de paloma.
Después, el regreso a Soria. Lo que iba quedando de los juegos silenciosamente abruptos del verano. El humo del incienso dando vueltas y más vueltas por la boca. Como un chicle de arena que no desaparece nunca.
El tiempo no se doma. Resulta cada vez más insurrecto. Menos dispuesto a la inmolación gratuita a manos de un recuerdo complaciente. No había entonces nada complaciente, acaso sólo esa ficción que nos convertía en dueñas de una inocencia cruel y violenta, en personajes con el destino fijado desde el origen de los tiempos. Eso piensa Esperanza tantos años después. El rosario dando vueltas y más vueltas en su mano. La muñeca rota por la rozadura de las cuentas redondas, como los huesos, hechos polvo ya, de las palomas muertas en el cuartel de los veranos.
La verja de hierro. El silencio a una parte y otra de la verja. Tampoco se ha muerto el silencio. Lo que hablan —cada una desde su lado, las dos juntas en la misma memoria insatisfecha, como todas las memorias— pertenece a aquella vieja historia que habla miedosamente de bolas de fuego y jadeos que parecían llegados de ultratumba. El miedo, siempre. El susurro de unas manos deslizándose sobre las telas —ahora con cuerpo dentro— que cuelgan ahorcadas en las perchas del estrecho pasadizo que arrancaba de la sacristía. Aquel mismo susurro llegado, no sabían Matilde ni Esperanza de qué altar secreto perdido en una infancia que, como el chicle de arena que nunca se derrite, anda dando vueltas y vueltas por un rezo que se despliega —cuarenta años más tarde y con la misma, intensa, insobornable fiereza de entones— a un lado y otro de la reja.
No se enfadan los ángeles. Y menos aún gimen cuando están alegres en las profundidades del pozo. Pero lo que no saben esos ángeles —o sí, cuando escuchamos los gritos desde lejos tantos años después de aquellos días— es que el horror nos llega muchas veces con las señales dulces del incienso rodando por la boca. Y que aquel gozo de bragas altivas y desobedientes rayuelas va a ser otro cuando Esperanza salga a la calle y se queden, en las traviesas antiguas de la iglesia de Santo Domingo, aquellos versos que nunca les enseñaron en la escuela cuando los tiempos oscuros:
De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños.
En la calle sopla un aire frío. Mira Esperanza lo que queda del día. A saber, piensa. Seguro que lo de siempre. Siempre lo que queda del día es lo de siempre. Y se levanta el cuello del abrigo. El mismo abrigo de todos los inviernos, dice. A nadie. Porque Matilde se queda en la parte de atrás de lo que piensa, de lo que dice. De lo que poco a poco empieza a ser más olvido que tiempo recobrado. La vida que le espera. O la otra. A saber la vida que le espera. Las manos. Ahora se da cuenta. Las huellas de la reja en la piel reseca de las manos. Las cuentas del rosario. La risa de los ángeles caídos. La vida fuera de la infancia. El nombre de Gustavo que surge de repente. Los ángeles tienen nombres distintos cuando los recordamos. Un día entró en sus juegos. Salía del pozo oscuro de la sacristía. Por qué ahora le viene a la memoria. Precisamente ahora, cuando ya empezaba a ser nada en su vida, incluso en sus recuerdos.
Ya no está, Gustavo ya no está con nosotras. No se lo ha dicho a Matilde, pero no ha hecho falta. Las dos saben que no hace falta. No le ha dicho nos acabamos de separar y no sé dónde habrá ido desde que dejó la casa.
Siempre han sabido —la hermana mayor y la pequeña— que abandonar aquella infancia no iba a ser fácil para nadie. Y aún menos, salir del pozo. Eso aún menos. El abrigo se le ha quedado corto, piensa. Y estira los bordes por abajo. A ver si así.
(Continúa Lola López Mondéjar.)Lola López Mondéjar
¿Cuántas decepciones puede soportar el amor? Esperanza vuelve a la pregunta de Matilde mientras camina arrostrando el porvenir, como si el frío le infundiese unas energías nuevas. ¿Qué quatum de diferencias tolera el afecto?, insiste con la misma decisión con la que pisa. Imagina la firmeza de sus pasos como una quilla, la quilla del barco pirata en el que, de niña, le gustaba pensar que navegaría como Sandokán por los mares del Sur, hendiendo las olas. Nunca entendió el encierro de su hermana, su pequeño cuerpo encendido no presagiaba esa voluntaria y definitiva abstinencia. ¿Pensaba, tal vez, que sería ella la elegida?
Su autobús salía a las cuatro, tenía tiempo para tomar un café en la estación.
—Ha entrado el invierno —comentó la camarera, una joven de pelo azul entrada en carnes.
—Eso parece.
Esperanza leyó los mensajes de su móvil. De Gustavo ni una palabra. Lo devolvió al bolso y bebió despacio. En el fondo, lo que más le dolía de su divorcio era que hubiese sido él quien llevase la iniciativa. Se pasó en el porcentaje de diferencias tolerables; calculó mal y se le adelantó. Pero ya no más, con 50 años bien cumplidos iba siendo hora de tomar las riendas de su vida, dominada hasta entonces por la misma culpa que había encerrado a Matilde en la clausura.
Sacrilegio. Ofensa a Dios, concupiscencia, pecado.
No existen los ángeles. Protegido bajo su sotana de monaguillo y excitado, Gustavo, espiaba a las niñas desde el interior del confesionario. Gustavo, que un día se atrevió. La penitencia de Esperanza fue su matrimonio con un joven a quien no amaba, una penitencia cruel. La de Matilde, sus esponsales con Dios.
Pagó el café y dejó una generosa propina. Ahora era libre. Había saldado sus cuentas, y el placer transgresor, que encendiera las mejillas de los tres en sus clandestinos encuentros, apenas era un recuerdo vago que ya no le avergonzaba. Fueron dos o tres años, prefería no recordar. Las mismas chiquillas que osaron, buscaron después con su sacrificio la redención.
Se detuvo delante del panel informativo instalado en lo alto de la sala. Su autobús salía del andén número 12. En el 12, y a la misma hora, se anunciaba otro que partía hacia el sur.
El sur. Promesas de un viento todavía cálido, protector, que la envolvería en una tímida experiencia de comunión con la naturaleza. Durante su viaje de novios visitaron las islas. En septiembre la temperatura era perfecta, un óptimo climático que recordaría el resto de su vida. Como recordaría el silencio de la habitación del hotel, y las manos exploradoras de Gustavo. ¿Por qué no?, se dijo. Dejaría que fuese el azar quien aprobara su decisión.
—Aquí tiene.
La empleada le tendió el billete; el azar había apostado por ella.
Fuera de la ventanilla, aburridos y lisos, se extendían los campos de Castilla. La austeridad de un paisaje que, pensó, conformaba a su semejanza las conciencias. Detrás de su asiento una mujer joven daba de comer a su bebé. El olor del mejunje color mostaza le molestaba, y se felicitó por no haber tenido hijos. ¿Fue Gustavo o fue ella quien atribuyó su infertilidad a un castigo divino?
No tenían hijos y eso, ahora, le convenía. Soy libre, se repitió. Aunque no estaba segura de saber qué haría en adelante con su libertad.
El sol lucía más luminoso a medida que el autobús se acercaba a la costa. En la parada de descanso ya le sobraba el abrigo.
Compraría lo indispensable y se quedaría cerca del mar por tiempo indefinido. Cuando estas cosas sucedían en el cine, la pragmática Esperanza se preguntaba siempre cómo se las apañarían los que escapaban para sobrevivir. Pero ahora la protagonista era ella. Ahora tendría que inventar. Trabajaré, pensó. Qué disparate. Pensó también. Y de nuevo, ¿por qué, disparate? Y sonrió.
Era noche cerrada cuando llegó a su destino. No conocía a nadie en la ciudad. Caminó sin equipaje por la alameda, que se le antojó la calle más transitada, en busca de un hotel barato. Tenía que hacer cuentas. Ser cuidadosa con sus gastos. Pensó en el maldito rosario del padre Ignacio, en las cuentas de alabastro cuyo roce retumbaba en el eco de la iglesia; y sonrió de nuevo. Hacía tiempo que no sonreía tanto. Las cuentas. Se le escapó una carcajada que no pasó desapercibida a los jóvenes que se cruzaron con ella.
—¿Saben dónde puedo encontrar cerca de aquí un hotel?
(Cierra Jesús Ortega.)Jesús Ortega
Ahora es el final. Esperanza está sola en la ciudad desconocida junto al mar, y es de noche y es invierno y las luces mortecinas de las calles vacías se encogen bajo un fanal de tiempo, un limbo, piensa Esperanza, por el que vagan como medusas en el aire los pecados que no se borran, los hijos que nunca tuvo, las atenciones que no prestó, los daños que causó, los amores que no supo retener ni cuidar. En el hotel elegido casi al azar agradeció que nadie reparase en ella. Camina con los ojos cerrados por un paseo de barandillas blancas y palmeras recién plantadas que bordea el mar. Turistas abotargados y soñolientos se desperdigan por las terrazas vacías o se cruzan con ella sin mirarla. Sopla una brisa que casi la hace sonreír. Está sola y ya no es joven y es libre y camina por una ciudad fantasma en la que no conoce a nadie, todo resulta extraño pero también exaltante, quizá tenga algún sentido haber llegado a ese lugar de plástico y neón donde los recuerdos no pesan, donde el pasado pueda calmarse, empequeñecerse, darle la distancia que necesita para poder reflexionar sobre las vidas estériles de Esperanza y Matilde, sobre su hermana yugo de la que nunca pudo separarse, su hermana espejo que ha vigilado sus pasos en la distancia, su hermana que reza por ella cada día desde el convento mesetario, encerrada en una celda con cama de piedra, creyéndose casada con un dios que no existe.
Entra en un bar cualquiera. Al cruzar el umbral reprime el gesto de dar la vuelta y marcharse. Como en esas escenas en las que el forastero se cuela en el sitio equivocado, varios pares de ojos siguen el recorrido de Esperanza hasta la barra de zinc. El camarero congela el gesto de limpiar un vaso con un trapo y clava sus ojos en ella como si quisiera alertarla de algo. Una mosca deja de zumbar y se posa en un letrero que dice "Hay caldo casero".
Pide una cerveza bajo la presión del silencio que la mira y se sienta a una de las mesas puestas en hilera entre la puerta y el fondo del bar, la más cercana a la puerta. El borde del vaso tiene trozos de suciedad pegados, ha de darle la vuelta hasta encontrar el lado por donde poder beber. En otra mesa del fondo está sentada una mujer joven, rubia, tal vez extranjera, que remueve lentamente una cuchara en un tazón, como si estuviera preparando una pócima o como si quisiera leer señales del futuro, "la taza de caldo del letrero", piensa Esperanza, justo cuando la chica detecta su mirada y le sonríe. Pero al instante vuelve a ensimismarse. Esperanza trata de no importunarla, o de mirarla de soslayo, sin dejar de preguntarse a qué tipo de espera obedecerán la breve camiseta ceñida, los pendientes de aro, los labios pintados de granate oscuro.
En la barra de zinc un hombre sentado en un taburete da la espalda a Esperanza. Exhala, no sabe por qué, un aire de propiedad o de protección sobre el tugurio. Una bolsa suya con una hogaza de pan reposa en la barra, entre el platillo con aceitunas y un cenicero atestado de colillas. Detrás y por encima de su cabeza, sobre una rinconera en altillo, hay una pequeña naturaleza muerta bañada por la luz escuálida de la bombilla del techo: una pata de jamón, un aceitero, un santo de yeso y un fajo de billetes de lotería.
Pasan los minutos. Nadie entra, nadie se marcha. Algo sucede: el hombre del taburete se ha acercado a la chica de la taza de sopa. Con el corpachón inclinado sobre ella le anuncia lo que parece un mensaje, tal vez una orden. La chica lo mira en silencio y hace amago de seguir comiendo, pero el hombre pone una mano terminante sobre su hombro. La chica se levanta y al echar a andar hacia a la puerta, y al pasar junto a Esperanza logra dejarle un aviso en forma de breve mirada de terror. No han pagado la cena y el camarero no ha hecho el menor gesto por reclamar nada. De pronto Esperanza está sola frente al camarero. Acuciada por la angustia, deja un billete grande en su mesa y sale corriendo del bar.
En el paseo ya no hay nadie.
Echa a correr sin saber hacia dónde, y al cabo de unos metros gira y se interna en la playa.
Se descalza. Deja escapar una risa nerviosa al hundir los pies en la arena. Avanza entre nuevas risas hacia la orilla del mar. Los pies entran en el agua. Ahora respira profundamente. En el cielo oscuro las lentas constelaciones siguen girando su rueda. Amanecerá, saldrá el sol y ella tendrá hambre, pero de momento solo siente frío y una rara alegría: decide caminar.
*Beatriz Rodríguez es escritora. Su último libro, Beatriz RodríguezCuando éramos ángeles (Seix Barral, 2016).
*Alfons Cervera es escritor. Su último libro, Alfons CerveraYo no voy a olvidar porque otros quieran (Montesinos, 2017).
*Lola López Mondéjar es escritora. Su último libro, Lola López MondéjarCada noche, cada noche (Siruela, 2016).*Jesús Ortega es escritor y editor de
Jesús OrtegaProyecto Escritorio (Cuadernos del vigía, 2016).
(Comienza Beatriz Rodríguez.)Beatriz Rodríguez