El cuento de todos
Repostería irresponsable (un cuento navideño)
El escritor Felipe Benítez Reyes acaba de publicar el libro de relatos Felipe Benítez ReyesPor regiones fingidas (tirada limitada de 175 ejemplares firmados por el autor, Interrogante editorial, 2017). Esta es la última entrega del relato “Repostería irresponsable (un cuento navideño)”, que hemos publicado a lo largo de cuatro números.
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Mediada su cincuentena, la señorita Coleridge se aficionó a la repostería y contagió su afición al vecindario, lo que tuvo como consecuencia el que en las fiestas señaladas, e incluso en días anodinos, circulasen por todo Hasting Fields pasteles y tartas, compotas y almíbares, pues se creó entre las señoras una especie de competición tácita en aquel particular.
El día de Acción de Gracias de 1934 resultó un trasvase continuo de dulces entre los vecinos de aquel pueblo apacible, aunque es una jornada que se recuerda por un detalle bastante más siniestro.
Había nevado durante la noche. Las bombillas y los adornos de las ramas más bajas del abeto de la plaza Truman Sherman –un prohombre comarcal, fabricante de maquinaria agrícola— desaparecieron a las pocas horas de ser colocados con más esmero que tino por el personal del ayuntamiento, y el comisario Prize, tras calibrar la altura máxima a la que había sido desvalijado el abeto, llegó a la conclusión científica de que el hurto era obra de unos niños. “O de unos enanos”, bromeó el tuerto Brody, que, a pesar de no tener demasiados motivos para hallarse cómodo en este mundo, siempre encontraba ocasión para ensayar chistes. El cielo estaba de un azul tirante y gélido.
Las señoras iban de aquí para allá, andando cuidadosamente sobre el piso nevado, todas ellas con bandejas, potes y moldes, entusiasmadas con aquel intercambio masivo de dulzura.
La señora Stevenson llevó un pastel de pacana y canela a la señorita Chester, que a su vez llevó una compota de arándanos a la señora Eliot, que a su vez llevó una tarta de dátiles de Siria al viudo Pemberton Murry. Como no hace falta decir, la señorita Coleridge, pionera del fenómeno, no dudó en hacer alarde de su arte, de modo que llevó un pastel de manzana a la señora Primrose, que padecía de tripas débiles; uno de ciruela a la señora Bartleby, que penaba a causa del estreñimiento; una mermelada de albaricoque y coco a las solteras Brigdeson y un bizcocho de pasas al párroco Heep, que había enviudado dos veces y se había desengañado de los amores terrenales.
Pero el diablo no duerme.
Unos tres años atrás llegó a Hasting Fields una dama sureña de piel tostada y labios abocinados, de unos sesenta años de edad, sobre la que no tardó en recaer el fardo de la murmuración. Circulaban leyendas turbias en torno a ella, propagadas a capricho, sobre todo por el señor Campbell, que la apodó la Caníbal, aunque lo cierto es que nadie dudaba a la hora de atribuir los frutos de su imaginación libre a aquella mulata esquiva y pomposa que alquiló la vieja mansión de los O'Reilly, en la colina lindante con el bosque de Capletton, y que se paseaba de mes en mes por el pueblo —siempre en compañía de una anciana sirvienta negra— en una calesa anacrónica y reluciente guiada por un negro de pelo cano y tirada por un potro alazán, aunque la dama jamás ponía un pie en el asfalto.
A todo el mundo le extrañó, pues, que la intrusa sureña, que se hacía llamar Madame Beaucoup, bajase aquel día festivo al pueblo, descendiera de su calesa y, seguida por su sirvienta achacosa, se dirigiese a la casa del señor Campbell, el jefe de Correos, para obsequiarle una tarta de tres chocolates, típica al parecer de Nueva Orleans.
El gesto resultaba raro de por sí incluso en aquel ambiente compulsivo de intercambios melosos, pero había que tener en cuenta un detalle que lo hacía más chocante aún, a saber: el señor Campbell, aparte de entusiasta del KKK y detractor de la decimotercera enmienda, era socio de cuota de una agrupación racista con sede oficial en Georgia y se encargaba de repartir los folletos informativos de tal agrupación por la localidad, a pesar de que en más de cien millas a la redonda de Hasting Fields resultara difícil ver a negro alguno, aparte, claro está, de los dos que trajo consigo la forastera, pues ella sólo añadía un 50% de su sangre al recuento de vecinos de color.
Tras la visita de la mulata, el señor Campbell tardó unos minutos en reaccionar, al ser aquella la menos imaginable de todo el catálogo de sorpresas que la realidad podía reservarle. Al cabo de esos minutos, y a falta de mejor interpretación, decidió tomarse el gesto de Madame Beaucoup, en fin, como una afrenta intolerable, pues era el jefe de Correos persona de humor agrio, lo que le escamoteaba el aprecio de los vecinos de Hasting Fields, que se limitaban a tratarle con una cortesía distante y recelosa.
Sin pensárselo dos veces, el señor Campbell agarró la tarta de tres chocolates y la colocó en el suelo del porche para que se la comieran los perros vagabundos, las ardillas, las urracas o cualquier menesteroso, pues antes preferiría el señor Campbell morir de fiebres africanas que probar aquello, a pesar de tener él debilidad por el sabor del chocolate, como bien sabía el pastelero O'Flauberty, a quien el jefe de Correos encargaba cada semana un surtido de piezas bañadas en aquel manjar, en especial magdalenas y buñuelos.
Se dio el caso de que el primero que pasó ante el porche de la casa del señor Campbell no fue perro, ardilla ni urraca, sino el ya mencionado tuerto Brody, que, al ver la tarta sin dueño, dudó de su suerte, que había sido siempre mala, pues no daba crédito a aquel milagro: que la providencia se acordase de él para algo ventajoso. Pero si bien era Brody un ser necesitado, no se contaba entre sus defectos el de la afición al hurto, de modo que llamó a la puerta del señor Campbell. “Llévatela si quieres”, le dijo el jefe de Correos con destemplanza, y Brody no cabía en Brody de satisfacción, hasta el punto de que llegó a pensar que aquello podía ser el principio de un cambio de rumbo en su destino.
En principio, Brody tuvo la tentación de comerse la tarta, pero lo pensó mejor y decidió vendérsela al pastelero O'Flauberty. Por poco que le diera, tendría para pagarse unos tragos en la taberna de Jefferson Jr., lo que sin duda le reportaría más diversión que el dar cuenta a solas de la tarta providencial. Así que a la pastelería se encaminó el tuerto Brody.
O'Flauberty le comentó que el negocio andaba muy mal por culpa de la señorita Coleridge, que había inoculado a todas las señoras del pueblo el veneno dulce de la repostería. “No vendo ni una galleta”, le confesó. De todas formas, el pastelero O'Flauberty, que era generoso, le dio un dólar a Brody por la tarta y le añadió de propina un bizcocho de castañas que estaba a punto de revenirse.
El pastelero apreció las cualidades supremas de la tarta de tres chocolates preparada por Madame Beaucoup, pero sabía que no lograría venderla, pues era cierto que el mercado de pasteles había sido sustituido por el libre trasiego de pasteles, hasta el extremo de que medio pueblo debía de andar empachado a esas alturas. De modo que decidió meter la tarta de tres chocolates en la batidora para hacer una masa y rellenar con ella varias docenas de canastillas, que habrían de coronarse con una guinda al licor de menta blanca y que vendería a diez centavos la pieza, en el caso de que lograra vender alguna.
El día transcurrió con la normalidad propia de un día anómalo. A la caída de la tarde, aún andaban por la calle algunas señoras que llevaban tartas o bizcochos recién horneados a sus vecinas.
Cuando llegó la hora del cierre, el pastelero O'Flauberty, que no había tenido que abrir la caja registradora en toda la jornada, envolvió en papel parafinado la bandeja de las canastillas rellenas de masa de chocolate y le dijo a Wallace, su hijo pequeño, que se la llevase al señor Campbell como obsequio, pues el momento histórico que se vivía en Hasting Fields aconsejaba mimar a los buenos clientes.
El señor Campbell, que era soltero por falta de convicción en la estabilidad de los sentimientos y por tendencia a la avaricia, recibió con satisfacción el regalo del pastelero O'Flauberty. Tras la cena, sentado delante de la chimenea, dio cuenta de no menos de una docena de aquellas canastillas, acompañadas de un vaso de leche templada y de una copa de un orujo casero de arce que comercializaba de tapadillo el ferretero Spoon.
A la mañana siguiente, a todo el mundo le extrañó que el señor Campbell no abriese la oficina de Correos a las ocho en punto de la mañana, como venía haciendo sin falta desde hacía más de treinta años, sin retrasarse ni siquiera un segundo, pues le gustaba alardear de puntualidad extrema.
Alertado por algunos vecinos, el comisario Prize acudió con su ayudante al domicilio del señor Campbell, golpeó repetidas veces el portón con la aldaba de bronce que representaba la cabeza de un búfalo y, al no obtener respuesta, se vio obligado a ordenar al susodicho ayudante, apellidado Twain, que forzase la puerta trasera de la casa, que daba a la cocina y que, al final, resultó que estaba abierta.
Según parece, encontraron al señor Campbell sentado frente a la chimenea apagada, con la bandeja de canastillas de chocolate a su vera, en una mesita de café, y con una copa caída en el regazo. El doctor Johnson calculó que la muerte debió de producirse a medianoche, cálculo que ratificó el doctor Boswell, que, aunque residente en New Jersey, pasaba aquella festividad con sus familiares de Hasting Fields. Ambos médicos llegaron a la conclusión de que el óbito se había producido por una indigestión severa seguida de un aneurisma, y ambos mostraron su extrañeza por el hecho de que el señor Campbell tuviese la lengua hinchada y negra, aunque no se arriesgaron a ofrecer diagnóstico alguno sobre aquel fenómeno. La sugerencia del doctor Boswell de que se le practicase la autopsia en la capital fue desestimada por inútil y engorrosa, tanto por el doctor Johnson como por el comisario Prize, que aún recordaban la pesadilla burocrática que supuso el envío del cuerpo del carpintero Maple al Instituto Forense, donde al final se dictaminó que se había roto la base del cráneo tras caerse de espaldas fulminado por un infarto, y no, como suponían algunos noveleros, asesinado de un culatazo en la nuca por alguno de los muchos cazadores furtivos que infringían todas las leyes posibles en el bosque de Capletton, de propiedad estatal. “Sea como sea, Campbell ya no va a resucitar hasta el día del Juicio”, sentenció el comisario Prize, y los doctores asintieron.
A la mañana siguiente, en el mismo instante en que partía la comitiva fúnebre hacia el cementerio, la calesa de Madame Beaucoup ponía rumbo a la estación de Middlehoax, hacia la que, antes de amanecer, salió una camioneta con todos sus enseres.
Del abeto de la plaza Truman Sherman habían vuelto a desaparecer algunas bombillas y adornos.
En el aire se olía ya la nieve que habría de caer durante toda la noche.