La mala costumbre
Alana S. Portero
Seix Barral (2023)
Todo en mí es un pájaro. Estoy batiendo todas mis alas
Escribo de memoria. El libro está ahí. Aquí, quiero decir. Lo dejé donde está antes del verano. Iba a escribir, entonces. Sobre lo que cuenta. Sobre cómo cuenta Alana S. Portero lo que cuenta. Esto es lo principal. Casi siempre, o siempre, debería ser eso lo más importante. Escribir bien. Con todas las imperfecciones que se quiera, pero que sea como "aullar sin ruido", decía Marguerite Duras. Que no rechine la raspadura kafkiana de la sierra al encadenar palabra tras palabra. Que se escuche, eso sí, la música del tocadiscos en medio de la escritura. De Boney M a Camarón. De Rocío Dúrcal y su gata en un tema que parece salido de un relato de Hemingway a la Femme Fatale de la Velvet Underground. Estamos en los años ochenta y noventa del pasado siglo. La vida era en muchos sitios una mierda. Pero todo parecía una juerga. Una fiesta continua, inagotable. La dictadura quedaba atrás. O eso decían algunos tratados curtidos, ya tan temprano, en la necesidad de los consensos. Lo que se consensuaba tras la dictadura franquista era la supervivencia del franquismo. A la manera de leyes de amnistía que eran como el castillo de Drácula, de constituciones que buscaban legitimar la monarquía como si no hubiera sido nombrada en herencia por el mismísimo dictador. Cosas de aquella Transición. Todo era felicidad. A colocarse toca, invitaba risueñamente crepuscular el alcalde Tierno Galván en el Madrid de la Movida. Y en eso, muchos años después, encuentro esta primera línea en un libro rabiosamente hermoso titulado La mala costumbre: "Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos". El barrio madrileño de San Blas. El parque ilusoriamente llamado El Paraíso. Personajes que llegaban de la devastación de los poemas de Allen Ginsberg y la mirada interrogante y triste de John Milton: juntos los dos para invitarnos a entrar en un libro radicalmente deslumbrante. Eso fue antes del verano. Ahora escribo de memoria lo que leí entonces. Y reproduzco la chuleta de los subrayados que dejé para que no se borraran las huellas de una lectura inagotablemente agradecida.
Una adolescente que no se ve a sí misma. Que no se reconoce en su propio cuerpo. Como si no fuera el suyo: "A mi madre, con los años, se le solucionaron los problemas circulatorios y en lugar de un hijo torero parió una hija trans que nunca llegó a comprarle un chalet". Eso ya en las primeras páginas. Lo primero que vio la hija trans fue a Efrén muerto. Un bellísimo cadáver lleno de agujeros por donde se metía la heroína y lo que fuera. Aun hoy hay a quien se le llena la boca de meritocracia. La igualdad de oportunidades. Y hay quien se lo cree. Que se lo pregunten a Efrén. A La Peluca. A Luisa y a sus hijas, sobre las que caía la ira y el machaque sexual del marido y padre "hijoputa". A Margarita, que se buscaba la vida como si fuera una emperatriz y es seguramente el personaje más impresionante de una novela sin límites ni zonas fronterizas: nada de espacios estancos que aíslen a unos personajes de los otros, nada de territorios dispares, de pasos intermedios entre la belleza y el horror. Todo de una nos llega a cada página de La mala costumbre: todo.
La vida siempre está en la otra orilla. Como la felicidad que inútilmente buscaba Cesare Pavese antes de buscarse otra manera de vivir lejos de la poesía, de las raíces de su tierra, de su amor último antes de meterse como Efrén -aunque con receta distinta- lo que no estaba escrito en ningún folleto clínico hablando de sobredosis y otros finales tristes. Dónde esa felicidad, la posibilidad de encontrar el sitio en que el infierno no sea lo único que tenemos a mano. Lo de Antonio Vega, otro compañero de viaje: "De sol, espiga y deseo / son sus manos en mi pelo / De nieve, huracán y abismos / El sitio de mi recreo". Ni siquiera la casa familiar de clase obrera: "Mi familia estaba muy ocupada matándose a trabajar como para reparar en mi decadencia". Y ya casi al final, cuando el regreso a casa después de todas las derrotas y alguna victoria surgida en el descuento: "Nadie puede salir indemne de una vida entera dedicada a reventarse el cuerpo para mantener un hogar en pie". Ni siquiera el barrio. Clase obrera. Incluso más abajo en la escala social. La clase obrera que no está por la labor de la solidaridad, de entender lo que hay en sus estatutos de pobreza que no va con su machismo de siempre en todas partes: "Había desarrollado mi conciencia obrera sabiendo que ellos y ellas, mis iguales de clase, mis compañeros, me dejarían caer las veces que hiciese falta antes que adaptar una parte de la lucha común para hacerme un hueco". La conciencia de clase: ¿qué será eso en los tiempos difíciles, cuando "el miedo que se pasa en el armario fabrica monstruos a partir de sombras chinescas"? A saber qué será eso.
Lloraba la adolescente en la búsqueda incansable de algo que no fuera el destino dispuesto de antemano para una vida distinta a la que los demás han decidido para ella. La mala costumbre de llorar, dice la protagonista. Llorar por todo. Por todo el mundo. Es en ese llanto donde encontrará lo mejor de sus hallazgos. Personajes que se cruzan en su camino. Que dejan una huella de ternura entre el odio y las lágrimas. Que representan una miaja de esperanza en medio de tanta despedida. Vivir es acostumbrarte a que los demás te dejen, creo que escribía Monique Lange en una de sus novelas. La lucha infatigable, sin embargo. En algún lugar ha de haber algo, alguien, que te ofrezca los brazos abiertos de la esperanza. "Ser hombre, ser mujer, no ser ninguna de las dos cosas es algo que no puede experimentarse ni construirse a solas". Aunque, adelantándose a esa afirmación, otra bien distinta unas páginas más atrás, lejos de esa esperanza: "Todas las niñas trans crecemos solas".
Pero la lucha ha valido la pena. La decisión última que la llevará a vivir esa vida que otras mujeres le enseñaron. Será todas ellas. Sin maquillajes que enmascaren sino que muestren, que llenen de orgullo lo que ha querido ser toda su vida. Y aquí, ya en las última páginas si mal no recuerdo, los nombres de esas mujeres, de todas ellas sin faltar ninguna, de las heridas que cicatrizarán cuando salga a la calle a lucir lo que es y no lo que otros decidieron para ella y otras como ella. Ahí un personaje que no vamos a olvidar nunca quienes hemos leído esta novela rabiosamente hermosa, radical en lo que cuenta y firme en una escritura que para nada se parece a esa escritura pálida que hace furor en los mercados literarios. Ahí Margarita, siempre. Que va y viene. Que entra y sale. Que será el espejo donde la dignidad se refleje desde el amanecer hasta que las sombras chinescas quieran ocupar inútilmente el silencio que se encierra en el armario. Aquí las palabras de Emily Dickinson en una de sus cartas: "la Gratitud es la tímida riqueza de aquellos que nada tienen".
Ver másApuntes de gramática (a propósito del libro y la serie 'El hijo zurdo')
Aquí y ahora, cuando el verano cabecea ya hacia el otoño, recupero este libro sorprendente del que todo lo desconocía. Desde entonces he hablado de él allá donde estuviera. Pero nunca había escrito nada sobre lo que cuenta. Y sobre todo, de cómo cuenta lo que cuenta Alana S. Portero en La mala costumbre. Ya sé que leer no es algo que cotice en un mundo dominado por el Ibex35. Pero si de algo puede servir esto que escribo, me gustaría que fuera para invitarles a ustedes a meterse en este libro a pecho descubierto, sin prevenciones de ninguna clase, con el ánimo bien dispuesto a descubrir un libro y a una autora que ya formarán parte, seguro y a partir de ahora, de nuestros gustos preferidos. Ojalá sea así. Ojalá.
_________________________
Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).