La palabra intacta

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Trinidad Gan

La lengua de los otros José Ramón RipollVisorMadrid2017La lengua de los otros 

 

La poesía, además de su innegable esencia comunicativa, de alzar una ciudad de palabras cuyas calles se abren hacia el otro, tiene siempre una clara vocación de conocimiento que, cuando más intensamente se cumple, facilita un íntimo encuentro con el lector. Y una palabra abierta al encuentro, como ya señalaba Caballero Bonald (miembro del jurado del premio Loewe recibido por este libro) al indicar que en sus páginas el poeta había utilizado sus versos como vehículo de conocimiento y que con ellos conseguía una identificación con la confidencia y una respiración cadenciosa dentro del poema que lo hace más íntimo, es lo que podemos encontrar en La lengua de los otros, último poemario de José Ramón Ripoll.

Después de una fecunda trayectoria como escritor, musicólogo, periodista, director de la RevistAtlántica de poesía y tras publicar los poemarios Hoy es niebla (Visor)  —que reunía tres libros sustanciales: El humo de los barcos, Las sílabas ocultas y Niebla y confín— y Piedra rota (Tusquets), en esta nueva entrega poética asistimos, como él mismo dice en una entrevista, “un intento de oír en el vacío, de escuchar el eco de las palabras que surgen más allá del tiempo y el espacio, una música que nos configura antes incluso de nacer o de la posibilidad de existir”, y ello, “buscando devolver al lenguaje su hondura y su capacidad metafórica y evocadora”.

Quizá por eso, al leer estos versos, llama la atención la desnudez del lenguaje (y en ella las huellas de Juan Ramón Jiménez o Valente), la gran calidad formal de sus versos, el ajustado y diverso ritmo que tienen los poemas y sorprende también lo inusual del tema sobre el que reflexionan: ese adentro del que apenas solemos ser conscientes, la meditación (desde el propio cuerpo y desde la que sabemos incierta memoria) de lo que sea no solo el yo sino también el lenguaje y el latir que trata de traducírnoslo. Los poemas transitan por un ámbito nocturno y onírico en el que van desenvolviendo la espiral sin fin de nuestra consciencia y también todos los interrogantes que, como hombres y como escritores, nos plantea siempre el lenguaje, la lengua: qué sea ese instrumento que nos ha sido dado (la palabra) para cifrar o descifrar el mundo y a nosotros mismos.

Todo el libro es una indagación titánica y muy lograda sobre lo que pueda ser la propia identidad vista en la luz (y en la sombra también) de tres escenarios. En el primero de ellos, el poeta rastrea lo inasible del origen de nuestra conciencia: ¿cómo empezar a buscarle nombre al propio ser? Y más si se pierde ese hilo maternal que nos tendía protección y esperanza de alguna permanencia. En estas primeras páginas se anota con fuerza la presencia, en su ausencia, de la figura de la madre (concentrada en una imagen reiterada: “la mano” como asidero frente a la noche-muerte que ya se recela, como leemos en el estupendo poema Estambres en el aire: “Pienso mi cuerpo ahora/ y es su mano moviéndome, /su mano que dibuja mi contorno y mi forma”). Así, la parte primera funcionaría como una especia de prólogo, como el signo inicial de una interrogación abierta ahí para el lector. La voz poética va abriendo sucesivas puertas en su memoria, mostrándonos los huecos de lo habitado, conformando un mapa de lo perdido desde el estupendo poema inicial, “Quién es mi cicatriz”, hasta los hermosos versos de “La muerte es nube”, “Labios lejanos” o “La casa vacía”, donde escribe “la memoria/ vacía/ como esta casa”.

El segundo escenario lo recorren la oscuridad y el miedo que nos asaltan cuando nos atrevemos a preguntarnos por nuestra íntima esencia, por lo que pueda ser el tiempo, por nuestra identidad enfrentada al concepto huidizo y ambiguo pero omnipresente del otro. Y todo ello es palpado, vislumbrado con la herramienta de las palabras, débiles para nombrar, ajenas a la par que extrañamente propias, que muchas veces son canto pero también grito, gemido, apenas respiración entrecortada.

En esta respiración poética que el poeta deja fluir en la segunda parte de su libro se desnuda ahora todo el carácter nocturno, de territorio de sueño, que tienen muchas de nuestras búsquedas vitales, que siempre que late en el fondo de nuestro pensamiento. Un espacio noctámbulo y onírico que va marcando el autor mediante la secuencia de palabras (sábanas, embozo, noche, sombras, insomnio, murmullo, tiniebla, subterráneo) utilizadas en los poemas de esta sección. En ella se desgranan con una firme cadencia surreal, excelentes poemas como “Las figuras del sueño”, “Nombre y ser”, “Viene de atrás la nieve” (os anoto estos versos: “como si el cuerpo incierto que se cubre del mundo/ fuera a ser”), “Rumor eterno” (cuyos versos finales son una hermosa metáfora del yo: “esa incierta materia/ que desvelada busca”), “Naufragio”, “Viento en la noche”, “Flor en la noche” y el que sería uno de mis preferidos, “Gemido” (donde nos anticipa qué herida nos espera en los últimos trayectos del libro con estos versos: “el mundo y la mentira/de ser representado entre las sombras/que en la pared proyecta/la tenue luz de su palabra”).

Y finalmente, en el tercer espacio, el poeta aborda la búsqueda de una palabra “otra”, intuida en el origen, que guarde su esencia de luz, de fuente, de vuelo de pájaro, de azul de montaña, de agua de estanque, de la poética rosa por abrir, incluso del fuego que se extingue (términos todos ellos que aparecen y cobran vida en los poemas). Una palabra no manchada por la podredumbre de tiempo, muerte y mundo, con el justo trazo de silencio y destello para contraponerse y vencer a la palabra (la de “los otros”, como anunciaba en el título) mohosa, caduca, disonante y mentirosa.

Contra ella levanta el autor, en esta tercera parte del libro, unos poemas que detallan esas tentativas de comprender la propia tarea del poeta: la flaqueza y el riesgo y las pequeñas ganancias que quedan entre los dedos después de escribir palabras, después de pensarse a uno mismo y al mundo con ellas. Unas reflexiones metapoéticas que desarrolla en muchos de estos versos con hiriente lucidez y belleza (así, en el poema “Y ya hay memoria”, escribe: “y este cuerpo que es noche, /y esta lengua desierta”), o con el palpar a tientas del que busca en la oscuridad (como en estos versos de “Nace y miéntalo”: “reminiscencia de un aullido/ que arde y quema/ cuando brota en los labios/antes de ser palabra”). Estas últimas páginas recogen la voluntad incesante de José Ramón Ripoll de construir desde la semilla de una palabra nueva, desde la fuente inagotable y viva (para los que tratan de preservarla y sondearla sin miedo) de la poético: un agua que encontrará el lector en poemas como “Luz y estiércol” (que se abre con esta cita de Valente: “Las palabras se pudren”), “La montaña azul”, “El estanque blanco”, “Las gaviotas”, “La palabra mohosa”, “Decreto” o “La lengua de los otros”, estupendo cierre para este poemario excelente, al que desearemos volver cuando queramos desasirnos de ese constante e insidioso ruido de fondo que acompaña nuestra cotidianeidad, del parloteo vacío de las tecnologías, de la pseudofilosofía de salón o de la psicología premasticada que inunda nuestras pantallas.

El lector encontrará también en los poemas de La lengua de los otros un anclaje y a la vez una deriva necesaria ante la acometida del propio ruido blanco de nuestro pensamiento, un pensamiento lastrado por lo preconcebido, manchado desde sus inicios por las ideologías del yo aprendidas, por una educación sentimental que, muchas veces, elude las preguntas y la duda e impone unas falsas certezas sobre la esencia del ser humano.

*Trinidad Gan es poeta. Su último libro, Trinidad GanPapel ceniza (Valparaíso, 2014).

La lengua de los otros José Ramón RipollVisorMadrid2017La lengua de los otros 

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