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LOS DIABLOS AZULES Prepublicación

'Matrioska': un lugar para el aire, para el fuego

María José Bruña Bragado

"El título inicial de este libro, Diosas en la alcantarilla, derivaba de una imagen seminal —la luna reflejada en el agua sucia de las calles— para referirse a historias de mujeres que ocurren en el subsuelo, o al otro lado de la luz, es decir, fuera de foco. Finalmente se impuso Matrioska, porque sus protagonistas viven en espacios donde escasea el aire libre, igual que las muñecas encerradas en ese conocido juguete", explica Selena Millares sobre su último libro de relatos que apunta y denuncia con valor esos mitos de masculinidad aberrante, esa estructura social misógina que hemos asimilado o naturalizado, llevamos de manera inherente y seguimos reproduciendo de manera inconsciente. La matrioska es símbolo de asfixia por la falta de aire y libertad, pero también, no lo olvidemos, contiene una mujer dentro de otra dentro de otra en una red, serie, tejido infinito que podemos soñar de sororidad, diversidad, serenidad, comunión, inclusión, abrazo.

Publicamos el prólogo de la profesora profesora de Literatura en la Universidad de Salamanca María José Bruña Bragado de Matrioska, el nuevo libro de Selena Millares (El Sastre de Apollinaire, 2023):

"Otra vez una ventana

donde otra vez no se duerme.

A lo mejor beben vino,

a lo mejor no hacen nada.

O tal vez, manos unidas,

no separan esas manos.

En cada casa, mi amigo,

hay así una ventana.

Separaciones y encuentros:

gritas, nocturna ventana,

quizás hay cientos de velas,

o quizás sólo tres velas.

Sin reposo

mi cabeza.

En mi casa

ha entrado eso.

¡Hay que rezar por la casa sin sueño!

¡Y rezar por el fuego en la ventana!"

Marina Tsvetáieva (Insomnio 10, versión de Severo Sarduy)

Lo claustrofóbico, la falta de aire y, todavía, de un cuarto propio, como quería Virginia Woolf, es un eje que cruza, desde el propio título o la cita de Houellebecq –"Cuando todos los caminos llevan / a habitaciones cerradas"— este libro audaz, crudo, magnético, necesario, compuesto de tres relatos titulados Cara de Gata, Gabriela y Malak. Las tres historias contenidas, que son muchas más, agitan, perturban, hacen pensar y emocionan.

Las revelaciones o fulguraciones poéticas destellan de manera inesperada ya en el primer cuento, sorprendente por la difícil conjunción entre el realismo feroz, costumbrista, y una tonalidad levemente social, envuelta, a la vez, en un aura o atmósfera mágica, de paisaje antiguo, casi simbolista. En el relato Cara de Gata una mirada arqueológica nos traslada, alegóricamente, a un universo en neblina, sin tiempo, que remite también a un presente devastador. Intuitivamente se nos sitúa en ese espacio atemporal, mítico —un poblado que se vuelve laberinto, trampa— y en su sordidez, miseria y hostilidad —sombra, fango, noche turbia— los deseos parecen recuerdo o herida vieja; los seres, ruinas y residuos de otras vidas, detenidos y con escasas rendijas para la luz, para el aire. El propio léxico, ligeramente arcaizante, juega al desvío –"viajante", "hospedería", "jergón", "cantina", "barbería"— y nos topamos con un personaje masculino, solo, que quiere "sentirse vivo", que busca comunicación, fraternidad. Todo lo que le rodea, no obstante, es degradación, desconfianza y suciedad, abyección –"tienducha", "covacha", "fangoso", "sombrío", "tugurio"— en este pueblo de cabañas de barro con techos de paja, en esta noche suspendida. El cuento palpita, misterioso, a partir del recurso a la inquietante extrañeza, a lo siniestro, a la dimensión especular y va derivando hacia la constatación de una comunidad oclusiva en que todos son víctimas y victimarios. Se proyecta así la idea turbadora de cómo se ha construido la historia, de cómo se construye y hereda el lugar simbólico de las mujeres, de los hombres, de las relaciones humanas. Cara de Gata, personaje magníficamente articulado por su forma de hablar, de observar, de actuar, es el resultado de una sociedad hastiada y alienada que repite convenciones y niega el espacio a la mujer libre. Esta nueva Circe, hechicera salvaje, la Diabla, la prostituta remienda-virgos, toma la voz y actúa, y en una conversación subyugadora en cuya deriva se consiguen reflejar los efectos narcóticos, repite la espiral en la que está inmersa: no tiene otra salida que la de la mantis religiosa. El final abierto, pero previsiblemente sombrío, como muestra lo ominoso que permea la semántica y las imágenes del relato, reproduce esa falta de otras ventanas por las que escapar de la mansión de piedra, de una casa del lenguaje —Heidegger dixit— y unas dinámicas y prácticas patriarcales. La casa que seguimos habitando. La mujer aquí se asume como castradora y, en el fondo, se reivindica de este modo un orden aparte, no simétrico al fálico, se denuncia una opresión simbólica que no tiene fin. ¿Cómo dejar de tener alergia a la otredad, como reivindica Lévinas?, ¿cómo hacer para que el otro, la otra, dejen de desempeñar ese papel que la cultura masculina ha asignado al deseo?, ¿cómo combatir esa tradición de textos y costumbres sucesivas y despertar una conciencia humana y ética aletargada?, ¿cómo escuchar?, ¿cómo amar de otra manera?

Este libro es un concierto polifónico, solo a tres voces —como nos indica la autora en sus palabras iniciales—, suficientes para mostrar la degradación de lo femenino y exigir, desde una pulsión estética hecha lenguaje preciso, abrupto, doliente, su necesaria dignificación.

La paradoja de la idealización mítica y la deshumanización de lo femenino es un oxímoron ancestral enraizado en la cultura occidental que atraviesa de principio a fin este libro, nuestras vidas. La fascinación o atracción junto al desprecio por lo femenino es una marca o paradoja cuya huella sigue hoy día y provoca la existencia de una gran cantidad de tabúes, de malentendidos cuya manifestación extrema, como nos muestra Millares, puede ser implacable y abyecta —no en vano el título inicial del volumen, que me trajo resonancias a las cloacas putrefactas y a los subsuelos de la primera Maruja Mallo, iba a ser Diosas en la alcantarilla—. Hay que sacar a las diosas de las alcantarillas, darles el lugar que les corresponde para que irradien con una luz, arrebatada, que es propia. Millares nos marca el camino y menciona a Casandra, a Circe, a Scheherezade, sobre todo a Scheherezade porque es ella la que con la imaginación y el tejer interminable de la palabra puede salvar y tal vez cambiar el orden de cosas.

En su ensayo de 1989 Maneras trágicas de matar a una mujer Nicole Loraux, teórica y antropóloga francesa, desglosa las maniobras retóricas y discursivas de los trágicos griegos, en especial Eurípides, para silenciar, obliterar y contar o recitar la muerte de los sujetos femeninos en clave masculina. La dignidad de una muerte épica e impetuosa que corresponde a los varones en las tragedias griegas no es posible para un género femenino que debe "resignarse" al suicidio deshonroso o al morir plácidamente en el lecho —el cuerpo femenino, recuerda Millares, como campo de batalla, como botín de guerra, como lugar ocupado por lo masculino desde el otro, desde una misma—. El capítulo "La soga y la espada" muestra esa disparidad entre una muerte activa, pública y audaz frente a otra muerte pasiva, interior y carente de "andreia": los varones padecen a fierro de espada mientras que las mujeres protagonizan una muerte indecorosa o vergonzante, cruel y desgarrada en forma de sacrificio —las doncellas— o de atroz envenenamiento o ahorcamiento —las esposas—, cuando no representan el arquetipo funesto de la hechicera enamorada, falaz y victimaria —Circe, Medea, quienes laten, como hemos visto, en Cara de Gata—. Este cuerpo magullado, colonizado y excluido que atraviesa desde los clásicos el imaginario cultural comienza a ser recuperado en el siglo XX, apunta también Loraux, ocupado y contado en primera persona y llevado hacia otras formas de libertad, pero, no lo olvidemos, también de una extraordinaria agresividad que potencian la espectacularización y sobreexposición de los tiempos contemporáneos. Las formas de violencia y opresión ancestrales se experimentan hoy día de forma distinta, más sutil en ocasiones, más obvia, otras veces, y están cruzadas por las variables de clase, raza, identidad y orientación sexual. El progreso, ya lo advertían Benjamin y Arendt, no implica necesariamente una evolución de las mentalidades y hay saltos atrás: ese ángel de la historia sigue, aterrado, observando la catástrofe, inmóvil, hacia el pasado, hacia el futuro. La violencia, como afirma Foucault, sigue siendo una forma de interpretación de la realidad entre los humanos pues, como nos recuerda Irmgard Emmelhainz en Amores tóxicos, futuros imposibles: El vivir feminista como forma de resistencia (2022) citando a Françoise Héritier, el comportamiento agresivo y el asesinato de las hembras de su especie no se da más que entre los humanos. Los animales no asesinan porque va en contra de su supervivencia. Solo la especie humana asesina a las hembras y legitima socioculturalmente y en una segunda etapa la violencia. Y, sin embargo, algo hay que hacer. Escribir, pensar, conversar, soñar y tratar de seguir parando el impulso de (auto) destrucción.

El arquetipo de la femme fatale que encarna Cara de Gata se remonta a la Helena clásica que provoca la guerra de Troya o a la Eva bíblica que son rescatados recientemente en el libro de Elisenda Julibert Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine. Su análisis nos hace reflexionar también sobre el deseo y la mirada masculina en el arte, la literatura, el cine y, sobre todo, nos muestra quiénes, qué figuras masculinas estaban detrás de estas mujeres. Julibert recurre a Barthes y sus Mitologías y subraya que la función de la ideología es ocultar que el mundo es una construcción artificial, una representación incompleta con sofisticados mecanismos de control de lo femenino —maternidad, prostitución, religión—. Si se inmoviliza una sola visión del mundo se hacen imposibles otras representaciones, otra invenciones y relatos, por ejemplo, los que no condenen a las "mujeres malas" sino a los "varones malos", a los perpetradores que, en el heteropatriarcado en el que seguimos instaladas, instalados, proliferan y cuyas viles acciones siguen siendo silenciadas.

Gabriela, el segundo relato del libro, está escrito en otro tono, en otro registro y desde otro lugar: el de la sustracción de la infancia. Su protagonista, de seis años, apodada la Hormiga, ha de hacer frente, sin herramientas ni códigos, al mundo voraz de los adultos. El vocabulario infantil, sobrio, sencillo, nos sitúa en un hogar desestructurado en el que todo es exploración, curiosidad, deseo de saber, enigma. Lo secreto, sin embargo, se vuelve también oscuro y ominoso ante el zarpazo, la garra masculina que saca de la ternura e inocencia en el propio dominio de lo doméstico. La única posibilidad es escapar a otro lugar y que la red de afectos —el hermano, la madre, la abuela— salven y den la seguridad, la confianza que desaparece, de repente, ante el abuso. El relato, teñido de presagios, va sugiriendo la idea de la incredulidad como actitud ante la mujer o niña que cuenta, la indiferencia ante la perspicacia, inteligencia e intuición femeninas. Es un cuento sobre la vulnerabilidad que las mujeres sentimos desde niñas, sobre la indefensión de la infancia, sobre el miedo, la rabia, la soledad, la incomprensión. Nadie quiere ser la princesa del guisante de Perrault y se prefiere el poder de la madrastra de la Blancanieves de los Grimm como única opción para respirar, para no morir, para recuperar la ilusión, la niñez. Gabriela pide amparo, refugio, escucha, en un cuento cuyo desenlace, abrupto y de una visualidad portentosa, perturba, sacude y conmueve de manera cruel, contundente, cruda  y nos deja con sensación de absoluta impotencia. Basta una imagen precisa a la que se llega con un nudo en la garganta, para constatar, con dolor, lo que se intuye a lo largo del relato. No queda sino el sobrecogimiento cuando se pone el dedo en la herida.

Malak, el tercero de la triada, la tercera vela, con estilo directo y trama despiadada —la que nos circunda si abrimos bien los ojos— es otro mordisco de realidad escrito con un lenguaje hipnótico, torrencial en que la historia, contada por su protagonista como un monólogo brutal, escasamente interrumpido, parece una fabulación y, no obstante, muestra las grietas enormes de un tejido social genuino y podrido. La cuestión de la veracidad femenina puesta en cuestión nuevamente da en la diana de un problema endémico: el ocultamiento o relegación de una violencia que es sistémica, transversal, global, pero acentuada más, si cabe, en el mundo árabe. Las mujeres siempre están bajo sospecha. La sospecha, insisto, siempre se cierne sobre el testimonio de una mujer. Es Malak el relato de una huida constante, desgarrada, que muestra lo etéreo y difícil de demostrar del daño psicológico, del acoso moral, de ese consabido sacrificio femenino, del dolor y su cómoda patologización, su encasillamiento y petrificación, la indiferencia, pasividad y apatía que provoca en las instancias jurídicas, políticas, culturales, sociales. Malak cuenta de manera dispersa y desordenada, turbadora, trata de curarse por la palabra y entretener para conjurar el tiempo, como una nueva Scheherezade. Su relato revela los saltos de la memoria errante, el stress postraumático de la víctima de la violencia de género. El miedo, la vacilación, la dependencia emocional, la mentira para sobrevivir y la falta de asideros vuelven a hacer acto de presencia. El incesto, la trata de mujeres, la violación, el crescendo de todas las formas de violencia —psicológica, física—intrafamiliar y exterior que lleva a la locura, la medicalización, al suicidio dan un golpe a quien lee con complacencia, deja inerme, sacude y conmociona. El último párrafo, con todo, abre esa rendija a la esperanza, un resquicio a la resiliencia, pero también a la agencia. Con gran poder visual, asistimos a una escena de confesión, pero también de sororidad, de solidaridad en última instancia —hay hastío en quien escucha, pero también delicadeza, humanidad—, pues se cuenta con la complicidad masculina.

Cógela y córtala, y ya

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No se trata de invertir de manera maniquea el orden establecido sino de un darse cuenta, de un percatarse del daño que estos marcos de realidad, que este régimen de lo sensible heteropatriarcal, ese esquema o habitus, según diría Bourdieu, aplicado al deseo —su domesticación, su compulsión— y al amor produce en el ser humano y de ser capaces mediante ese gesto o acto de consciencia de modificar prácticas, palabras, acciones. Este libro de relatos de Selena Millares apunta y denuncia con valor esos mitos de masculinidad aberrante, esa estructura social misógina que hemos asimilado o naturalizado, llevamos de manera inherente y seguimos reproduciendo de manera inconsciente. Señala con lucidez e impecable prosa las condiciones de opresión social, histórica de la mujer. La matrioska es, entonces, símbolo de asfixia por la falta de aire y libertad, pero también, no lo olvidemos, contiene una mujer dentro de otra dentro de otra en una red, serie, tejido infinito que podemos soñar de sororidad, diversidad, serenidad, comunión, inclusión, abrazo. El arte, la literatura, la materia estética no es inferior al pensamiento lógico o a la razón y por eso un cuento puede movilizarnos, transformarnos, despertarnos y hacernos reaccionar a partir de la emoción —"solo recuerdo la emoción de las cosas y se me olvida todo lo demás", decía Machado—. Más que un sesudo ensayo sociológico, más que el tratado antropológico o filosófico más documentado. La prosa dura, ríspida, pero absorbente, cautivadora —quemadura y remedio— de Millares nos lleva hacia el aire, hacia el fuego de la palabra encarnada, de mujer que recupera la voz. Ese almendro en flor como poderosa imagen final del libro nos da esperanza sin ingenuidad, nos hace soñar con la libertad, con la alegría, con la belleza, con la fraternidad, con la posibilidad de respirar cierta pureza, de dejar de ser insomnes, de aspirar a una representación del mundo íntegra y justa, paritaria que, ardiente en la ventana, con el fuego que reclama Tsvetáieva en su poema, acabe siendo real.

"O, tal vez, manos unidas / no separan esas manos".

                                                                      

"El título inicial de este libro, Diosas en la alcantarilla, derivaba de una imagen seminal —la luna reflejada en el agua sucia de las calles— para referirse a historias de mujeres que ocurren en el subsuelo, o al otro lado de la luz, es decir, fuera de foco. Finalmente se impuso Matrioska, porque sus protagonistas viven en espacios donde escasea el aire libre, igual que las muñecas encerradas en ese conocido juguete", explica Selena Millares sobre su último libro de relatos que apunta y denuncia con valor esos mitos de masculinidad aberrante, esa estructura social misógina que hemos asimilado o naturalizado, llevamos de manera inherente y seguimos reproduciendo de manera inconsciente. La matrioska es símbolo de asfixia por la falta de aire y libertad, pero también, no lo olvidemos, contiene una mujer dentro de otra dentro de otra en una red, serie, tejido infinito que podemos soñar de sororidad, diversidad, serenidad, comunión, inclusión, abrazo.

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