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Historia y memoria

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Mari Paz Balibrea

Esta pieza pertenece a un monográfico sobre la literatura del exilio, coordinado por el profesor Antolín Sánchez Cuervo. Consulta todos los temas en el número 75 de Los diablos azules. Antolín Sánchez Cuervoel número 75

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Se han cumplido en 2016 cuarenta años de la aparición de la monumental obra dirigida por José Luis Abellán El exilio español de 1939, publicada por la editorial Taurus en seis tomos entre 1976 y 1978. La obra liderada por el estudioso de la filosofía hispánica fue en su momento el primer intento con visos de garantía, una vez acabada la dictadura, de ofrecer una panorámica lo más completa posible de la riqueza cultural e intelectual que los integrantes del exilio republicano habían aportado al mundo y que la España postfranquista necesitaba reconocer como parte de su patrimonio. En aquel momento, la obra era un gran desafío a la nada o a la pobreza de conocimiento fiable sobre el exilio a que habían obligado las condiciones de censura y el sesgo ideológico del franquismo. En erigirse en orgullosa respuesta a todas esas carencias políticamente motivadas de sus predecesores que El exilio español de 1939 encontraba su razón de ser. Por oposición a ellas, esta obra podía enorgullecerse de ser un producto democrático. La dictadura había acabado y una España en libertad no podía permitirse obviar al exilio republicano como parte de su legado.

 

El proyecto entero partía de una verdad aplastante, si bien implícita. El legado del exilio se había generado en el imperativo de un movimiento centrífugo. Por ello, su destino estaba marcado por una trayectoria que, originándose en el interior, irradiaba desde él en una multiplicidad inabarcable de direcciones vitales y profesionales que, a la altura de la primera Transición, en pocos casos desembocaba en una vuelta al país.  En ese sentido, y sin perjuicio de la inmensa aportación que hacía a la historia del exilio republicano español, El exilio español de 1939 era también constatación y prueba fehaciente de los límites y retos a los que se enfrenta quien aspira a ofrecer una visión de conjunto de la realidad conocida como “exilio republicano español”. En el epílogo de la obra, Abellán lamentaba lo que no se había podido incluir, pero también reconocía, con razón, que empecinarse en la ambición a la totalidad habría reducido el proyecto a la nada1. Aun así, en la profusa erudición de los seis tomos de la obra, en la proliferación de categorías y subcategorías de ordenación disciplinaria, en las largas enumeraciones de los integrantes del exilio y sus obras que encontramos en su lectura, se adivina una serie de ansiedades. Ansiedad ética por dar testimonio y por hacer justicia a todos los actores al nombrarlos y ubicarlos, una ansiedad que explica el “acento [puesto] en la información documental y bibliográfica”2, que deja constancia de la existencia de un legado a valorar como paso previo imprescindible para las futuras interpretaciones y análisis en las que el proyecto de Abellán no se podía detener; ansiedad disciplinaria por hacer encajar el saber aportado en categorías reconocibles y valorables con cada volumen dedicado a y dividido a su vez en ámbitos de conocimiento: historia política, antropología, educación, pensamiento, literatura –compartimentada a su vez en poesía, narrativa, teatro, ensayo y crítica–, arte, ciencia, arquitectura; y ansiedad historiográfica —finalmente y abarcando a las anteriores— por encontrar UNA narrativa capaz de incorporar a todos los actores en la creación de sentido, y capaz de dotarse de una conclusión, a ser posible feliz. Esta última ansiedad Abellán la expresa como una esperanza, al principio de la Transición, de que los exiliados, cuya vuelta es deseada por todos –dice-, se integren en la España democrática como sus guías morales3.

Esa “operación retorno” de los actores del exilio, como se la llamó en el tardo-franquismo para referirse al campo de la literatura, encontraba sus defensores en aquellos que reconocían una conexión ética, si no política, con ese exilio, además de una filiación patriótica. Rafael Conte, reconociendo el peligro en que el exilio se encuentra de perderse para esas dos causas, la ética y la patriótica, hablaba en 1970 de “rescate” calificándolo de “absolutamente inexcusable”,” necesario” y “enriquecedor” porque es “una parte de nosotros mismos.”4

Como es sabido, ni los argumentos de Conte ni la esperanza de Abellán y su equipo se materializaron en la España democrática. La historia de la Transición española a la democracia es también la de la cancelación de la mayoría de las aspiraciones del exilio republicano a reincorporarse con rango protagonista a la vida democrática española, cultural o políticamente. La renuncia a la República como forma de estado deshizo lo que para muchos exiliados era una equivalencia inapelable entre ésta y la democracia en la historia de España. Para ellos, esa renuncia era a todas luces un signo de desinterés por la herencia política y ética que encarnaba el exilio. Con ella, la Transición cerró explícitamente el paso a vías de reincoporación en el tiempo nacional que para el exilio podrían haber existido más allá de las que dictara la longevidad de sus propios protagonistas, y que el consenso con el franquismo no permitió al considerarlas un exceso de democracia. Si partidos republicanos, aglutinados en el exilio en torno a ARDE (Asociación Republicana Democrática Española), no se podían presentar a las elecciones cuando defendían la última forma de estado que había tenido legitimidad democrática en el país antes de su derribo por la dictadura, mal podían empezar el camino de la reinserción de sus valores políticos en medio de las nuevas generaciones. Por otra parte, la Ley de Amnistía de 1977, arma de dos filos, exoneraba de culpa por igual a los presos políticos del franquismo (reivindicación de todos los partidos antifranquistas) y a sus verdugos franquistas, dejando por su misma lógica un legado penoso de bloqueo a las demandas de justicia de las víctimas del franquismo, entre las que se encontraban las de los exiliados.  Era la amnistía la forma judicial del pacto entre las élites de no instrumentalizar el pasado, y en esa medida no podía por menos que perjudicar el legado del exilio republicano. Este último señalaba un pasado deseoso de convertirse en presente en el nuevo contexto democrático, pero las dinámicas de la Transición demostrarían que era precisamente el pasado que ellos encarnaban el que había que des-enfatizar como un signo tóxico para el presente. Guerra civil, dictadura y los fantasmas de la discordia nacional ponían palos a la rueda del progreso democrático español. Pertenecían a un ciclo histórico agotado y daban una imagen, no sólo opuesta a, sino incompatible con la de jóvenes sin pasado reprochable, misma que se imponía como idónea para liderar el proceso hacia la democracia.

En el terreno cultural la estrategia no fue de supresión frontal, sino de banalización e instrumentalización. El gobierno de la UCD creó el primer Ministerio de Cultura con vocación de ruptura con las formas del dirigismo censor que habían presidido las relaciones del poder con la cultura durante la dictadura. Así, sus políticas culturales tuvieron como uno de sus cometidos centrales la recuperación de la memoria histórica de la República, silenciada por el franquismo5. La cultura del exilio, materializada en congresos, premios, exposiciones y nombramientos, servía en la medida en que destilaba libertad de expresión y democracia, activos altamente cotizados para legitimar el proceso transicional. En consonancia con ello, emerge el exilio en la producción cultural de este momento como parte de un nuevo tratamiento de la memoria reciente, que acoge tanto a vencedores como a vencidos de la Guerra Civil y la dictadura en un totum revolutum que subraya coyunturalmente la euforia postcensura y, de manera más estructural, una visión de la historia “equidistante” entre culpables y víctimas, que había llegado en los años 50 para quedarse. La serie Espejo de España de Planeta es su ejemplo editorial paradigmático, y una versión más culta de lo mismo encontramos en el medio audiovisual, en el programa televisivo de entrevistas A fondo, de Joaquín Soler Serrano. En ese contexto, la vuelta de ilustres exiliados del mundo de la política y de la cultura fue celebrada y publicitada en los medios de comunicación, en la medida en que éstos estaban dispuestos a cumplir un papel de vagos referentes nacionales a un pasado democrático que reforzaba el statu quo en construcción.  Esa fue su capitalización político-cultural y ahí encontramos a figuras como Jorge Guillén, María Zambrano o Francisco Ayala. Pero se les vetó cuando osaron ser críticos o meterse en propuestas políticas que se apartaban de la senda marcada. Con Claudio Sánchez Albornoz tenemos temprano ejemplo de retorno icónico que se celebró como figura intelectual, pero se abortó en tanto que alto representante de la República (su Presidente en el exilio, nada menos). Más ejemplos de ello tenemos en la figura de José Bergamín, como bien ha estudiado Iván López Cabello6, censurado repetidamente en sus colaboraciones de Sábado Gráfico en 1977 y 1978 por su impenitente anti-monarquismo, o en el ostracismo al que se abandonó a un Francisco Giral dispuesto a reintegrarse en la vida académica y política española, a causa de su filiación republicana.7

En definitiva, en la Transición se dieron los pasos legales y políticos para anular las posibilidades de que la democracia se fundamentara en la adopción de la forma de estado republicana y en la reparación a las víctimas del franquismo. Sin estas dos cosas, que eran las que daban sentido y legitimidad al exilio republicano, su función en la orquestada Transición fue la de un invitado ajeno, figurante por las buenas, estorbo por las malas, no habiendo en la joven democracia española rastro de influencia alguna de su directa predecesora.

Desde los años 80, la memoria del exilio se fue invocando en función de intereses coyunturales. Giulia Quaggio y Abdón Mateos lo han estudiado para el caso del socialismo en los años de los gobiernos de Felipe González: República y exilio juegan un papel significativo en la construcción simbólica de una genealogía moderna y europeizante para la España centrada en el socialismo, que sin embargo no altera de manera significativa la línea marcada por los gobiernos de la UCD en la Transición8. Igualmente claro es que ese uso del pasado necesitaba someter los conceptos y las personas, los colectivos y las instituciones que los encarnaban, a un vaciado ideológico bajo el que monarquía y república se convertían en términos intercambiables9, conceptos post-políticos e ideológicamente maleables. Para muchos retornados, sobre todo aquellos con una imagen pública, las condiciones de la vuelta produjeron sentimientos de decepción, indignación, resignación -casi siempre reservadas para el ámbito privado- o a lo sumo de indiferencia ante la interpretación interesada de su pasado, si no personal, sí colectivo. En la semiótica de la Transición y la España de los ochenta, la figura del intelectual o político exiliado ilustre fue un significante cuyo significado se reducía a un pasado prestigioso que había que capitalizar con la menor intervención posible del individuo portador del signo. Por eso las muestras de agencia política o cultural, con resultados visibles de intervención significativa en el curso de la Transición y la democracia, son muy pocas en este colectivo10.

En cualquier caso, la visibilización e incentivación financiera de la cultura del exilio que resultó del mecenazgo de los gobiernos socialistas, arrojó a medio plazo otros frutos menos acomodaticios y banalizadotes. En concreto, los de la profundización en la sociedad y la ampliación en los círculos académicos de un conocimiento complejo y crítico de la República y el exilio. Esto es particularmente claro en la aparición de redes culturales académicas financiadas con dinero público que incluyen grupos de investigación y publicaciones, que empiezan a vincular directamente el estudio del exilio republicano con una visión crítica de su tratamiento desde la Transición por el estado democrático. De la misma manera, aparecen nuevos acercamientos metodológicos al estudio del exilio republicano, específicamente concebidos para reflexionar sobre el fenómeno del exilio, y/o que relacionan el exilio republicano con las culturas de llegada, y/o con fenómenos globales contemporáneos, cuestionando y desestabilizando así, las estructuras de pensamiento sobre el exilio que el franquismo había hecho hegemónicas y que se habían continuado en democracia.

Por otra parte, en la medida en que el nombre de la República y los republicanos (muchos de ellos exiliados) fue sometido a un uso público que implicaba el grado de abstracción al que me he referido, acabó resultando compatible con el ideario político del partido que había nacido como refugio de franquistas más o menos reciclados, el Partido Popular. Desde el momento en que José María Aznar observa la posibilidad de ganar unas elecciones a González, su discurso, queriendo atraer un voto de centro y no sólo de derecha, incorpora una conexión con la República y con figuras de exiliados, con Manuel Azaña a la cabeza. Abdón Mateos habla de un momento en que parecía posible llegar a un acuerdo de estado entre los grandes partidos políticos alrededor del concepto de República. Y además habría que seguir matizando y recordando que esta postura de moderación del discurso del PP produce, en las primeras elecciones que logra ganar, lo contrario en su principal rival político; es decir, el abandono por parte del PSOE de su política de no agresión a la derecha por su pasado franquista. En ese sentido, la invocación de la República por parte del PP, en lugar de su reivindicación de Franco y el franquismo, es paradójicamente la que ayuda a abrir la puerta y a dar paso a lo que diversamente se ha denominado la ruptura del consenso de la Transición o Segunda Transición. La década de los noventa es por todo ello un momento clave hacia la re-politización del pasado de República, la guerra, el exilio y el franquismo, hasta ese momento banalizados institucionalmente, vaciados ideológicamente y silenciados por lo que se refería a las responsabilidades criminales del estado franquista. Mateos habla del exilio como una cuestión de Estado para el nuevo milenio y de la construcción de una memoria compartida hasta 2004. A partir de entonces, el presente: un renovado interés de la ciudadanía por los pormenores del propio pasado, una vez asentada la democracia. La intensificación de la conciencia del valor político de los símbolos del pasado que poblaban el paisaje nacional, ayudada por un verdadero boom de la producción editorial y audiovisual inspirada en, o recuperadora de ese pasado terminaron de dibujar, ya en el nuevo milenio, un panorama de “Segunda Transición”, de creciente polarización social y política alrededor de la memoria histórica. Solo la crisis económica desencadenada en 2008 fue desbancando a la memoria histórica como punto central de discordia social, a la par que generando otras formas, más cáusticas, de revisionismo del statu quo generado por la Transición, incluida la forma de estado.

Pero a este rápido repaso de la recepción del exilio en España desde la Transición en su mezcla de política y cultura, le falta un componente de influencia importante que de hecho nos retrotrae al libro con el que comenzábamos, El exilio español de 1939. Me refiero a la consignación histórica del pasado del exilio, o dicho de otra manera, a las políticas historiográficas. En 1976, la imposibilidad de historiar la totalidad del exilio podía achacarse al reconocido desconocimiento de una parte importante de sus realidades. Hoy, sin embargo, entendemos que el desconocimiento del exilio republicano español, su invisibilidad y la capacidad de superar ambos obstáculos, no dependía sólo de la desaparición de las condiciones de censura política que imponía la dictadura franquista, tal y como creían los autores de la obra coordinada por Abellán. Con el paso de los años, hemos podido comprobar que su presencia y visibilidad públicas como legado cultural y político también dependían de las estructuras historiográficas y conceptuales en las cuales sus conocedores fueron –y somos– capaces de insertarlos. Y estas estructuras, en lugar de potenciar al máximo la valoración y visibilidad del legado exiliado de la Segunda República, hasta hoy han tendido más bien a minimizarlo y a estorbar el estudio de sus especificidades. Por mencionar el caso de la literatura, que conozco bien, la historiografía nacional ya en democracia lidió mal con el cuerpo extraño del exilio. De hecho, hay evidencias de que las estructuras ideológicas discursivas que la historiografía producida bajo del franquismo había establecido con respecto a la (no) relación entre cultura del interior y cultura del exilio, y a la incommensurabilidad de sus respectivos parámetros, siguen vigentes bien entrado el periodo democrático. Dicho de otra manera, se siguen reproduciendo estructuras incuestionadas que perpetúan el sesgo franquista de la cultura española, ya sea por inercia intelectual o por convicción ideológica. Más a fondo ha estudiado el tema Fernando Larraz con respecto a la literatura, concluyendo que “aún hoy, el exilio [es] una realidad hosca para la voluntad aglutinadora del historiador: demasiado disperso, demasiado desconocido, demasiado difícil agruparlo bajo categorías unificadoras.”11 Según la interpretación de Antolín Sánchez Cuervo, durante la Transición la disciplina filosófica siguió lógicas diferentes, pero con un mismo e incluso más radical resultado de ignorancia del patrimonio exiliado. La perspectiva historiográfica de este último se vio condicionada por un “historicismo continuista planteado desde el punto de vista de la filosofía oficial de los vencedores”.  Por ende, de forma análoga a la literatura, los más radicales entre los jóvenes filósofos, en su afán de desprenderse del polvo de la dehesa del franquismo, se desentendieron del legado exiliado metiéndolo en el mismo saco que el de sus verdugos del interior.12

Como contrapartida, resulta a mi juicio imprescindible para reconstruir un corpus anómalo y potencialmente explosivo como el del exilio republicano español, cultivar una historiografía activa y explícitamente consciente de las premisas históricas, ideológicas e institucionales que la sostienen. Imprescindible porque en el uso continuo y no cuestionado de unas determinadas estructuras historiográficas, esas premisas desaparecen, permitiendo que las estructuras se nos presenten naturalizadas, como flotando desasidas de toda determinación o condicionamiento extra-disciplinario. Llamar la atención sobre esta naturalización es un paso previo a la posibilidad de pensar categorías distintas de análisis, que puedan servir, no solo para la comprensión más compleja de los objetos de estudio, sino para también reactivarlos en el presente.

En los últimos tres años he asistido a congresos de historiadores en el Reino Unido, cuya razón de ser era la preocupación por el legado o la importancia para el presente de la Guerra Civil española, entendida como una herida que no se ha cerrado y en la que el exilio aparece como una consecuencia inseparable del conflicto.13 Como sabemos, los aniversarios –de los 75 años del final en un caso (2014), y de los 80 del principio en el otro (2016) –, invitan a la conmemoración. Esta misma preocupación por el presente es la que siempre ha animado mi trabajo sobre el exilio.

Respecto a España, el exilio republicano sigue estando presente entre nosotros porque es parte de un problema irresuelto; porque los españoles, a día de hoy, no se han puesto de acuerdo sobre cuál es la narrativa dominante del siglo XX que explica la llegada del país al final feliz de la democracia. Para quienes apoyaron en su día o aceptan todavía el golpe del 18 de julio del 1936, el alzamiento era una necesidad para traer ley y orden, cuyos frutos vinieron a dar en prosperidad económica y en un estado demócrata liberal. En otras palabras, para quienes defienden esta versión, la guerra y la dictadura son parte de una narrativa lineal que nos lleva directamente al día de hoy. Para ellos, la República derrotada y quienes partieron al exilio pertenecen como mucho a la categoría de daños y pérdidas colaterales que ha valido la pena asumir. Por otra parte, para quienes apoyaron o aceptan, entonces o ahora, la legalidad democrática de la Segunda República, guerra y dictadura son desviaciones aberrantes del camino deseable del progreso y la modernidad para el país. Para éstos, cualquier narrativa sobre la historia del siglo XX español debe reconocer guerra, dictadura y exilio como tales aberraciones, y preocuparse por ello de que los legados antifranquistas y republicanos en todas sus formas sean restituidos con la relevancia que merecen en la historia de la modernidad española. Para éstos, por tanto, guerra y dictadura solo pueden ser reconocidos críticamente y como parte del camino a la democracia y la modernidad, subrayando el sacrificio en derechos humanos y progreso social, político y cultural que su hegemonía durante cuatro décadas supuso para el país.

El exilio, en su relación con España, forma parte indefectiblemente de esa problemática y nos interpela hasta el día de hoy. Para mí, trabajar el exilio republicano es sentirme responsable de un legado y tomar partido ante él. Soy sensible al llamamiento ético del exilio y sus condiciones de posibilidad, a la idea de responsabilidad de su rescate. Parte de ello es entender que éste no debe satisfacerse con la ambición monumental o enciclopédica. Sin duda la erudición es imprescindible, pero en ningún caso suficiente para hacer relevante la memoria del exilio en el presente, para pensarla con respeto y con rigor como un patrimonio que aún nos incumbe. En el exilio hay un margen crítico, un lugar al que acudir para pensar la forma en que hegemónicamente se desarrollaron los acontecimientos en España. En el curso de verano El pensamiento del exilio español de 1939 y la construcción de un racionalidad crítica (Universidad de Granada, 13-16 de septiembre de 2016), las presentaciones de José Antonio Pérez Tapia sobre Anselmo Carretero y su visión de una España federal, Pedro Cerezo sobre María Zambrano y la propuesta política y ética de su Persona y democracia, como también las referencias de Luis García Montero a Aub y a Cernuda, son paradigmáticas del filón crítico para pensar el presente que podemos encontrar en el exilio republicano. No sería cierto pretender que todo en el legado cultural del exilio se presta a esas lecturas, pero sí lo es que todos sus productos merecen considerarse como parte del patrimonio cultural democrático más importante que produjo el s. XX español.

  *Mari Paz Balibrea es profesora en la Birkbeck University of London. Mari Paz Balibrea

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  1. Abellán, José Luis (dir.). El exilio español de 1939. I. La emigración republicana, 6 vol. Madrid, Taurus, 1976, vol. 6, p.338.

2Ibid., vol.1, p.20

3. Ibid., vol1, p.31; vol.6, pp.340-348.

4. Conte, Rafael, “Para una teoría de la literatura del exilio”, en Narraciones de la España desterrada. Barcelona: Edhasa, 1970, pp. 20-21, 30.

5. Quaggio, Giulia, “Política cultural y transición a la democracia”. Seminario de Historia. Dpto. de Hª del Pensamiento y de los Movs. Sociales y Políticos, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, Fundación José Ortega y Gasset, 2011 [http://pendientedemigracion.ucm.es/info/historia/ortega/1-11.pdf], p.6.

6. Véase José Bergamín, una voz republicana y disidente en la España de la Transición. Tesis doctoral Univerisité Paris X Nanterre; Universidad de Cadiz, 2012 [https://tel.archives-ouvertes.fr/HCTI/tel-01311289v1], consultado el 29 de septiembre de 2016.

7. Por su condición republicana fue encarcelado nada más poner pie en territorio español procedente del exilio mexicano, irónicamente el mismo día en que se legalizaba el PCE. Véase Hoyos Puente, Jorge de. “Las limitaciones de la Transición española. El imposible retorno de los republicanos Victoria Kent y Francisco Giral”, Historia del presente, 23 (2014), p. 47

8. Coincido en este punto con Quaggio, Giulia, La cultura en transición. Reconciliación y política cultural en España, 1976-1986, Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 329-336.

9. González, Felipe. y Cebrián, José Luis, El futuro no es lo que era. Madrid: Punto de Lectura, 2002, pp.59-85.

10. Francisco Ayala, Jorge Semprún y Rafael Alberti son los ejemplos más evidentes de esta excepción

11. “El lugar del exilio en las historias literarias postfranquistas” en Mari Paz Balibrea (ed). Líneas de fuga. Hacia otra historiografía cultural del exilio republicano español. Madrid: Akal, 2017, en prensa.

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12. “La épica transicional y la recepción del pensamiento del exilio en la España democrática” en Mari Paz Balibrea (ed). Líneas de fuga. Hacia otra historiografía cultural del exilio republicano español. Madrid, Akal, 2017, en prensa

13. Los congresos son 75 years since the Spanish Civil War. Perspectives from the 21st Century, University of Sheffield, Marzo 2014 y Spain’s Civil War 80 Years Later. The Wound that Will Not Heal? Canterbury Christ Church University, Julio 2016.

Esta pieza pertenece a un monográfico sobre la literatura del exilio, coordinado por el profesor Antolín Sánchez Cuervo. Consulta todos los temas en el número 75 de Los diablos azules. Antolín Sánchez Cuervoel número 75

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