Marta Sanz: "La queja es una forma de resistencia y de rebeldía"

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A Marta Sanz (Madrid, 1967) le duele la clavícula y no sabe por qué. Además de buscar diagnóstico en el médico —en un médico, en dos médicos, en tres médicos—, busca diagnóstico en la literatura. Y el resultado es Clavícula (Anagrama), un libro al que no se le puede llamar ni novela, ni autobiografía, ni diario pero que tiene algo de todas esas cosas y que negocia con "el exhibicionismo y el impudor". Son sus palabras, en una cafetería de su barrio y ante una grabadora —un móvil, en realidad—. La misma cafetería y la misma grabadora que le escucharon responder hace meses a un "qué tal" con un sincero "un poco cansada, tengo como una contractura aquí".

No lo era —¿lo era? Clavícula nunca nos responde—, y aquel dolor se estaba convirtiendo en un relato "híbrido" a veces ensayístico, a veces lírico, a veces desternillante con un humor neurótico a lo Woody Allen o un humor negro a lo Marta Sanz. En un "berbiquí" que busca encontrar "el origen del dolor". "Por segunda vez en mi vida escribo para purgarme", deja dicho sobre el papel, "y le tengo fe a la posibilidad catártica de la escritura". 

Pregunta. En Clavícula dice: "Escribo de lo que me duele'. Hoy veo con toda claridad que la escritura quiere poner nombre e imponer un protocolo al caos". El libro arroja luz sobre sus propias motivaciones, pero hay también zonas de sombra.Clavícula

Respuesta. Una amiga mía, escritora también, Sara Mesa, que había leído el libro, me escribió para darme sus impresiones: “Es un libro muy autobiográfico, evidentemente, es muy descarnado… Pero yo me quedo con que hay una Marta evanescente que a mí se me escapa y no llego a aprehender. Y eso me gusta”. A mí también. Y pasa que mucha gente, después de leer el libro, me pregunta: “¿Cómo estás?”. Eso me gusta también, porque significa que el libro consigue uno de sus objetivos, que es que el lector apunte hacia la realidad, hacia lo que pasa fuera del texto. Yo siempre digo que estoy bien, que no hay motivos de preocupación, pero que me sigue doliendo la clavícula en tanto en cuanto hay cosas que no han cambiado. No ha cambiado que mi marido esté en el paro, no ha cambiado que yo sigo sobreexplotada y como loca de acá para allá, no ha cambiado que estamos en un mundo absolutamente precario que nos tiene encapsulados en nuestras propias soledades, que estoy viviendo el momento de la menopausia…

 

P. Cuando se usa tanto el concepto de autoficción, ¿se siente cómoda utilizando esa etiqueta para este libro?

R. Aunque pienso que es verdad que cuando quieres hacer un relato de tipo autobiográfico hay un resorte de la ficción que se puede escapar, en Clavícula no he buscado eso. Lo que he intentado es utilizar el lenguaje para dar cuenta de una experiencia que realmente ha sucedido y que para mí es misteriosa. Este libro surge también del cansancio de las ficciones. Yo me he descubierto sintiéndome deshonesta cuando utilizo las máscaras de la ficción para desnudarme. Entonces decido desnudarme de otra manera: de forma que lo que sería la invención literaria tenga menos que ver con las costuras y las trampas. La invención literaria, más allá de lo fantasioso, está en la capacidad del lenguaje para ser combinado de una manera que ilumine la realidad y que pueda convertir las cosas comunes que nos ocurren a ti y a mí en algo que tenga verdaderamente entidad literaria. Leïla Slimani, que ha ganado el Goncourt hace poco, denunciaba que todas las realidades nos las venden con forma de superficie lisa. A mí me gustaría que Clavícula rompiera con un punzón esa superficie lisa y dejara ver lo que hay por debajo.

P. Escribe: "Yo no puedo darte nada mejor de mí que estas palabras purgantes. Ni Atlántidas ni unicornios ni enanitos saltarines. (...) Todas esas ficciones a mí ya sólo me suenan a mentira". Pero justamente, y en parte a través de la autoficción, parecía que se había renunciado a la verdad. 

R. Esto es tremendamente delicado. Después de haber pasado por toda una etapa de posmodernidad, hay mucha gente que es muy crítica con respecto a la validez del concepto de verdad. Mientras que hay filósofos, como el francés Alain Badiou, que reivindican otra vez el concepto de verdad como horizonte de la filosofía. Porque el hecho de que se haya renunciado al concepto de verdad en la literatura, en la historia, en el periodismo, en la política, quiere decir que ahora estamos en el pasillo de las posverdades y que estamos en un mundo que ha sustituido la sensibilidad por la sensiblería, y la verdad por la verosimilitud, y la carne por la máscara. Yo no me atrevo a hablar de verdad, porque es una noción demasiado teológica, pero cuando escribo, intento utilizar el lenguaje para provocar un efecto de autenticidad. Intento que la literatura introduzca orden en el caos, o al contrario, romper un orden establecido que te parece un corsé civilizatorio y que te constriñe y te castra.

Creo que hemos abusado del concepto de lo verosímil, heredado de las maneras de relatar, hasta el punto que lo verosímil limita nuestra idea de lo posible. Esto lo contaba hace tiempo Belén Gopegui, y yo estoy absolutamente de acuerdo con que hay estructuras retóricas y narrativas que parecen inofensivas pero que están encauzando nuestra forma de pensar y nuestra vida cotidiana. Si tenemos el privilegio de tomar la palabra para generar distintos tipos de relatos, no me parece una tontería generar unos que se rijan por otras normas.

P. ¿Ha tenido la tentación de concebir Clavícula como un diario? Clavícula 

R. En el fondo, el libro está escrito como un diario en el sentido de que está escrito a medida que pasan las cosas y al final lo que hay es una labor de reordenación de esos materiales para que el texto no tenga un golpe de efecto sorpresivo. Y si la autobiografía tradicionalmente es un formato onanista, vanidoso, ejemplar, en Clavícula es todo lo contrario: se utiliza el género autobiográfico para resaltar el individualismo de una sociedad que nos mantiene encapsulados, muchas veces aislados, que nos hace expresar una atención excesiva al ruido de nuestros cuerpos tanto por dentro —y se generan hipocondrias— como por fuera –y se generan obsesiones cosméticas—.

P. En el libro se trata tanto el tabú del cuerpo como el tabú del dinero. ¿Había una intencionalidad en abordar esos temas o se fue encontrando con ellos?

R. Siempre he sido muy racional en la concepción de mis novelas. Sin embargo, Clavícula es un protocolo que surge de la experiencia del dolor y hay muchas cosas que no son preconcebidas. Me doy cuenta de que el texto se va rompiendo, se va haciendo híbrido: aparece la correspondencia con mi marido, el cuento sobre la droga, el poema sobre la niña que pide dinero en Manila… [textos todos incluidos en el libro.] Esa fractura del cuerpo literario tiene que ver con la fractura del cuerpo real.

Sí sabía que quería que el cuerpo apareciera en un momento en que las mujeres no estamos en nuestro instante más fotogénico. Es un cuerpo, el de la mujer menopáusica, que ya no es un cuerpo hipersexualizado, atractivo, maternal, y en ese sentido contradice lo que debe ser publicitariamente una mujer. Aquí el cuerpo se ve en muy primer plano, y en ese sentido se deforma y se exhibe en una manera naturalista que no siempre tiene por qué ser agradable. Pero no sabía de antemano que el dinero y la presión laboral iban a tener tantísima fuerza.

P. ¿Qué tiene el dinero que hace que parezca igual de obsceno o de impúdico hablar de él que hablar de la enfermedad?

R. Es un tabú, y siempre hemos querido impostar una riqueza que no hemos tenido, una vergüenza o una culpa. Tenemos interiorizado el concepto perverso de que la posesión del dinero está en relación directa con la capacidad de trabajo y la inteligencia. Los que confesamos que no tenemos suficiente dinero, o es porque somos perezosos o es porque somos torpes. Y si lo llevamos a las disciplina artística se juntan varios componentes terroríficos: durante mucho tiempo nos hemos creído que la literatura no servía para nada, que el arte no servía para nada, ni para construir valores ni para modificar conductas, solo para jugar; y en una sociedad de mercado, algo que no sirve para nada, ¿por qué va a tener que ser pagado? Eso se junta con el prejuicio de que los escritores somos seres vocacionales y que nos dedicamos a lo que nos gusta. Y si te tienen que pagar por algo será solo por lo que te provoque un sufrimiento desmesurado. Todo es una utilización barata y espuria de una moral al mismo tiempo judeocristiana y capitalista. Cuando yo me abro en canal en Clavícula y hago la vivisección de mi propio y desagradable cuerpo, estoy hablando de muchos asuntos que nos conciernen a todas las víctimas del capitalismo avanzado.

P. Tampoco está permitido decir que a uno le gustaría trabajar menos.

R. No, claro. Y eso genera un tremendo complejo de culpa, sobre todo en las mujeres, que tenemos que demostrar nuestra valía cuatro veces más. Y tenemos que ser perfectas en el trabajo, y en la casa, y en el desempeño del sexo, y en el cuidado de los hijos. Eso genera una ansiedad terrible. La descripción de las patologías también está basada en un molde masculino. Eso hace que haya más hombres que sufren infartos, pero más mujeres que mueren de infartos. Y eso también hace que haya muchas enfermedades femeninas que tiene una raíz física pero que no se sabe lo que son, como la endometriosis, que tarda en diagnosticarse hasta nueve años. Y durante ese tiempo tú eres una ansiosa, eres una loca.

Una de las reflexiones más importantes del libro es esta: yo me siento enferma y no sé si mi dolor tiene un origen físico o psicológico. En cualquier caso, lo que descubro es que tanto lo uno como lo otro son somatizaciones de una presión social insoportable. Y eso lo digo yo partiendo de una posición de privilegio. Si a mí me pasa eso, ¿qué no le pasará a otra gente que está en peor situación que la mía? Yo reivindico el derecho a la queja, que es una forma de resistencia y de rebeldía. Y ayuda los que no tienen fuerza siquiera para quejarse, de tan debilitados que están por las miserias cotidianas. Me gustó mucho la película Techo y comida, en la que se veía maravillosamente bien cómo una mujer soltera, con un hijo, en paro y desahuciada se iba quedando sin fuerzas, cómo la pobreza es una carga que, en lugar de hacerte estallar y rebelarte, te provoca un abatimiento espantoso y un estado de enfermedad.

P. En Techo y comida, la protagonista cuenta con el apoyo espontáneo de una vecina a la que sin embargo ella nunca se atreve a pedir nada. En el caso de Rosa, la anciana que murió en un incendio causado por una vela después de que le cortaran la luz, se supo que los vecinos ni siquiera estaban al tanto de su situación. ¿Pedir ayuda se ha convertido en ilegítimo?Techo y comidamurió en un incendio

R. Desde luego. Por eso a mí me parecía fundamental en este libro hacer una crítica a esa cerrazón individualista que tiene que ver también con la vergüenza y la culpa. Junto con la libertad y con la igualdad, hay que reivindicar la fraternidad. Afianzar esos vínculos fuertes, táctiles, con tu pareja y tu familia y tus amigos, pero también con tus vecinos, con tu comunidad, con la gente con la que tienes afinidades ideológicas o sentimentales. En ese sentido, Clavícula es una historia de amor. Y es, como decía Edurne Portela en La Marea, una “poética de la fragilidad”. Que, en la sociedad en la que vivimos, que tenemos que ser resilientes, estar permanentemente contentos, fuertes, competitivos, es un acto de rebeldía. Siendo libros muy diferentes Clavícula y Farándula, más allá del esdrújulo, en esa concepción se parecen bastante.

P. También hay un paralelismo claro con La lección de anatomía. Y sin embargo son lecturas muy distintas.La lección de anatomía

R. Sí, también había esa metáfora del texto como cuerpo y el cuerpo como texto, también se colocaba en el centro de la mirada la feminidad y la voluntad de saber por qué suceden las cosas. En La lección de anatomía se intuye esa desconfianza hacia las ficciones convencionales en la medida en que escribo un texto autobiográfico, pero sigue siendo un relato extenso, en forma de novela de aprendizaje, y es un texto que no se rompe. En Clavícula esa desconfianza se extrema.

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P. Sorprende todavía descubrir en un libro una cuenta minuciosa de ingresos y de gastos. ¿Por qué la literatura se resiste todavía a hablar de trabajo, de dinero, y de las miserias cotidianas en general?

R. Durante mucho tiempo se ha considerado que el dominio de la literatura era la vida interior, ese espacio de mariposas que hace del escritor un ser distinto del común de los mortales. Eso para mí es imposible: no se puede hablar de la vida interior, si es que eso existe, desvinculada del exterior. Por eso para mí es importante en lo que escribo que el lector tenga claro qué es lo que hace la gente, porque esos personajes establecen vínculos en la sociedad en la que viven, y uno de los vínculos es el laboral. Y una de las razones que hacen que tú acabes absolutamente desubicada, destrozada o ansiosa es esa presión del mundo del trabajo. Para mí, la literatura forma parte de la realidad tanto como la realidad de la literatura. Y otro modo de ver las cosas, aquí sí, puede ser incluso ideológicamente interesado.

 

A Marta Sanz (Madrid, 1967) le duele la clavícula y no sabe por qué. Además de buscar diagnóstico en el médico —en un médico, en dos médicos, en tres médicos—, busca diagnóstico en la literatura. Y el resultado es Clavícula (Anagrama), un libro al que no se le puede llamar ni novela, ni autobiografía, ni diario pero que tiene algo de todas esas cosas y que negocia con "el exhibicionismo y el impudor". Son sus palabras, en una cafetería de su barrio y ante una grabadora —un móvil, en realidad—. La misma cafetería y la misma grabadora que le escucharon responder hace meses a un "qué tal" con un sincero "un poco cansada, tengo como una contractura aquí".

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