'El poder de las madres, por un nuevo sujeto revolucionario'
Fatima Ouassak lo deja claro en el preámbulo de El poder de las madres. Por un nuevo sujeto revolucionario (Capitán Swing, 2025): "Escribo este libro como madre. Desde esa evidencia". Pero también lo hace como militante, politóloga y consultora en contacto con las políticas públicas. A través de las luchas de las Locas de la Place Vendôme en la década de los 80 y las del Frente de Madres en la actualidad, muestra en este libro la estrategia política potencial de las madres.
Esta ensayista francomarroquí deja claro también que propuesta política que desarrolla en este libro es universal con un mensaje verdaderamente revolucionario: al romper el pacto social de templanza que, sin querer, las une al sistema opresivo, las madres se convertirán en guardianas protectoras.
infoLibre reproduce a continuación un fragmento del tercer capítulo de este libro:
Algunas pistas para combatir el sistema
Para los grupos minoritarios, la herramienta más básica en materia de educación es la transmisión. Por supuesto, educar bien a un hijo puede parecer fácil. Uno piensa que basta con quererlos, con querer lo mejor para ellos y actuar en consecuencia. Pero cuando se es minoritario, nunca resulta tan sencillo transmitir tu legado cultural y religioso. Principalmente, porque el grupo mayoritario considera la transmisión de las culturas minoritarias como una inútil y peligrosa exacerbación de las diferencias.
Cuando se forma parte de un grupo mayoritario, la cultura dominante acompaña a los padres. Los libros juveniles, los programas escolares, el calendario, la televisión, la literatura y el cine reman en la misma dirección, de ahí ese sentimiento de que quizá no sea tan necesario transmitir lo que uno es.
A los padres minoritarios, por su parte, nunca se les ayuda en la transmisión a sus hijos. Al contrario. Un estudio reciente del Centre for Literacy in Primary Education (Centro de Alfabetización en la Enseñanza Primaria) muestra cómo solo el 4% de las obras juveniles británicas publicadas a lo largo del año 2017 incluyen personajes no blancos. Y solo en el 1% de estas obras el personaje principal es no blanco. En un estudio de la Halde, de marzo de 2008, se puede leer cómo en 29 libros de texto de Matemáticas, apenas el 2% de los nombres propios presentes en los ejercicios suenan a no occidentales. Y que esos pocos nombres se corresponden con estereotipos, como Alí Babá y los cuarenta ladrones o "el jeque que tiene que repartir sus 17 camellos entre sus tres hijas".
Cuando eres padre minoritario, tienes la impresión de estar educando y transmitiendo contra viento y marea. Esto requiere una energía adicional y genera un enorme estrés. Pero el resultado puede ser una educación más enriquecedora, capaz de desarrollar el sentido crítico, una gran imaginación, una mente más abierta y una fuerte relación entre padres e hijos. Queda aún por saber cómo hacer para permitir que nuestros hijos se formen y se identifiquen con figuras positivas, o simplemente que se consideren parte de un mundo común y no de un inframundo anormal, periférico y secundario. Y una vez más, hay que saber dar con los medios que les permitan sentirse parte de la humanidad, y no de una infrahumanidad vergonzosa y espectral.
Para empezar, tenemos que asumir sin complejos que queremos que nuestros hijos tengan éxito. Aquellos que nos miran de manera condescendiente cuando hablamos de las discriminaciones en la orientación escolar, y que nos dicen que no hay trabajo malo y que ser cajera o mujer de la limpieza es totalmente respetable preferirían cortarse un brazo antes que aceptar que su progenie fuera orientada hacia un instituto de formación profesional. Así que asumámoslo: queremos que a nuestros hijos les vaya bien en la escuela. El problema es que, frente a este objetivo, a menudo tenemos que enfrentarnos a varios dilemas.
Primer dilema: cuando transmitimos, ¿debemos dar prioridad al éxito o a la ética? Una ética basada en un sistema de valores, como la solidaridad, el rechazo a la especulación financiera, el respeto a las libertades y a los derechos fundamentales, el respeto a la vida, la igualdad entre los seres humanos, la justicia. ¿Cómo dar prioridad a la ética cuando vivimos en una sociedad tan fuertemente jerarquizada socialmente y totalmente estructurada por poderosas relaciones de dominación de clase, género y raza? ¿Cómo dar prioridad a la ética en una sociedad donde el sistema educativo se basa principalmente en apuntar notas en la agenda; en el rendimiento, la evaluación, la selección; en la necesidad de despuntar, de sobresalir? Se presiona a los padres para que se aseguren de que su hijo destaca dentro del grupo o, incluso, de que aplasta a los demás. Es a lo que más valor se le da.
Hay una serie brasileña que refleja perfectamente lo que en nuestras sociedades quiere decir "triunfar" en el sistema social y, más concretamente, en el sistema educativo. La serie se llama 3% y presenta a unos jóvenes que viven en una favela y que deben luchar entre sí hasta que no quede más que el 3%. Ese 3% se convierte en la élite a la que se le permite acceder a la otra orilla, a un paraíso puro y luminoso donde todo es miel y belleza, sin enfermedades, sin muertes, sin violencia. Los jóvenes se enfrentan a un dilema moral impuesto por el sistema de selección: ¿deben negarse a participar en este sistema de depredación que les imponen los que mandan y arriesgarse a seguir viviendo en la pobreza extrema del chabolismo? ¿O deben hacer lo que sea para estar entre ese 3%, aun a riesgo de traicionar y matar a los demás competidores?
¿Tenemos hijos para que sean más fuertes, mejores que los demás? ¿O tenemos hijos para que sean buena gente? ¿Qué parte de nuestros propios complejos les estamos transmitiendo a nuestros hijos? ¿Qué lugar ocupa su interés personal en nuestro proyecto educativo? ¿Cuánto hay de revancha personal sobre el sistema? ¿Y de verdad nos cobramos nuestra revancha así? ¿Acaso no estamos reforzando el sistema cuando animamos a nuestros hijos a triunfar a toda costa?
Otra variante de este dilema: ¿hay que dar prioridad al éxito o a la dignidad? Yo no quiero enseñar a mis hijos a doblar el espinazo y no dejaré que el sistema escolar se lo enseñe. Pero tampoco quiero enviarlos a luchar solos, con sus frágiles hombros y sus cuerpecitos, contra el sistema escolar, la administración, la dirección, los inspectores escolares, los programas, los consejos de clase. No quiero enviar a mis hijos a que los despedacen por "indisciplina", falta de respeto o insolencia, cuando a otros, en las mismas circunstancias, se los juzgará como decididos y en posesión de un gran espíritu crítico. Quiero que a mis hijos les vaya bien en la escuela, que saquen buenas notas y se desarrollen plenamente. ¡Pero me niego a tener que elegir entre éxito académico y dignidad, me niego a aceptar este dilema que conocemos todos los que somos padres de niños racializados! Lo rechazo por amor a mis hijos, para darles lo mejor que se les puede dar: tener éxito y quererse a sí mismos, tener éxito y querer a los suyos, tener éxito y tener confianza en sí mismos, tener éxito y ver que se respeta su dignidad.
Para los padres racializados de las clases populares, la dignidad está totalmente unida a las condiciones materiales de existencia de sus hijos. Así que, lógicamente, se esfuerzan para sacarlos de las clases y los barrios populares, incluso de los grupos de pertenencia cultural estigmatizados dentro de la sociedad francesa. Las concesiones que parecen imponerse y que parecen imponer a sus hijos pueden ser percibidas como muestras de lealtad a las instituciones y a los grupos dominantes. Se podría pensar que lo hacen para integrarse, para demostrar que pueden ser aceptados en sociedad, por un complejo de inferioridad. Se trata de un error de análisis y de una enorme fuente de malentendidos entre padres e hijos cuando estos se hacen adultos, que puede traducirse en cierto rencor de los hijos hacia sus padres. Hay que reconocer que sus efectos sobre los niños son demoledores. Y a menudo se ven reforzados por las representaciones racistas y coloniales del padre inmigrante, que trata de pasar desapercibido y que es más dócil que sus hijos asilvestrados.
En realidad, las concesiones hechas por los padres racializados de las clases populares son el precio que hay que pagar para que sus hijos sufran menos violencia, discriminación y desigualdad más adelante, para que no tengan que sufrir los mismos ataques reiterados a su dignidad. Esta estrategia parental revela un fuerte amor, un sentido del deber y una voluntad de proteger la integridad y la dignidad de los niños. Por lo tanto, es importante restaurar el amor de nuestros padres hacia nosotros y su voluntad de proteger nuestra dignidad. Cuando no existen organizaciones ni estrategias colectivas de padres, es difícil reprocharles el haber optado por una estrategia individual de concesiones para intentar salvar a sus hijos, aunque estas resulten destructivas psicológicamente.
Una de las posibles estrategias frente a las desigualdades y discriminaciones es enseñar a los niños a tratar de pasar desapercibidos para no sacrificar sus escasas posibilidades de ascenso social. Pero, como hemos visto, el precio a pagar es alto, con importantes efectos psicológicos para los niños. La cuestión con la que se topan los padres es saber si año tras año deben contribuir a poner una máscara a la cara y al cerebro de sus hijos, esa máscara blanca de la que habla Frantz Fanon y que produce alienación.
Hoy día sabemos que los niños son plenamente conscientes del racismo, de la jerarquización social y del lugar que ocupan desde que tienen entre dos años y medio y tres años. También sabemos que la discriminación racial tiene importantes efectos sobre la salud de los niños, aumentando especialmente el riesgo de sufrir ansiedad, depresión y TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad). Finalmente, sabemos también que la negación de los padres aumenta aún más los efectos nocivos del racismo sobre la salud mental de sus hijos.
En este contexto violentamente discriminatorio, en el que el impacto de la negación de la discriminación sobre la salud de los niños es tan fuerte, es posible superar el dilema entre éxito y dignidad. Numerosos estudios científicos relativos al impacto del racismo sobre la salud de los niños sacan a la luz tres datos clave: los padres que apoyan a sus hijos víctimas de discriminación favorecen la reducción de los efectos nocivos de esta; hablar de la discriminación con el niño le permite defenderse mejor; el sentimiento de orgullo hacia sus legados permite proteger la autoestima y la confianza en sí mismo del niño, especialmente gracias a la transmisión sin vergüenza ni complejos de sus valores y principios, de su cultura, de su religión y de su lengua materna.
Estos estudios muestran qué podemos hacer para que nuestros hijos confíen en sí mismos cuando forman parte de grupos minoritarios. Revelan que es posible oponerse a la denigración social que los estigmatiza. Es duro, pero no imposible. Lo mejor es organizarse colectivamente. Dar fuerza a proyectos artísticos con los cuales nuestros hijos puedan identificarse. Aprovechar los recursos familiares y alternativos. Organizarse con otros padres para construir una educación única en el mundo. Sin duda es más difícil que la educación clásica, escolar y estandarizada. Pero es mucho más interesante y enriquecedor, tanto para los niños como para los padres.
Para lograrlo, las familias minoritarias deben refutar los términos del debate cuando se les diga que deben permitir que sus hijos "elijan". Al contrario, tenemos que reiterar que nuestros hijos tienen derecho a que les transmitamos nuestros valores, nuestra religión, nuestras culturas. Es un derecho fundamental del niño. Es un deber de los padres. Se trata, por ejemplo, de reiterar su derecho a que les transmitamos nuestras lenguas maternas. Cuando se trata de idiomas de la inmigración poscolonial —fula, árabe, wolof, bambara, soninké, tamazight u otros muchos más—, se hace de todo para disuadir a los padres de enseñárselos a sus hijos, para estigmatizar esos idiomas y a la gente que los habla.
La puericultora: Señora, ayer hablamos en la reunión de equipo sobre las dificultades que está teniendo su hija para adaptarse a la guardería…
La madre árabe: Ah, ya…
La puericultora: Y nos preguntábamos si quizá su hija no podría sentirse confundida…
La madre: Ah… ¿y confundida por qué?
La puericultora: Confundida por el hecho de que aquí, en la guardería, todo el mundo habla francés…
La madre: Sí, ¿y?
La puericultora: Bueno, como usted le habla en árabe a su hija, no hay armonía y eso sin duda debe confundirla; lo mejor para un bebé es que haya armonía, ¿entiende, señora?
La madre: Sí, lo entiendo perfectamente, y estoy de acuerdo en lo de la armonía… ¿Y qué tienen pensado hacer? ¿Aprender árabe?
La puericultora: Lo que quiero decir es que… No es eso lo que… Bueno, da igual… Que pase buen día, señora.
La madre: Eso, buen día.
La transmisión de la lengua materna es fundamental para que nuestros hijos entiendan y sientan el vínculo que los une a sus familias, a sus países de origen, a sus culturas, a sus religiones. Forma parte de su construcción psíquica, identitaria e intelectual, y les genera confianza en sí mismos. En realidad, esta transmisión es también indispensable para que nuestros hijos se unan a nosotros, sus padres. En esta sociedad que trata de apartarlos de los recursos culturales y espirituales que podemos aportarles y que les permitirían resistir mejor al sistema desigual y discriminatorio que es la sociedad francesa, tenemos que organizarnos políticamente para transmitir lo más eficazmente posible nuestros idiomas a nuestros hijos, incluso cuando ni siquiera nosotros mismos los hablamos. No es cierto que el bilingüismo, el hecho de hablar dos idiomas, sea un problema para nuestros hijos que hablan árabe o bambara en casa. Al contrario, el bilingüismo enriquece, nos vuelve más despiertos, permite manejar con destreza otras visiones del mundo, desarrolla el sentido crítico y la confianza en uno mismo.
Es verdad, los niños que descienden de la inmigración poscolonial pueden tener más problemas con el lenguaje que otros niños. Pero no es por el bilingüismo como tal. Es por la estigmatización de nuestros idiomas —y solo de nuestros idiomas "minoritarios": si eres alemán o español, se te dará la razón a la hora de querer perpetuar lo que, en este caso, será percibido como una "riqueza", especialmente en las guarderías y en los colegios—; estigmatización que el niño percibe inconscientemente y que puede confundirlo. Si nuestros idiomas no fueran despreciados de este modo por las instituciones —y, por desgracia, a veces también por nosotros mismos—, nuestros hijos tendrían una mayor agilidad verbal.
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Es también muy importante tener presente el impacto de la denigración del grupo de pertenencia de los niños por sus propios padres. Muchos padres racializados tienden a ser muy críticos con sus grupos de pertenencia. Siguen la tendencia tan extendida en la sociedad de generalizar al conjunto de un grupo no blanco características negativas: "Hoy me la ha jugado un árabe; de todas formas, los árabes siempre son traicioneros". El padre puede tomar distancia con respecto a este tipo de comentarios esencialistas o decirlo en tono de humor. El niño, en cambio, tiene menos perspectiva y, desde su punto de vista, su padre se autodenigra. Esta forma de denigración, repetida todos los días, ocasiona estragos en la confianza en sí mismo que el niño está desarrollando. Pensamos que no se asociará con el grupo denigrado, cuando lo que se está generando en él es odio hacia sí mismo y hacia los suyos, neurosis y complejos que a menudo ni siquiera toda una vida consigue reparar. Para que puedan ampliar su campo de posibilidades, hay que conseguir desarrollar en nuestros hijos la capacidad de confiar en sí mismos, de respetar siempre su dignidad, de celebrarla, de no denigrar nunca sus identidades ni los grupos de pertenencia, sean cuales sean, ni siquiera en broma. Es una disciplina que debemos imponernos cuando tenemos hijos.
Demos herramientas a nuestros hijos para evitar que el sistema discriminatorio los destruya. Pero mucho cuidado con hacerlo de cualquier forma, porque la lucha requiere grandes y constantes esfuerzos. De la misma manera que no hay que reducirlo todo al éxito social, hay que evitar reducirlo todo a la lucha. No hay razón para que nuestros hijos tengan que luchar el doble, bien sea dentro o contra el sistema. En La vida es bella de Roberto Begnini, hasta el último momento, hasta en el horror más absoluto, el padre trata de maravillar a su hijo, de ahorrarle el horror de la realidad, de crear para él otra realidad, un universo infantil donde pueda crecer.
La vida del niño debe ser un juego, hay que permitir que aprenda y adquiera herramientas a través del juego, de la diversión. Para ello, podemos basarnos en referencias ya existentes de la cultura dominante y escolar, y adaptarlas a lo que podría ayudarlos a identificarse y a experimentar su resistencia a la opresión. Contarles o hacer que representen las aventuras de personajes singulares, que por supuesto no encontrarán en las librerías, pero que tendrán más valor para ellos. Representar situaciones en las que en algún momento podrían encontrarse ellos mismos, con héroes y heroínas recurrentes: un dragón y sus crías, un caballero Alí, una bruja Marron y un rey Kapitalist que sistemáticamente muere al final de la historia. Nuestros hijos necesitan el amor que nosotras les damos. Y una educación bondadosa en el seno de nuestros hogares. Pero la ampliación del campo de posibilidades de nuestros hijos pasa por nuestra organización colectiva y política. Eso también debemos trabajarlo.