El sótano
Begoña Huertas
Anagrama (2022)
Hablo de ellos, pero soy igual que ellos
Leo los libros que me dicen los amigos. Les hago caso. Siempre. Otras veces me guío por la intuición. La portada. El título. Muy pocas veces por el texto de contraportada. Sobre todo si dice, ese texto, que quien ha escrito el libro es el no va más de la literatura contemporánea. No me fío. Tampoco sé por qué lo ponen ahí las editoriales. Si hacemos caso a esos textos, la historia de la literatura contemporánea sería un catálogo de obras maestras y de genios como William Faulkner o Franz Kafka. Hay algunos nombres más. Pero no muchos. En otra liga juegan El Quijote y Lázaro de Tormes. Claro, también Shakespeare y El Tirant. Pero bueno, vaya lío estoy montando con lo de las obras maestras y los genios literarios. Decía que me fío de los consejos amigos a la hora de leer los libros que leo. Por eso hace un par de años leí una novela que se titula Una noche en Amalfi. La recomendación venía de una escritora amiga a la que admiro: Natalia Carrero. No tenía ni idea de quién era Begoña Huertas, la autora del libro. Una historia turbadora. Una mujer que desaparece. Como Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne. O como Flitkraft, que en El halcón maltés salió a comer y nunca volvió a casa porque la vida es muchas veces cosa del azar. La pregunta que se repite: quiénes somos en realidad. Qué es la realidad. Yo y el grupo en que transcurre mi vida. Yo. Los otros. La misma pregunta en la novela que ahora leo de Begoña Huertas: El sótano.
La misma atmósfera inquietante desde el principio. Habla de Lucrecio como guía de vida y escritura. La voz que narra. A quién pertenece. Me acuerdo de una novela de Thomas Bernhard. Formaba parte de su autobiografía dividida en cinco breves volúmenes. La novela suya que recuerdo también se titula El sótano. La huida de una forma de vida: "no quería ser nada". La llegada a un lugar en que reconocerse fuera posible. La dificultad de hacer real esa posibilidad. Sabe Begoña Huertas que escribir es la manera de descubrir lo que puede llegar a ser, como dice Bernhard, "una antesala del infierno". La clínica en que la doctora Muñoz convierte un cáncer testicular y otras enfermedades en una "belleza escondida". Ahí empieza todo. La exposición del cuerpo magullado al microscopio de una mirada a la que le cuesta asumir que será el fruto de otras miradas que no son la suya. Como la lección de anatomía en la pintura de Rembrandt. No mirar. Negarse a ser mirada, la mujer que cuenta la historia. "Yo, retirada de mí, mirando por encima del hombro de los que me miraban. Como si aquello que estaba siendo explorado no fuera yo, como si no me importara". No ser nada. En el sótano de la clínica tienen lugar las exploraciones, los tratamientos médicos. El no lugar donde la enfermedad va acompañada de algo que se parece a la culpa. La asepsia de las plantas superiores. El lujo de las habitaciones en contraste con la sordidez del sótano. La enfermedad como extrañamiento. Ser alguien cuando enfermas. Qué se es afuera, en el mundo límpido de lo que se considera sano. Adentro hay una posibilidad de construirte junto a otros. El grupo. Rubén y Dolores. La señora Goosens y su sobrino Adolfo. Felipe y Leonor. La doctora Muñoz, que distingue entre el apretón de manos y el abrazo. Todo el grupo volcado sobre un punto, como en la secuencia final de La semilla del diablo. Antes de la diáspora, de la huida hacia la disgregación del grupo. Atrás la sensación de que allí dentro, entre los aparatos quirúrgicos o lo que fuera la metalurgia del sótano, podías construir una identidad propia. ¿Hay otra identidad que el cuerpo recibiendo el líquido de la jeringa curativa? Tu cuerpo. Los cuerpos de los otros. Yo. Los otros. "Todos nos construimos alrededor, apenas sin darnos cuenta, un yo hecho de cosas, de objetos que, como prótesis, nos sostienen, nos refuerzan, nos constituyen". El sótano es el sitio del encuentro. Un no lugar. El intercambio. Yo. Los otros.
"Me parece estar en el escenario de una película del Doctor Mabuse": aquí la otra cara de una realidad que cambia en cada espacio de la representación. Hablaba Kafka del fingimiento. Creo que En la colonia penitenciaria. Una aparatosa y sofisticada máquina de tortura. Fingir en la oscuridad del sótano, escribe Belén Gopegui sobre esta novela que te aboca a lo desconocido, que no se recrea en una escritura complaciente, que perturba como turbaba sin ninguna complacencia la desaparición de Lidia una noche en que lo real y lo imaginado discurría en su búsqueda por las calles enmohecidas de Amalfi. El fingimiento porque la enfermedad es impronunciable. La normalidad, ahora tan de moda, es reconocernos en la falsedad de los comportamientos. Cómplice el grupo en ese reconocimiento. La ayuda de unos a otros para que el sitio donde confluían no fuera la antesala del infierno. Eso dice la narradora de esta historia que, en su necesidad de resistir, se agarra a Buñuel y Cesare Pavese, a Scott Fitzgerald y Madox Ford. A Salinger y Franz Kafka: sobre todo a Kafka. A Anne Carson. Siempre a Lucrecio: "Corriendo unos y otros con nuestra carga por el campo de la noche. Los enlaces rotos. Lucrecio. La naturaleza de las cosas". También a la imposibilidad de la muerte cuando tendría que ser ella misma la protagonista principal de esta novela que no da tregua, que impone un ritmo a la lectura con apenas pausas para tomar aliento, que es como "una herida que despide su propia luz". Escribía eso Anne Carson en su inmenso libro La belleza del marido. La imposibilidad de la muerte en esta novela fascinante porque "no hay muerte ahí donde todo se está muriendo". También porque la vida y la muerte van juntas a todas partes. Un movimiento continuo: "La vida empuja en la misma medida que la muerte arrastra. Todos llevamos esa bomba de relojería dentro, pero no está activada, o no todo el tiempo".
Y al final, otra novela. Las tachaduras en negro sobre trenzados de colores. Un collage hecho por ella misma, por Begoña Huertas. Por la escritora de este libro de lectura inexcusable. No hay libros difíciles. O eso creo. Tal vez lo que haya sean lecturas perezosas, acostumbradas a las pálidas ofertas del mercado: "Debería escribir como si tocara el piano. No hay nada que entender en una melodía. ¿Por qué me cuesta tanto romper la lógica, el pensamiento discursivo, la frase?". Hablaba yo de Thomas Bernhard al principio de este texto. Y me sale una sonrisa porque el escritor austriaco se leía a sí mismo, tocando el piano, lo que había escrito. De ahí, a lo mejor, el ritmo intransigente de su prosa. Igual Begoña Huertas hacía lo mismo mientras escribía. La música. El ritmo. El trazo en negro, violento, en el collage final de un libro que habría de llenar de orgullo no sólo a quien lo ha escrito sino a quienes lo leen. A mí me ha pasado eso. Igual ustedes también sienten lo mismo si descienden a la luminosa oscuridad de El sótano. Ojalá les pase eso. Ojalá.
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P.S: Cuando estaba a punto de empezar la lectura de esta novela, me entero de que Begoña Huertas hace unas semanas que ha muerto. Me lo dice Natalia Carrero, una de sus grandes amigas. No lo sabía. Nunca me entero de nada. Vivir lejos de todo tiene esas cosas. No sé si la autora llegó a ver publicada esta novela. Seguramente no. Acababa de cumplir cincuenta y siete años. La vida es demasiadas veces una mierda.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).