IslandiaLuis VioqueGenericBarcelona2017Islandia
Siempre había imaginado Islandia en blanco y negro, supongo que por el contraste entre la nieve y las rocas, por el gélido clima y las extensas áreas despobladas… Por ello, al hojear Islandia no me llevé ninguna sorpresa: allí estaba tal cual la había pensado. En un primer momento tampoco me extrañó la calidad de las imágenes porque conocía la obra de Luis Vioque. Cuando comencé a enarcar las cejas de puro asombro fue a medida que pasaba las hojas con detenimiento y descubría que las fotografías eran bastante más que el recuerdo de un viaje a un país mitológico que se percibe en los confines del mundo. Empecemos.
El prólogo de Josep M. Rodríguez es excelente. Analiza la obra del fotógrafo desde Un viaje imaginario (2001), el primer libro ―agotado, por cierto―, llevándola al terreno que mejor conoce, la poesía. Funciona acompasadamente el tándem Rodríguez-Vioque porque sus poéticas comparten principios: economía narrativa, capacidad de sugerencia, limpieza expositiva. Sabemos que poesía y fotografía retumban con similares ecos ―la creatividad de la metáfora, la síntesis expresiva o la elipsis, entre otros―, y en este caso las voces del poeta y el fotógrafo suenan al unísono de manera armoniosa.
Vioque recorre la isla del fuego y el hielo en 36 imágenes, contando con la excelente de la cubierta, esa carretera que brilla como un río de lava en la noche. Rehúye glaciares, géiseres y cascadas, es decir, las tópicos turísticos, y en las escasas ocasiones en que se coloca frente a ellos apuesta por una toma que desplaza el elemento rutinario a un segundo plano, un método que habla de la singularidad de su mirada y de sus recursos creativos. Dos ejemplos: la cascada de Hafragilsfoss parece un foco de luz al fondo del encuadre porque el interés se centra en las paredes de basalto erosionadas, y la fumarola del géiser de Krýsuvík semeja un banco nuboso de formación baja. Las nubes son elementos integrantes de la geografía islandesa y el fotógrafo no las elude, lógicamente, antes al contrario, las integra con suavidad, como si acolcharan la dureza rocosa o acercaran la tierra al cielo.
Luis Vioque ha permanecido fiel al formato panorámico en todos los libros. Con razón, Josep M. Rodríguez titula el prólogo “Panorámica íntima”. Para entender esta predilección ―ajena al formato de la película―, se pueden aventurar varios motivos, de los cuales los menos significativos no serían que su trabajo se desarrolla en exteriores y que el horizonte es la referencia ineludible. Tanto para disparar como para editar la mirada panorámica no es la opción más sencilla, y en el caso de Islandia el amplísimo ángulo de visión derivado de las tomas largas, por decirlo en términos cinematográficos, supone una dificultad añadida. Existe el riesgo de perderse en la suculenta inmensidad y olvidar que hay que ‘rellenar’ el encuadre, darle contenido, no necesariamente de orden físico. Pues a Vioque parece quedarle estrecha la panorámica, quiero decir que colma con creces el espacio. Los paisajes rebosan las fronteras del libro, se percibe que continúan vivos fuera del papel. Un efecto conseguido mediante una puesta en página espléndida y una intención narrativa que quiere comunicar al lector/espectador la voluntad de ofrecer la expresión más extensa. No obstante, las vistas islandesas de Luis Vioque funcionan a 274 x 97 mm, el inamovible formato de edición, reducido pero repleto de expresividad. Su Islandia cabe en la intimidad de nuestros bolsillos.
Asimismo caben los paisajes españoles de Un viaje imaginario, los litorales de Mares de Portugal (2004) y las dunas grancanarias de Océanos de arena (2010). El cuaderno de bitácora de Luis Vioque relata la aventura que le ha ido alejando en forma de espiral de su lugar de residencia, Madrid. Decía Barthes que el término apropiado para expresar la seducción que sentía al mirar ciertas fotografías era aventura: “Tal foto me adviene, tal otra no”, basándose en la etimología del vocablo aventura: advenire, llegar. A esto me refería cuando comentaba que las imágenes de Vioque funcionan ―nos llegan― en el tamaño de edición porque vislumbramos la aventura del artista.
Enfrentarse a una geografía tan particular como la islandesa precisa una mirada afinada y certera, la propia de un tirador de élite. Vioque acierta hasta el punto de que algunas fotografías se van a convertir en iconos por su maestría para la sinécdoque, la del parque nacional de Skaftafell o la de la lengua del glaciar de Svinafellsjökull, por ejemplo. Pero su visión no se limita a lo inmediato, se atreve a fantasear, como en la costa de Höfn, donde los peñascos reflejados en la espejante superficie del agua evocan un grupo de meteoritos a la deriva. Hacer ficción con la cámara es narrar y las capacidades narrativas del fotógrafo madrileño son seductoras.
Aunque es un paisajista en el sentido clásico, el elemento humano forma parte de su mundo. Quizás los personajes ―siempre de espaldas a la cámara, ¿siempre el mismo?― sean un trasunto del fotógrafo, el poético ‘otro yo’ paralizado por la grandiosidad del entorno e interrogándose por cómo traspasarla a la cámara. El caso es que figuran colocados en los márgenes, sin intervenir en el entorno, si acaso punteándolo con sigilo, y en Islandia pueden justificarse como una señal de respeto a la vieja madre Tierra. Del mismo modo, los diversos elementos que delatan la presencia del hombre (carreteras, viviendas, vehículos, faros) juegan un papel secundario, a pesar de lo cual la disposición de este tipo de imágenes en el libro está muy cuidada. Son dieciocho fotografías, justo la mitad del total, distribuidas en dos bloques de ocho y diez, separados por las dos tomas de la playa de Lónsfjördur a eje cambiado que ocupan las dos páginas centrales del libro. Otra muestra de la estudiada puesta en página a la que me refería y sobre la que quisiera insistir en un aspecto que considero primordial: el diálogo entre imágenes contiguas. En varios casos se solapan como si formaran parte de una única perspectiva. Así, las nubes sobre Svinafellsjökull y Skaftafell, los icebergs de Jökulsárlon o el camino de Mosfellsbær que conduce a la vivienda de Keflavík. En ocasiones, el juego es puramente visual, véanse las tomas del mismo paisaje de Borgarnes para que apreciemos los corazones que la patinadora dibuja en el hielo al deslizarse. Un canto de amor a la naturaleza.
La mirada de Vioque es inconfundible, más personal a medida que consolida su obra y singularizada en los ya comentados formato panorámico y trabajo en exteriores, a los que añadiría el dominio del blanco y negro virado a un sepia elegante y discreto, el impecable lenguaje, la asumida autoedición ―papel de calidad, tapa dura― y el propósito estetizante. La belleza de sus fotografías creo que tiene que ver con lo que Cartier-Bresson denominaba “regodearse en el placer puro de la forma”. Indiscutiblemente, hay más conceptos y principios de estilo, como el sesgo clásico y esa especie de toque sacramental en la forma de representación.
Me cuesta encontrar referencias. Hay una, muy evidente, a El caminante sobre el mar de nubes de Friedrich, en la vista de Laugarvatn. Otra es la imagen de cierre, que me recuerda la carretera U. S. 285 de Los americanos. Decía Robert Frank que “el ojo aprende a escuchar antes de lo que parece”, una versión del quevediano “escucho con mis ojos a los muertos”. En resumen, escuchar, permanecer atentos a lo que la tradición y la actualidad nos susurran al oído. También el silencio nos habla, ese vibrante silencio que oímos en la Islandia de Luis Vioque.
*Antonio Lafarque es crítico literario.Antonio Lafarque
IslandiaLuis VioqueGenericBarcelona2017Islandia