Papá es un perro

José Ovejero

El escritor madrileño José Ovejero acaba de publicar su libro de relatos Mundo extraño (Páginas de Espuma, 2018). Como recomendación de lectura, publicamos uno de sus relatos dividido en cuatro entregas. Aquí, la segunda.

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Papá es un perro. Mamá está azul. Papá es un hámster. Mamá está nadando en la piscina, las dos son azules. Papá lava el coche; el agua de la manguera forma un reguero que va a parar a la piscina. El agua une a papá y a mamá pero ellos no se tocan.

Yo finjo que estoy leyendo un libro, aunque en realidad juego con el ordenador. No me gusta leer, salvo las cosas que salen en la pantalla de mi ordenador. El papel es un atraso, algo como de la Edad Media. Papá dice, mira, cariño, y levanta la manguera de forma que el sol atraviesa el chorro y forma un arcoíris. Pero cariño no mira. Entonces él se vuelve hacia la casa, hacia donde estoy yo, supuestamente haciendo los deberes, y esboza una sonrisa tonta de felicidad, aunque podría ser de otra cosa.

Lo que no saben es que yo un día seré un director de cine famoso y rodaré películas sobre familias como esta: familias que cuidan el césped y lavan el coche los fines de semana, que ven todos los días la televisión pero duermen ocho horas y, aunque no van a la iglesia, creen que hay que ser bueno y que la maldad siempre recibe un castigo. Un día seré director de cine y haré películas sobre gente que no se entera de nada.

Mi padre querría enseñarme a jugar al fútbol y todos los años se empeña en regalarme un balón por mi cumpleaños; yo querría enseñarle a pegar fuego a la casa y le regalo todos los años un encendedor aunque no fuma. El año pasado decidió cambiar y me regaló un balón de baloncesto, por si ese deporte me atraía más. Y aunque le dije que mido uno cuarenta y ocho –es verdad– y soy el más bajo de mi clase, el me dijo que el juego es una diversión, y que no se trata de ganar sino de. Eso.

Lo que también me ha regalado papá es el reloj que le regaló su padre a quien se lo regaló su padre. Pero hay que darle cuerda todos los días y ni siquiera es sumergible. A mi padre le pone triste que no lleve el reloj y cuando está triste se lanza a hablar de cuando él era adolescente, de que a él tampoco le gustaba el colegio y, como yo, estuvo a punto de suspender el bachillerato, pero lo que importa en esta vida es el esfuerzo, superar los obstáculos. Él dice que tengo que aplicarme, y que, si hago bien los deberes y apruebo todas las asignaturas, iremos otra vez de vacaciones a la playa, pero cuando voy al mar me sale alergia, unos granos rojos en los hombros que después se llenan de pus. Papá sin embargo sigue diciendo que iremos a la playa como si fuese la gran cosa.

Mira, una mariposa, dice ahora mamá desde la piscina y no está nada claro si le gusta o siente horror; porque lo dice en el mismo tono que usa cuando dice: mira, una avispa. Pero papá no mira; no creo que le interesen mucho las mariposas.

A mí tampoco. Mamá dice que soy un niño al que no le gusta la naturaleza, y es verdad. Un día, después de haber sido director de cine, quiero irme a vivir a un iglú. Allí no hay ni una flor y tampoco árboles ni prados; asomas la cabeza del iglú, cuando te lo permite el frío, y solo ves una extensión blanca a la que no se puede llamar paisaje. Y otras veces asomas la cabeza y ni siquiera ves eso porque la ventisca no te permite abrir los ojos.

Mamá entra en la casa secándose el pelo y, aunque yo creo que no tiene motivos para ello, me dice eres un amor, y yo le digo esternocleidomastoideo. Mamá me mira como preguntándose por qué entre los miles de millones de combinaciones de genes posibles, entre todos los hijos que podrían haberle tocado en suerte, he tenido que tocarle yo. Pero luego sonríe y dice, te has vuelto a quitar las gafas, te vas a quedar ciego leyendo sin ellas.

Las gafas están en su estuche. Ayer las metí en el robot de cocina y quedaron convertidas en un polvo muy fino. Aún no he decidido qué voy a hacer con él. Mamá abre el grifo de la ducha. Ahora pondrá música. Siempre en ese orden, primero abre la ducha y después va al salón a poner música. Uno se pregunta por qué lo hace así, cuando lo lógico sería poner primero la música y después abrir la ducha. Ahora empezará a cantar. Mi madre es una mujer de costumbres. También mi padre es un hombre de costumbres y por eso cada vez que oye música, en lugar de ponerse a cantar o bailar –aunque confieso que no me gustaría más si cantase o bailase— dice que la música es importante para el hombre. Que llena de paz y de alegría el corazón y eso nos hace mejores. No quiero ni imaginarme cómo sería mi padre si no escuchase música. A papá le gusta mucho decir cosas solemnes, de esas que quisiera que alguien apuntase o citase en algún lugar. Cosas de las que yo me acuerde cuando sea mayor y diga, como decía mi padre… En un mismo discurso te puede hablar de cómo la música nos hace mejores, de la importancia de dormir ocho horas –no más, porque eso debilita el carácter— y de que lo más valioso que hay en la vida es la amistad. Aunque cuando dice esto suele bajar la voz como para que mi madre no lo escuche, y así consigue que mi madre le escuche atentamente aunque finja no hacerlo. Hijo, me dice papá, la amistad es lo que vuelve la vida llevadera, no el amor. En los amigos puedes confiar siempre, siempre, siempre. Si no, no son amigos, dice, aunque él no tiene ningún amigo, que yo sepa. Pero en el amor…, dice, con puntos suspensivos, hijo, el amor está sobrevalorado.

Creo que esto último es lo único inteligente que dice mi padre y cuando lo dice asiento con vehemencia para animarle a decir otra cosa inteligente, pero eso lo desconcierta mucho y enseguida cambia de tema.

Mamá sale de la ducha con una toalla en la cabeza y otra alrededor del cuerpo. Ahora se sentará en el sofá a pintarse las uñas de los pies. Mamá dice que cuando era niño la encontraba muy guapa, y después de decirlo se queda unos segundos esperando. Mamá agita el frasco de esmalte. Confieso que sí me gusta ver cómo agita el frasco de esmalte y el ruido, tacatacataca, que produce al hacerlo cuando el frasco choca con el anillo de bodas. ¿Qué os parece si encargamos una pizza?, gorjea mamá y sonríe como si le hubiesen anunciado un premio en un sorteo en el que no jugaba. Yo emito un sonido como si vomitase, pero no consigo que mamá pierda la sonrisa. Mamá es una mujer fascinante. Papá también. No me canso de observarlos. Mamá y papá serán los protagonistas de mi primera película. Y cuando la haya acabado y tenga un éxito mundial y todo el mundo se mate por entrevistarme y sacarme una foto no me voy a ir a un iglú, como dije antes. Me voy a ir al desierto. Viviré solo en una cabaña y cuando asome la cabeza veré una extensión inacabable de arena, tan aburrida que no se puede llamar paisaje. Aunque a veces la ventisca no me permitirá siquiera verlo porque tendré que cerrar los ojos para que no se me llenen de arena. Y por las tardes me sentaré a la puerta de la cabaña, cogeré un palo y lo lanzaré para que mi perro vaya a buscarlo, que eso no lo he dicho: cuando haya tenido éxito en el cine y me haya ido a vivir al desierto, mientras todo el mundo me busca para fotografiarme y entrevistarme, tendré un perro. Un perro que no sonría pero se alegre de verdad cuando me vea y mueva el rabo y salte y me chupetee las manos. Y entonces, por las tardes, cogeré el palo y lo lanzaré, y mi perro me lo traerá, y lo volveré a lanzar, y me lo volverá a traer. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.

El escritor madrileño José Ovejero acaba de publicar su libro de relatos Mundo extraño (Páginas de Espuma, 2018). Como recomendación de lectura, publicamos uno de sus relatos dividido en cuatro entregas. Aquí, la segunda.

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