Quedar en las palabras
Juan Ramón Torregrosa
Alhulia (Syl-laba. Cuadernos de poesía, 2024)
Conozco toda la obra literaria de Juan Ramón Torregrosa, que él ha ido mandándome generosamente, pero nunca había escrito sobre él. Voy a centrarme esta vez en su último libro. Lo primero que llama la atención es que en él conviven la prosa y el verso, la vida y la cultura, la ficción y la nota erudita. Pero antes, incluso, el Índice nos advierte de su estructura musical, pues sus cuatro partes se presentan como Obertura, Andante, Allegro ma non troppo y Adagio lamentoso. No en vano, en su casa suele oírse música clásica. Y, en efecto, Juan Ramón Torregrosa se muestra en estos versos, a veces alegre y, otras, lamentoso. Sea como fuere, en los diversos registros por los que transcurre el libro se mueve con soltura, como el escritor y el poeta avezado que es, pues tiene en su haber numerosos libros de poesía y prosa: novela, microrrelato, aforismos, ensayo y también algunas adaptaciones de obras memorables.
No en vano, el autor se licenció en Filología Española, con grandes maestros, como Francisco Rico, Alberto Blecua, Sergio Beser y José-Carlos Mainer. Durante 35 años fue Torregrosa profesor de Enseñanza Media de Literatura, y se doctoró en la Universidad de Granada, con una tesis sobre Alejandro Casona. En cualquier caso, acabó volviendo a su tierra natal, Guardamar del Segura, Alicante, donde trabajó como catedrático de Instituto hasta jubilarse. Toda esa sólida formación se nota en sus libros, y en este último aparece latente en los lemas y en la intertextualidad, procedimiento al que volveremos a referirnos.
Los libros de ficción, como saben, pueden organizarse, en esencia, de dos maneras diferentes: por acumulación de piezas disímiles, o porque los textos comparten un motivo o una idea que les proporciona unidad. Aquí se vale del primer procedimiento, pues conviven diversas consideraciones sobre lo literario, eso que llamamos poética, según ocurre en los versos de Escribir (páginas 48 y 49), con recuerdos de viaje (el autor es un viajero empedernido que le ha dado varias vueltas al mundo, aunque aquí se limite a llevarnos a Delfos, Segesta, Agrigento, Berlín [acaba diciendo: "nunca en sus piedras y memorias/ dejará de latir la sombra del horror", página 22], o las cataratas de Iguazú). Tampoco faltan los recuerdos de infancia, con un homenaje a su padre, en uno de los mejores y más verdaderos poemas del libro (Luz auténtica). Otras veces se vale –como recurso retórico- de la intertextualidad, pues defiende el "imitar con prurito de emulación, recrear lo ya creado (…), con afán de superación" (página 12). Al respecto, he apreciado, al menos, perdonen que me ponga estupendo, citas o remedos, de poemas de Cervantes (Al túmulo de Felipe II en Sevilla), Lope de Vega (en un poema de nuestro autor que trata sobre la angustia y que en los versos de Lope acaba diciendo: "esto es amor, quien lo probó lo sabe"), Espronceda (Himno al sol), Bécquer y Bergamín, en la alusión a la mano de nieve (página 90), Rubén Darío (Lo fatal) y Unamuno (ese poema que empieza: "piensa el sentimiento, siente el pensamiento"). Hay otro, titulado Diario, sobre en qué consiste llevar un diario; y uno más sobre el comisario Maigret, el personaje de Simenon ("Maigret en Vichy"). Pero quizá la más curiosa de todas sea la referencia al poeta Antonio Carvajal, su mentor poético, en cierta forma, inventor de la palabra humuvia (los olores de la tierra tras la lluvia), que da pie a todo un poema con ese título, en cuyos últimos versos nos dice: "Hay emociones/ que no lo son del todo hasta que no reciben/ la fuerza lírica de la palabra,/ su palabra plena y exacta:/ Humuvia" (página 42). Tampoco falta el componente culturalista, con referencias no solo a escritores, sino también a fotógrafos (en sus años universitarios el autor hizo sus pinitos con la fotografía), cineastas, cantantes (Serrat) y pintores (Magritte).
El título del conjunto, Quedar en las palabras, aparece como un motivo casi omnipresente, desde la cita inicial de Unamuno ("¡Cuando yo ya no sea,/ serás tú, canto mío!/ ¡Tú, voz atada a tinta,/ aire encarnado en tierra…!"), al poema Quedan las palabras. Así, nos recuerda que la poesía son "palabras elevadas a su máxima potencialidad expresiva" (página 11). Me gustan también los versos que componen De cómo Celestina corrompe a Pármeno, ofreciéndole a Areúsa, la mujer que desea; una obra, La celestina, que trata en otros libros suyos. El caso es que se vale tanto de motivos del Barroco, así las ruinas, como del Romanticismo, cuando trata de la conciencia de la imposibilidad del decir, de la insuficiencia del lenguaje para convertir nuestros pensamientos en palabras (páginas 13 y 19). También aparece en diversas ocasiones el motivo clásico, que ha utilizado a menudo Javier Marías, de la rueda de la vida, la rueda del tiempo (páginas 55 y 85). O reflexiona sobre la expresión alma de cántaro, que dice el autor que se ha perdido, aunque yo sigo utilizándola, dándole el mismo sentido que le dio Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española. Tampoco faltan los homenajes: uno, doble, al poeta peruano César Vallejo, en forma primero de lema y luego en un poema que recuerda la visita a su tumba en el cementerio de Montparnasse; dos textos en prosa, componen un díptico, sobre la visita a la tumba de Manuel Azaña y a quien fue su médico personal, Felipe Gómez-Pallete; y el poema sobre la muerte de Miguel Hernández; para el autor, un poeta de cabecera.
Dentro de la variedad de formas y temas, recoge un texto, se trata de una nota erudita, en el que recuerda a escritores que vieron morir a sus hijos y que escribieron sobre ese hecho terrible. El caso es que el Motivo con que comienza el libro se inicia como una poética y se cierra con tres aforismos.
Prosas y versos acuden a veces a la crítica al turismo, al abuso de los móviles y pantallas, a la acumulación de fotos que nunca vuelven a verse, incluyendo un justo mea culpa que me tranquiliza; pero también critica a aquellos que juzgan las conductas del pasado desde las comodidades del presente. Muestra, además, una conciencia ecologista; hace un elogio de la mesa y la conversación; reflexiona sobre la ironía; contrapone los optimistas a los pesimistas, entre los que el autor se incluye; y trata sobre la relación que se establece entre los padres y los hijos, él que ha sido hijo y es marido, padre y abuelo. No se ocupa de la amistad, aunque buena prueba de que la cuida son los numerosos poemas dedicados.
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En cierta forma, el libro tiene ribetes de tratado moral, ocupándose tanto de sentimientos intemporales, el dolor, como de vicios propios del presente, a algunos de los cuales ya me he referido; pero también pone de manifiesto males sociales, además de la a menudo complicada convivencia con uno mismo.
Juan Ramón Torregrosa, en suma, es un escritor, en prosa y en verso, al que se le debería prestar mayor atención de la que hasta ahora ha recibido, quizá por periférico, discreto y nada medrador. El libro se cierra con un epitafio: "Buscadme en mis poemas/ no en mis cenizas" (página 93). No quiero dejar de decir que los que nos formamos a su lado, junto a él, compartiendo lecturas e inquietudes, aunque algunos de nuestros sueños se hayan visto incumplidos, ese es otro de los motivos del libro, intuimos que Juan Ramón Torregrosa más que de filólogo erudito, tenía una firme vocación de escritor que, por fortuna, hoy podemos decir que se ha visto cumplida.
* Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.