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‘Por qué es importante Orwell’, de Christopher Hitchens

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En 2002, el rebelde izquierdista reconvertido en halcón neoliberal Christopher Hitchens, atento siempre a una buen combate dialéctico, rendía homenaje a George Orwell, fundadamente. Daba la sensación de que el ensayista británico, comparado repetidas veces por su brillantez con el autor de 1984, expiaba en la defensa de Orwell la deriva de su propia ideología.

En Por qué es importante Orwell, publicado recientemente en castellano, con traducción de Luis González Castro, por Página Indómita, Hitchens desguaza el constante ataque sufrido por el legado orwelliano tanto desde la derecha como desde la izquierda. Pareciese que Hitchens buscase en Orwell el sueño cercenado de una izquierda justa, equilibrada en los vicios y virtudes del autor como quien se mira en un espejo: honestidad y contradicción, la primera como un objetivo ansiado y reconocido en Orwell, la segunda como una consecuencia en el propio Hitchens, que ya había realizado su periplo del marxismo trotskista con ramalazos libertarios hasta la postura proyanki neoconservadora.

Para asaltar la figura de Orwell Hitchens organiza un desmontaje por piezas: la relación de Orwell con el Imperio británico, con la izquierda intelectual de la última mitad del siglo XX, con la derecha que reclamaba su legado, con América (o más bien la casi inexistente relación de Orwell con EEUU), con el entrecomillado “carácter inglés”, su turbulenta y poco edificante relación con el feminismo y la homosexualidad, y finalmente, tanto la imagen de Orwell como delator, como el efecto de su obra de ficción.

Orwell fue elevado a laica santidad tanto como fue defenestrado y ridiculizado. Vivió en el difícil equilibrio de la defensa de las convicciones socialistas en convivencia con una crítica demoledora al estalinismo. No era un concepto fácil de asumir en los años 30: quedó patidifuso ante el pacto de no agresión Hitler-Stalin, abrumado ante la limpieza ideológica realizada por el Partido Comunista durante la Guerra Civil española entre los correligionarios de la izquierda y los libertarios, fue una voz que clamaba en el desierto ante el entusiasmo de la colaboración británico-soviética durante la Segunda Guerra Mundial y un traidor a la causa comunista cuando la guerra se congeló y hablar de Katyn o el gulag no estaba bien visto, o en todo caso, era inapropiado para un pensador de izquierdas occidental.

Orwell vivió en el equilibrio y murió con solo 46 años, pero el tiempo vino a darle la razón: que otra izquierda era posible, sin acatar los principios estalinistas, reivindicando a Marx, incluso a Lenin y Trotsky, y trufando el socialismo de valores pequeñoburgueses aprovechables, a la vez que prevenía sobre el sufrimiento que conlleva el pensamiento único. Sus ensayos, y sus novelas 1984 y Rebelión en la granja —en ambos casos alegorías del estalinismo, del dominio del Partido, la asfixia de la objetividad histórica creada por intereses y de la corrupción ideológica del poder— derivan en una declaración que la izquierda temía y la derecha podía asumir, con el riesgo de aplaudir a un declarado socialista. De hecho, uno tiene la impresión de que, si ideólogos de la derecha podían vitorear esa alegoría de los animales, podrían asaltarles incómodas preguntas: “¿Lo hemos entendido correctamente? ¿Quiénes son los cerdos?”. O quizá esa misma derecha miraría al Gran Hermano a los ojos y se preguntaría si se trataba realmente de un fantoche de Stalin, o lo sería del fascismo, de cualquier totalitarismo, si se trata del Partido o de una casta, de una secta, de una religión, de los biempensantes, de la gente de buena familia, del self-made man... Al fin y al cabo, la misma cara de cualquier moneda, un mejunje de todos ellos, temible, conocido y que, además, anida en el interior de cada uno de nosotros. En todo caso, incómodo, muy incómodo, para derechas e izquierdas.

Es curioso cómo el lector tiene la sensación de que Hitchens quisiera ser Orwell (el subrayado es mío) o, al menos, que Hitchens quisiera un juicio sobre su ideología y deriva como el que él hace a Orwell: un juicio de comprensión, de valor de la experiencia, de honestidad, de un demostrado amor a hablar en voz alta con todas las consecuencias. Hitchens no se guarda nombres. Desfilan Salman Rushdie, Edward Said, Raymond Williams Noam Chomsky, por citar a los más conocidos, a quienes aplica una reprimenda por el trato dado a Orwell en el pasado, por lo que considera malas interpretaciones de su pensamiento —salva a Theodor Adorno de la quema—. Orwell tampoco tuvo miedo a dar nombres, así lo trata Hitchens en el capítulo titulado “La Lista”, donde aborda el mito de la delación de Orwell. Quizá el paralelismo del pensamiento libertario, tan diferente en los EEUU actuales respecto a la concepción libertaria de los años treinta, en ambos autores quede sin tratar a fondo, desdibujado, sin nombrar apenas.

Pero sea quien sea el que homenajea, era necesario recuperar el pensamiento de Orwell y conseguir que el adjetivo “orwelliano” ya no signifique solo ese conjunto de situaciones concernistas y distópicas que están ya en cualquier esquina, sino que se reivindique como adjetivo de la elogiosa búsqueda de la objetividad, de la honestidad y la integridad, del compromiso intelectual sin alardes ni tibiezas. La Guerra Civil española (la Revolución) marcó tanto el pensamiento de Orwell como lo hizo su juventud en las cloacas coloniales del Imperio. Quien pasó por aquello no salió indemne. Aquel pensamiento de la izquierda, y también en la actualidad, navega en las contradicciones: cómo concordar el pacifismo con el enfrentamiento ineludible con el terrorismo islamofascista, la revolución con la violencia, el buenismo con la mano firme e incorruptible, la relatividad cultural con la Declaración Universal de Derechos, la libertad de comercio con el monopolio estatal, el internacionalismo con el derecho de autodeterminación, la globalización con la localización, la inmigración con la defensa de los ecosistemas culturales en destino y en origen, la libre circulación de seres humanos y los equilibrios económicos. Ahí está el reto. El camino del estalinismo fue fácil, el camino de la derecha también lo es, en ambos casos está claro en cuanto se toma el fusil.

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Por eso Orwell es importante, porque navegó en estas contradicciones sin caer en el fácil discurso del estalinismo que aplanó y acalló conciencias, ni en la defensa de los principios euroamericanos desde el liberalismo que desembocaría en la derecha refundada en los años ochenta. Ese camino que terminó por tomar Hitchens tras el 11S, cuando le falló la respuesta tibia de la izquierda y desenfundó su ideología para apoyar la invasión de Irak, la eliminación física de Al Qaeda, las mejoras realizadas en Abu Ghraib o el mito de las armas de destrucción masiva, en lo que llamó una alianza temporal con los neoconservadores.

*Alfonso Salazar es escritor. Su último libro es Para tan largo viaje (Dauro, 2014).

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