'La doctrina invisible, la historia secreta del neoliberalismo'

George Monbiot y Peter Hutchison

El ensayista George Monbiot y el documentalista Peter Hutchison se han unido para escribir La doctrina invisible. La historia secreta del neoliberalismo (y cómo ha acabado controlando tu vida) (Capitán Swing, 2025), con el fin de mostrar cómo esta filosofía marginal de la década de 1930 ha sido secuestrada por un grupo de élites ricas decididas a proteger sus fortunas y su poder convirtiéndola en la ideología dominante de nuestro tiempo.

Los dos autores analizan en esta obra, que llegó a las librerías este mismo lunes 17 de febrero, sus efectos más perniciosos, pero también unen los puntos que conectan los desastres climáticos a las crisis económicas, la degradación de los servicios públicos y la pobreza infantil rampante. De esta forma, trazan una línea directa entre el neoliberalismo y el fascismo que se aprovecha de la desesperanza y la desesperación de la gente.

infoLibre reproduce a continuación el tercer capítulo de este libro:

El cuento de hadas del capitalismo

El neoliberalismo es descrito a menudo como un "capitalismo con esteroides". Interpreta algunas de las prácticas más opresivas y destructivas del capitalismo como una especie de escritura sagrada que debe protegerse de cualquier amenaza, y destruye los medios por los que podrían ser contenidas. Si queremos entender el neoliberalismo, primero debemos entender el capitalismo.

En todos los medios de comunicación se observa una defensa incesante y visceral del capitalismo, pero rara vez se intenta definirlo o explicar en qué se diferencia de otros sistemas económicos. Es tratado como una ley natural más, como si fuera el resultado inevitable de la evolución y de la determinación del ser humano.

Pero, al igual que el neoliberalismo, el capitalismo no surgió de manera natural. Cuando escuchamos a algunos de sus defensores, se diría que no son conscientes de los orígenes del capitalismo, e incluso que ni siquiera comprenden lo que es.

Las definiciones habituales son más o menos de esta guisa:

El capitalismo es un sistema económico en el que los agentes privados poseen y controlan la propiedad de acuerdo con sus intereses y, en respuesta a las limitaciones de la oferta y la demanda, fijan los precios en mercados libres. La característica esencial del capitalismo es el afán de lucro.

Sin embargo, estas definiciones no bastan. No distinguen las particularidades del capitalismo respecto al simple hecho de comprar y vender, lo que bajo diversas formas ha sido predominante durante miles de años. Tampoco mencionan la coerción y la violencia de las que depende el capitalismo. Teniendo esto en cuenta, nos gustaría ofrecer una definición que nos parece más específica y precisa, aunque requerirá un poco de análisis:

El capitalismo es un sistema económico basado en el saqueo colonial. Funciona en unos confines en constante cambio y que se devoran a sí mismos, en los que tanto el Estado como los poderosos intereses privados utilizan sus leyes, respaldadas por la amenaza de la violencia, para convertir los recursos compartidos en propiedad exclusiva y para transformar la riqueza natural, el trabajo y el dinero en mercancías que pueden ser acumuladas.

Veamos lo que esto significa.

Aunque los orígenes del capitalismo son objeto de controversia, creemos que hay razones para rastrearlos hasta la isla de Madeira, a algo más de quinientos kilómetros de la costa occidental del norte de África. Madeira fue colonizada por primera vez por los portugueses en la década de 1420. Era un raro ejemplo de isla completamente deshabitada. Los colonos portugueses la trataron como terra nullius: como una "página en blanco". Pronto empezaron a despojarla del recurso que le había dado nombre: madeira significa "madera" en portugués.

Al principio, los bosques de la isla eran talados para satisfacer la necesidad de madera —que en Portugal estaba prácticamente agotada y era muy demandada para la construcción naval— y despejar tierras para la cría de ganado vacuno y porcino. En otras palabras, los primeros colonos se limitaron a ampliar la economía que ya conocían. Pero al cabo de unas pocas décadas, descubrieron un uso más lucrativo de la tierra y de los árboles de Madeira: la producción de azúcar.

Hasta entonces, las economías habían estado integradas, al menos en parte, en estructuras religiosas, éticas y sociales. La tierra, el trabajo y el dinero tendían a poseer significados sociales que iban más allá del valor que podía extraerse de ellos. En la Europa medieval, por ejemplo, las economías feudales —aunque eran sumamente opresivas— estaban estrechamente vinculadas tanto a la Iglesia como a un sistema social codificado de obligaciones mutuas entre los grandes terratenientes y sus siervos o vasallos.

En Madeira, como ha demostrado el geógrafo Jason Moore, se desarrolló una forma de organización económica que, en algunos aspectos, era diferente de todo cuanto había existido antes. En esta isla recién descubierta, los tres componentes cruciales de la economía —tierra, trabajo y dinero— fueron desvinculados de cualquier contexto cultural más amplio, convirtiéndose en mercancías: productos cuyo significado podía reducirse a números en un libro de contabilidad.

En esta página en blanco de la isla de Madeira, los colonizadores importaron mano de obra en forma de esclavos, primero de las islas Canarias, a casi quinientos kilómetros al sur, y después de África. Para financiar su empresa, recurrieron a dinero procedente de Génova y Flandes. Cada uno de estos componentes —tierra, mano de obra y dinero— había sido despojado con anterioridad de sus significados sociales. Pero cabría decir que no todos en el mismo lugar ni al mismo tiempo.

En la década de 1470, esta diminuta isla se convirtió en la mayor fuente de azúcar del mundo. El sistema totalmente mercantilizado que crearon los portugueses era extraordinariamente productivo. Empleando mano de obra esclava, liberada de todas las restricciones sociales, los colonizadores fueron capaces de producir azúcar con más eficacia de la que se había logrado hasta entonces. Pero había algo más que resultaba una novedad: la asombrosa velocidad con la que dicha productividad alcanzaba su punto álgido y luego se desplomaba.

La producción de azúcar en la isla alcanzó su punto álgido en 1506, apenas unas décadas después de su comienzo. Después cayó en pica- do, un 80 por ciento en veinte años, un colapso extraordinariamente rápido. ¿Por qué? Porque Madeira se quedó sin madeira. Encender las calderas necesarias para refinar y procesar un kilo de azúcar requería sesenta kilos de madera. Los trabajadores esclavos tenían que desplazarse cada vez más lejos para encontrar esta madera, obteniéndola de zonas cada vez más escarpadas y remotas de la isla. En otras palabras, se necesitaba más fuerza de trabajo para producir la misma cantidad de azúcar. En términos económicos, la productividad del trabajo se desplomó: su valor disminuyó por cuatro en veinte años. Al mismo tiempo, la tala de bosques llevó a la extinción de varias especies animales endémicas de Madeira. La perturbación de los ecosistemas forestales en toda la isla fue tan grave que a principios del siglo XVI se produjo la primera de varias extinciones importantes de moluscos endémicos, como resultado de "un cambio rápido y a gran escala del hábitat, de bosque a pradera".

¿Y qué hicieron los productores de azúcar portugueses? Hicieron lo que acabarían haciendo los capitalistas de todo el mundo. Se marcharon. Se trasladaron a otra isla recién descubierta más al sur, Santo Tomé, a trescientos kilómetros de la costa occidental de África Central. Allí se repitió el patrón que se había establecido en Madeira: Auge, Colapso, Abandono.

Cuando la producción azucarera de Santo Tomé se vino abajo, los portugueses se trasladaron de nuevo, esta vez a las tierras costeras de Brasil, donde sus explotaciones, mucho mayores, siguieron el mismo guion: Auge, Colapso, Abandono. Entonces otras potencias imperiales se trasladaron al Caribe, con los mismos resultados, arrasando una frontera tras otra. Desde entonces, el patrón se ha seguido a través de innumerables materias primas y esquemas comerciales: las chispas que prendieron los bosques de Madeira se esparcieron por todo el mundo. Hoy en día siguen arrasando eco- sistemas y sistemas sociales, consumiendo todo lo que encuentran a su paso. La apropiación, el agotamiento y el abandono de nuevas fronteras geográficas son un elemento central del modelo que llamamos capitalismo.

"Auge, Colapso, Abandono" es lo que el capitalismo hace. Las crisis ecológicas que provoca, las crisis sociales que provoca, las crisis de productividad que provoca no son resultados perversos del sistema. 

Son el sistema.

Al cabo de poco tiempo, Portugal fue desbancado por otras naciones, e Inglaterra se convirtió rápidamente en la potencia colonial dominante. A lo largo de los siglos siguientes, las potencias coloniales europeas saquearon de forma sistemática una región tras otra. Robaron mano de obra, tierras, recursos y dinero, que luego utilizaron para impulsar sus propias revoluciones industriales. La enorme y desigual riqueza del Reino Unido se construyó sobre el expolio colonial en Irlanda, las Américas, África, India, Australia y otros lugares. Según algunas estimaciones, a lo largo de doscientos años, Gran Bretaña sustrajo de la India una cantidad de riqueza equivalente a 45 billones de dólares actuales.

Para hacer frente al notable aumento del alcance y la escala de las transacciones, las potencias coloniales establecieron nuevos sistemas financieros que acabarían dominando sus economías, instrumentos de explotación cuyo uso se ha intensificado. Hoy continúan con un grado de sofisticación cada vez mayor, con la ayuda de las redes bancarias en paraísos fiscales. Los individuos y las grandes empresas más poderosos se apropian de la riqueza de todo el mundo y la ocultan a los Gobiernos —que, de otro modo, podrían gravarla—, así como a las personas a las que han robado. A medida que los paraísos fiscales y los regímenes de secreto bancario desplazan el capital para ocultarlo cada vez más, esta práctica de encubrimiento ha acabado creando su propia nueva frontera capitalista con la invención de esquemas financieros cada vez más creativos.

Valiéndose de la deuda internacional y de las duras condiciones que conlleva (un sistema conocido como "ajuste estructural"), los paraísos fiscales y el secreto financiero, la fijación de precios de transferencia (traslado de riqueza entre sucursales) y otros sofisticados instrumentos, los países ricos han seguido saqueando a los pobres, contando a menudo con la ayuda de funcionarios corruptos y de los Gobiernos títeres que ellos mismos instalan, apoyan y arman. Las empresas que comercian con materias primas, en colaboración concleptócratas y oligarcas, despluman a los países más pobres y se apoderan de sus recursos naturales sin pagarles por ello. El grupo de investigación estadounidense Global Financial Integrity calcula que cada año 1,1 billones de dólares salen ilegalmente de los países más pobres, sustraídos mediante la evasión fiscal y la transferencia de dinero en el seno de las empresas.

Si este ciclo de rapiña se interrumpiera, el sistema que llamamos capitalismo se desmoronaría. El capitalismo depende de un crecimiento constante, y siempre debe encontrar nuevas fronteras que colonizar y explotar. De modo que su atención se dirige ahora a las profundidades oceánicas, en busca de yacimientos minerales que explotar y especies de peces que aún no se han agotado. También dirige su mirada al espacio exterior, con miras a extraer minerales de planetas y asteroides, o para establecer nuevas colonias: vías de escape para que los más ricos puedan explotarlas cuando la Tierra ya no sea habitable.

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Un sistema basado en el crecimiento perpetuo no puede existir sin periferias y factores externos (las consecuencias "imprevistas", y a menudo devastadoras, de la actividad económica). Siempre tiene que haber una zona de explotación, de la que se extraen materiales sin pagar por ellos, y una zona de vertido, en la que se desechan los costes en forma de contaminación y residuos. A medida que la escala de la actividad económica aumenta, el capitalismo transforma todos los rincones del planeta, desde la atmósfera hasta las profundidades oceánicas. El propio planeta Tierra se convierte en una zona de sacrificios. ¿Y sus habitantes? Acabamos transformados tanto en consumidores como en consumidos. Todos los sistemas de explotación precisan de cuentos de hadas que los justifiquen, y la verdadera naturaleza del capitalismo se ha disfrazado desde el principio con este tipo de mitos y fábulas. Los colonizadores portugueses de Madeira afirmaban que se había producido un apocalipsis natural, un incendio que había durado siete años y había acabado con toda la madera de la isla. Sí que hubo un apocalipsis, pero no tuvo nada de natural. Los bosques de la isla ardieron a causa de otro fuego: las llamas del capitalismo. El cuento de hadas del capitalismo empezó a gestarse en 1689, cuando John Locke publicó su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Locke afirmaba que "en el principio todo el mundo era América". Con ello se refería a una terra nullius: como Madeira, una tierra de nadie en la que la riqueza estaba a la espera de ser tomada. Pero, a diferencia de Madeira, América estaba densamente poblada por decenas de millones de indígenas. Para crear su terra nullius habría que borrarlos, erradicarlos o esclavizarlos. Pero esto no era sino el principio de la creación de mitos de Locke. A continuación afirmaba que el derecho a poseer tierras, y toda la riqueza que se derivaba de ellas, se establecía mediante el trabajo duro. Cuando un hombre "mezcla su trabajo" con la tierra, escribió Locke, "la convierte en su propiedad". Evidentemente, los pueblos indígenas de todo el mundo llevaban miles de años mezclando su trabajo con la tierra, mucho antes de que los colonos europeos llegaran. Pero Locke, sin realmente reconocer lo que hacía, creó un Año Cero, un momento único y arbitrario en el que una persona concreta —un hombre europeo con propiedades, desde luego— podía pisar un terreno, clavar una pala en la tierra y reclamarlo como propio. Después de haber "mezclado su trabajo" con la tierra en ese instante del cuento de hadas, un colono podía borrar todos los derechos anteriores y reclamar todos los derechos futuros, en cuanto el metal entraba en contacto con el suelo. A partir de ese momento, él y sus descendientes adquirían derechos exclusivos y perpetuos sobre la tierra —la tierra que habían robado— y el derecho a hacer con ella lo que quisieran.

"Pero, espera un momento", se preguntará el lector, "¿acaso los propietarios europeos clavaron la pala en la tierra con sus propias manos?". Esta pregunta desenmascara otro de los mitos justificadores del capitalismo: que el trabajo de una persona puede pertenecer a otra. Como ocurría a menudo con las empresas coloniales, no eran los propietarios quienes sudaban la gota gorda, sino la mano de obra que decían poseer. Aunque los académicos aún debaten las opiniones contradictorias de Locke sobre la esclavitud, su afirmación de que, después de que un hombre haya "mezclado su trabajo" con la tierra, entonces "la convierte en su propiedad", validaba la adquisición de derechos de propiedad a gran escala a través de la propiedad de esclavos.

Cuando se despoja al capitalismo de sus mitos justificativos, se ve algo que debería ser obvio. El capitalismo no es, como insisten sus defensores, un sistema diseñado para distribuir la riqueza, sino un sistema para apoderarse de ella y concentrarla. El cuento de hadas que el capitalismo presenta sobre sí mismo —que uno se hace rico mediante el trabajo duro y la capacidad de emprendimiento— es el mayor golpe propagandístico de la historia de la humanidad. 

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