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Restaurar la memoria de una mujer

La llamada. Un retrato

Leila Guerriero

Anagrama (2024)

"He tenido una buena vida, y sigo teniendo una buena vida. Pero me partieron por la mitad". Dos frases. Silvia Labayru condensa su travesía cuarenta y cinco años después de su secuestro por los golpistas. Y a sí misma se explica como "la historia de una desadecuación. Desde pequeña he sido sapo de otro pozo". Sin justificarse, como si se analizara a distancia, una muestra en un tubo de ensayo. "Tengo esta manera tan fría de contarlo". Y lo que relata es el terror. Como una arqueóloga, Leila Guerriero acarrea las teselas ocultas y dispersas de un mosaico. Excava en Silvia con perspectiva –"no hay que ser complaciente con las víctimas"-, sin pretender hacer justicia "para nadie". La periodista desconocía la imagen de la mujer que retrata. Hasta verla en el diario bonaerense Página 12, en marzo de 2021, durante los juicios por las violaciones sufridas durante su reclusión. Quedan el cuatro de mayo, en plena pandemia. La primera de diecinueve meses de citas. "En ese período nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar para que esas cosas pasaran". Un mantra que Guerriero reitera. La casualidad, frágil y definitiva. Un método indagatorio. 

"Todas las cosas empezaron" cuando Silvia eligió estudiar en el prestigioso Colegio Nacional de Buenos Aires. Una chica burguesa, de trece años, "sionista y admiradora de Kennedy", hija de un piloto comercial y militar, en un centro de izquierdas. "Rubia alto impacto", con unos "ojos azules zarcos fondo de lago puro misterio"-describe la escritora-. Le fue fácil captar amigos. El magnetismo de la amistad y de la política de masas la abocaron hacia los Montoneros, una escisión armada del peronismo ("Éramos fieros, estábamos locos"), devotos del Che Guevara, convencidos del triunfo de una revolución a la cubana en Argentina. "Cometí todos los errores que alguien puede imaginar en un período de tres años".

Le sucedió también que sus padres se separaron cuando tenía dieciséis años. Cubrió su desnudez emocional con ardor militante y múltiples idilios superpuestos, inmaduros. Y llegó el sello indeleble: Alberto Lennie, "una relación sin futuro", según Silvia, "de mucho amor", asegura él. Se casaron en enero de 1976, dos meses antes del golpe militar que asoló Argentina hasta 1983. Atravesó su vida a los veinte años. Embarazada de cinco meses, no culminó su cita del veintinueve de diciembre del 76 con otra montonera, detenida un día antes, su delatora. A Labayru la secuestraron esa jornada. Llevaba "una pistola en el pantalón y una pastilla de cianuro en el bolso". (El veneno, en una ampolla de cristal. Al morderla, el tósigo penetraba por la herida provocada: muerte inmediata, delación imposible). "Me despedía del mundo". Acabó en la ESMA, Escuela de Mecánica de la Armada, uno de los setecientos campos de concentración donde los represores torturaron, violaron y mataron. Asesinaron a unas treinta mil personas en todo el país (8.753, rebaja el actual presidente argentino, Javier Milei, ultraderechista liberal, corrector de una "visión tuerta" de la historia). En este centro de destrucción, a unas cuatro mil ochocientas. Silvia, una de las doscientas supervivientes.

Como una forense de los recuerdos, Leila Guerriero eviscera cada esquirla de esta mujer y de su derredor para desentrañar cómo sobrevivió. Se produjo La llamada, el catorce de marzo del 77. La autora lo interpreta como la frontera vital, la resurrección. Desde la ESMA: "Llamamos para hablarle de su hija". Al otro lado, Jorge Labayru: "¡Montoneros, hijos de puta! Ustedes son los responsables de la muerte de mi hija". Creía que Silvia había muerto tres meses antes. Su carcelero, José Eduardo Acosta, concluyó: "¡Entonces, tu padre es uno de los nuestros!". Luego los Labayru eran de su clase. Vuelve a sonar el teléfono, habla ella: "Papá, estoy bien. Dentro de unos días va a nacer mi hijo y te lo vamos a entregar".

La llamada, una causa de su sobrevivir. El embarazo, otra. "Querían la mercancía, el bebé… Era también su salvoconducto, la garante de que seguiría viva". Certeza que no le evitó la tortura (siempre sonaba Si Adelita se fuera con otro, de Nat King Cole, para atenuar los alaridos de los maltratados). Gestante y vejada, su singularidad. Su hija Vera, la segunda de las treinta criaturas paridas en la ESMA, nació "arriba de una mesa", el veintiocho de abril del 77. Silvia pensó que ejecutarían su "condena a muerte" ya. Y no. Unos días más tarde, entregaron la beba a la abuela materna, Betty, quien la llevó donde los abuelos paternos, que la criaron. Inusual. Los verdugos solían dar estos niños a sus familiares y afines. Silvia ocultó en el pañal de Vera una carta "neutra", por si la encontraban los militares. El destinatario, Alberto Lennie, padre de Vera (y de la actriz Bárbara Lennie). "Decía que yo estaba bien, que me trataban bien…". El principio de la malinterpretación.

Tras el parto, más espanto: las violaciones. "Nuestros cuerpos fueron considerados un botín de guerra". Acosta le propone tener "relación con alguno de los oficiales… para demostrar que no nos odias". El abusador, Alberto González. Su mujer participó "cinco o seis veces" en el ultraje. Silvia, "un juguete sexual". No denunció hasta que, en 2010, la violación fue un delito autónomo en Argentina. "Me daba vergüenza". Una vergüenza que "manchaba de alguna manera la memoria del montonero muerto", relaciona Guerriero. (Acosta y González sumaron dos décadas a sus cadenas perpetuas). La suspicacia. Y el consentimiento, un concepto más actual. La víctima aclara: "en el campo, el consentimiento no existe… nada se hace por voluntad propia".

Le pasaron muchas cosas por su físico. La belleza nociva. Otra secuestrada, Norma Burgos, morena y baja, resaltó como antinatural aparentar ser la hermana del capitán de la Armada, Alfredo Astiz (condenado vitalicio también), rubio, alto, ojos azules. Como Silvia. Aceptaron la sugerencia de Norma: Labayru, supuesta hermana del llamado Ángel de la muerte. Tatuó su destino por décadas. Compañera obligada del militar, fingidos familiares de un desaparecido, se infiltraron en una reunión de Madres de Plaza de Mayo -sus hijos, en paradero desconocido-, opositores a la dictadura y dos monjas francesas. Una simulación maldita. Detuvieron a tres madres, a las religiosas, a dos parientes de secuestrados y a cinco activistas de derechos humanos. Desaparecieron. "Durante años fui la que acompañó a Astiz… Este fue el estigma. Me hundió".

Creyó abandonar el infierno cuando salió de la ESMA. Mayo del 78, veintidós años. Liberada, se adentró en la cárcel de la sospecha ("nunca entregué a nadie"). Víctima de un cruel silogismo: "si sobrevive, es traidora". (Un dogma estalinista también. Los soviéticos enviaron a los gulags siberianos a los supervivientes de los campos nazis). En junio, llegó a España con Vera y Alberto. Su ex marido, montonero "puro", reconoce haber participado en "actividades que generaron violencia y espanto". "Una puta locura", resume a Guerriero, que ha entrevistado a multitud de personas para cuajar este retrato poliédrico. Lennie asegura que hasta el 81 no supo lo del "quilombo" de las Madres de la Plaza de Mayo y las monjas. "Me rompió, me destrozó. Brutal". Silvia "cayó en su propia mitomanía", salda quien huyó de Argentina pocos días después del secuestro de su mujer. Silvia imaginó la libertad en España, pero aterrizó en la "crueldad extrema" de los exiliados. Durante cuarenta años, ha tenido "todas las vías cerradas". Perpleja por ser "repudiada, rechazada, sospechosa". En consecuencia, "te vas silenciando… alguien que volvió de la muerte y a quien nadie quiere escuchar".

Guerriero no toma partido. Nos guía por un intrincado dédalo de calles sinuosas, anchas o angostas. Sacude los recuerdos, recompone sus jirones. La verdad y la reparación pueden estar ahí. Sugiere no pedir explicaciones a quienes salen de un campo de concentración. Como la mujer que retrata en La llamada, Silvia Labayru. Una "buena vida", con ceniza de resquemor en la boca. La indulgencia ("me parece una porquería", dice) ha llegado después de denunciar y testimoniar en los juicios por los delitos de lesa humanidad, torturas y violaciones que sufrió en aquella escuela mortal.

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A sus sesenta y siete años, surca la ruta Buenos Aires-Madrid como un puente aéreo, más de regreso allá que de exilio acá. Vive "en el limbo", donde reside la memoria recobrada de cuanto pasó y lo que dejó de pasar, la equidistancia entre el infierno aquí recordado y el cielo zarco, como su mirada.

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* Prudencio Medel es periodista.

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