Cógela y córtala, y ya
¿Cómo resistir a la lenta agonía de la lógica neoliberal y su asfixia cultural? Esta cuestión subyace en toda la obra de Mark Fisher, el primer pensador que hizo de su blog un espacio experimental de comunicación. Y de ella se hace eco Germán Cano, profesor titular de Pensamiento Contemporáneo en el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense, en su nuevo libro Mark Fisher: Los espectros del tardocapitalismo, en el que usa al pensador modernista popular británico para entender los términos de la batalla cultural que se está librando en el capitalismo tardío.
Publicamos el prólogo de esta obra, escrito por la filósofa Laura Llevadot, directora de la colección Pensamiento político posfundacional a la que pertenece Mark Fisher: Los espectros del tardocapitalismo (Gedisa, 2023):
Rosalía se hace la niña en las redes sociales. Sabe bien en qué consiste hoy un producto cultural. Toma una actitud voluntariamente infantilizada en TikTok. Se maquilla ante la cámara, baila, muestra parte de su habitación, como todas lo hacen. Efecto pospandémico, diréis. Sonríe todo el rato, se pega una mariposa en los dientes porque hay que tener un signo de distinción. Otra, en otro lugar, se pinta la melena de azul. Antes de sacar oficialmente una canción, regala una muestra a capela a sus seguidores. En medio de un concierto previsible, ofrece al público un tema todavía inédito. La gente enloquece, Hit asegurado. El espectáculo a secas ya no vende. Es necesaria una apariencia de sencillez, una ficción de materialidad, un efecto de cercanía. Las redes sociales cumplen esta función. Ningún artista, ningún productor cultural, puede hoy prescindir de ellas. Lo que Hito Steyerl llamó la imagen pobre, esto es, la imagen de baja resolución, poco elaborada, bastarda, que escapaba del patrimonio del copyright, la imagen proletaria que en el ciberespacio constituía el reducto resistente a la imagen rica del cine de 35 mm, es hoy un complemento fundamental del negocio del espectáculo. Este tipo de imagen, que atesora un mayor valor de credibilidad, un sesgo testimonial del que la imagen espectacular carece, es ahora el suplemento necesario de cualquier producto cultural de alto standing. De hecho, es tan importante que deja de ser suplemento para convertirse en lo originario, la imagen pobre es el verdadero índice de realidad. Hasta Shakira tiene que vender su ruptura con Piqué para que el tema Te felicito funcione, al tiempo que Rosalía nos hace escuchar la voz de su abuela en un audio final con mensaje anacrónico y neorancio donde los haya: "Ay nena, Déu, la família, en primer lloc…". Se nos enternece el corazón. El aura, de la que Benjamin certificó su desaparición en la obra de arte única e irrepetible, puro fetiche burgués, migra ahora a las redes donde triunfa el mito de la sencillez consumado en el Reel. Soy como vosotros, dice el live. Pero no os engañéis. Si tras la ficcionalidad del cine de montaje hollywoodiense se ocultaba la precariedad de la vida material de actrices desquiciadas y vulnerables como Blonde, tras el reel cercano, entrañable y medio infantilizado de TikTok hay una empresaria de treinta años o más que sabe muy bien lo que hace y además lo hace muy bien.
Lo cortés no quita lo valiente y el negocio no quita la creatividad. Para Motomami quizás sea una de las cosas más interesantes que le han pasado a la música comercial en la última década. Quede dicho. Sólo que, nos preguntamos aquí, por ejemplo, qué pensaría Fisher de esa apropiación del tema de Burial, Archangel (2007) que lleva a cabo Rosalía en su hit Candy, y que tal vez sólo los boomers, anclados como estamos en la música de ayer, hayamos advertido. Burial fue uno de los músicos de electrónica y dubstep británicos que Fisher adoraba. Su negativa a dar a conocer su verdadera identidad, a actuar en directo o a publicar fotografías no sólo contrasta con el régimen de sobreexposición actual, sino que significó para Fisher una posibilidad renovada de resistencia frente al realismo capitalista. Pero, en la reapropiación de Burial que lleva a cabo Rosalía, por seguir con este ejemplo ¿se trata aún de hauntología? Cógela y córtala, y ya. Fuck el stylist ¿Tienen aún algún poder subversivo? O, dicho de otro modo, más radical, más seco, más atroz: ¿se ha perdido definitivamente la batalla cultural?
Leer a Mark Fisher hoy, y aún más de la mano de Germán Cano, ayuda a plantear los términos de la cuestión. El abordaje teórico es el siguiente. El realismo capitalista que caracteriza al neoliberalismo en el que vivimos inmersos se denomina así porque ha totalizado lo que Freud llamase el principio de realidad. Ya no hay "más allá" de este principio, lo que en lenguaje cotidiano se formula en los términos de ausencia de alternativas. La extendida expresión de Jameson según la cual "hoy nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo", la cancelación de la idea de futuro, el mood postapocalíptico que caracteriza nuestras sociedades, dan cuenta no sólo del agotamiento de lo posible sino, lo que es más grave, de un debilitamiento de lo actual. Al fin y al cabo, que no había futuro ya lo sabían los punks, pero ellos todavía tenían presente para enunciarlo. El triunfo de la gestión empresarial en todos los ámbitos de la sociedad, de la cultura, de la educación, de las instituciones, no sólo no ha eliminado la burocracia ni ha disminuido el trabajo, sino que nos ha hecho trabajar a todos más y peor. En este paternalismo sin padre en el que estamos sumergidos se gobierna a la población sin sermonear. No hace falta autoridad porque ya la hemos interiorizado, forma parte de nuestra subjetividad, es nuestra subjetividad. Trabajamos 24/7. Rentabilizamos el supuesto tiempo de ocio. Nos exponemos en las redes porque sabemos que nuestro tiempo libre forma parte del trabajo, y hasta a la cena de ayer con los amigos hay que sacarle el rédito indispensable. Hacemos lo mismo que Rosalía pero sin disco que vender. Tu cuerpo es tu capital y tu móvil es tu cerebro. En esta era de la desconexión mediatizada nunca se deja de producir y además se goza con ello. "No vas a poder detenerte, incluso quizás lo disfrutes" es una de las frases de un film de Cronenberg sobre la que Fisher escribió, convirtiéndose en ese momento en uno de los primeros en denunciar las gloriosas nupcias entre la precariedad y el entusiasmo, el rendimiento y la autorrealización, la creatividad y el cash. Hasta a Rosalía nos la imaginamos siempre trabajando. Ni rastro de aquellas fiestas gloriosas, viajes en furgoneta, ropas raídas, y esas vidas de drogadictos berlineses que todavía llevaban la generación de Lou Reed. Y claro, de otro modo de vida es también otra la música que emana.
El análisis está hecho. Sabemos de la planitud del mundo en el que vivimos. Conocemos bien la rueda del hámster. Falta espesor. Somos terraplanistas camuflados. La cuestión es, como ya plantease Lenin ¿qué hacer? Pero la revolución ya no es opción. ¿Se comprendió el análisis? Lo otro, el afuera, hace ya tiempo que desapareció. No hay nada qué hacer y no hay que hacer nada. Hacer nada sería, como plantea Valls Boix en su Metafísica de la pereza (2022), la sola posibilidad. Pero ¿en qué consiste este hacer nada, o mejor, este hacer la nada?
Durante mucho tiempo fue el arte moderno el que se ocupó de esta tarea. El arte funcionó como un dispositivo que cuestionaba el orden del mundo y lo hacía invocando la pureza de sus materiales, su autonomía frente a una realidad que lo trastocaba todo en mercancía. En dirección opuesta a la mercancía el arte reclamó su soberanía. El cine tenía que explorar lo cinematográfico, la pintura lo pictórico, la literatura lo literario, la performance lo performático frente a su disolución en lo teatral, la música lo sonoro. El arte es político por el mero hecho de serlo, decía Adorno. No hacía falta ningún posicionamiento político explícito porque el solo trabajo sobre su material lingüístico revocaba ya la comunicación universal que el capitalismo promulga. Sin embargo, la creciente abstracción y la autonomía del arte acabó por ahondar la separación entre arte e industria cultural, entre alta y baja cultura, y con ello, entre las élites culturales dispuestas a comprender y fetichizar la dificultad que se les ofrecía y una clase trabajadora que si bien fue progresivamente aburguesándose no estaba en condiciones de comprar la posición crítica que se le demandaba. Lejos quedaba la ensoñación de Adorno en la que los trabajadores emancipados saldrían de las fábricas silbando una partitura de Schönberg, por evocar la feliz imagen de Galende en Modos de producción (2011). Es difícil de imaginar una limpiadora fregando el lavabo al ritmo de una composición de Stockhausen.
Pero fue justo en este contexto en el que apareció una tercera vía y fue Fisher quien, en el ámbito del pensamiento, se hizo cargo de ella: la contracultura. Fisher fue quizás el primer pensador bloguero, de origen obrero, profesor de instituto en lugar de catedrático de universidad, miembro del CCRU, un colectivo interdisciplinar de estudiantes dedicados a la investigación cibernética que, bajo el liderazgo de Nick Land acabaría en una sospechosa deriva derechista de la que Fisher se apartó. Sus condiciones fueron pues las óptimas para dar consistencia teórica a las manifestaciones de la contracultura pospunk y techno que surgió en los barrios obreros durante el inicio del thatcherismo y su trabajo consistió en mostrar que la contracultura recogía el espíritu del arte de vanguardia, pero sin encallar en su clasismo endémico. Quizás la limpiadora no escucharía Stockhausen pero probablemente su hijo, encerrado en su habitación, sí escuchaba Joy Division. Al nivel de la formación de la sensibilidad eso es algo bastante diferente a tragarse la primera bazofia que te ofrece el mercado musical y sus 40 Principales. Del mismo modo que la contracultura entroncó con el espíritu de las vanguardias restándole clasismo, Fisher enlazó con la crítica cultural de la Escuela de Frankfurt abandonando su mandarinismo. Ambos fueron hauntológicos, en el sentido que Fisher le da a este término recogiéndolo de la mano de Derrida. Hauntológicos, espectrales, porque tanto Fisher como la contracultura mantenían un vínculo con el pasado, con su promesa incumplida, porque ambos aprendieron a convivir con los fantasmas y sus exigencias de justicia, porque el espectro del padre de Hamlet todavía campaba denunciando que el rey actual había asesinado al anterior, porque se negaron a acomodarse al horizonte cerrado del realismo capitalista. Y ya.
Sin embargo, tanto Fisher como la contracultura de la que tantos boomers provenimos tienen un sesgo epocal. Pertenecen al momento histórico en el que se inicia, pero no está todavía consumado, el desmantelamiento del Welfare State. Todavía hay instituciones, educación pública de calidad, subvenciones, medios de comunicación con vocación pedagógica, como la BBC o la Radiotelevisión española durante la transición, que permitieron a las clases trabajadoras culturizarse y hallar los espacios para llevar a cabo su propia creación. Éste es el presente en el que el punk pudo anunciar su no future y del que hoy carecemos porque estamos todos trabajando o haciendo trabajar nuestra mirada endeudada en las redes bajo la presión apabullante del scroll.
Dudar para evolucionar
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No se sabría decir si Fisher fue institucionalista por este mismo motivo, tal y como apunta Germán Cano en este hermoso trabajo, o si simplemente se limitó a levantar el acta de defunción de las instituciones que todavía permitían un freno de emergencia a la hegemonía de la industria cultural. En cualquier caso, si el planteamiento de Fisher es posfundacional es por haber sabido arrancar a la crítica izquierdista su insoportable sermoneo, por haber sabido ver en la contracultura una posibilidad, por haber pensado lo político desde la problemática de los afectos.
Al igual que el cantante de Joy Division, del mismo modo que Kurt Cobain, Fisher se suicidó. Todos ellos sabían, de algún modo, que "nuestros deseos más urgentes sólo son un sucio truco vitalista para mantener el espectáculo en funcionamiento". Tal es la enseñanza de la melancolía y la depresión que el sistema neoliberal actual, neurótico y narcisista por definición, no podría aceptar jamás, puesto que se alimenta de nuestros urgentísimos deseos. Haz lo que deseas y te convertirás en carnaza. La melancolía fue la tonalidad afectiva que todavía emanaba del tema crepitante de Burial que ahora Rosalía sabe vender mejor, redes e imagen pobre mediante.
Julia Kristeva dice que el melancólico es alguien que no sabe perder, y parece que aquí algo se ha perdido, pero era algo que nunca se pudo ganar, sólo sostener. No saber perder es el único modo de resistir a la lógica del mundo. Se trata, para Fisher, de no renunciar jamás a lo perdido. Lo que se malogró en la batalla cultural lo recogen hoy ritmos venidos de otras partes. Europa perdió también su hegemonía cultural, y del mundo latino y negro, de los suburbios racializados de las ciudades, provienen músicas como el reguetón, el dancehall o el trap. No sabemos si el twerking, ese movimiento frenético de nalgas, "incitará más al revolcón que a la revolución", como plantea Iván de la Nuez, o si sus apelaciones a Dios, a la familia, al chándal de Versace y al papi que, por fin, me va a hacer mujer, recogen algo del espíritu de la contracultura. En cualquier caso, también esto habrá que pensarlo y leer a Fisher, empezando por la sugerente invitación que aquí nos hace Germán Cano, que nos permite establecer los parámetros desde los cuales es posible llevar a cabo esta tarea. Nuestro trabajo, también el de esta colección, es pensar lo que resiste. Propongo leer este libro junto con el que Gerard Vilar escribió sobre Lyotard, a propósito del arte y la política, para atrevernos a pensar si Fuck el estilo será o no un nuevo modo de hacer la nada, ahora que no hay nada que hacer ni tiempo para no hacerlo. Queda, sin embargo, todo por pensar, que es otro modo de hacer nada y, por lo tanto, de resistir. A ti te corresponde cogerla y cortarla. Sabed, en cualquier caso, que la imagen pobre, esa que distribuimos en las redes, es siempre índice de lo irreal. Eso, hasta que no hallemos, como la contracultura, otro modo de hacerla y cortarla.