Los libros

Algo así como una simiente

La mirada de Perséfone, de María Regla Prieto.

Josefa Parra

La mirada de PerséfoneMaría Regla PrietoRenacimientoSevilla2017La mirada de Perséfone

 

No es fácil acertar a la hora de encabezar un libro (sea novela, poemario o conjunto de relatos) con una cita. Muchos autores parecen empeñados en desviar nuestra atención hacia algo similar a la vanagloria erudita, o en poner a prueba nuestros conocimientos literarios, filosóficos, históricos, cuando no filológicos o idiomáticos. Por eso quiero empezar agradeciendo a María Regla Prieto el acierto de las citas con las que pone pórtico a La mirada de Perséfone, este conjunto riguroso y medido de relatos. Hermann Hesse, Alejandra Pizarnik y Gabriela Oneto trazan un sendero despejado que nos adelanta el carácter de este libro y nos invita a penetrar en él discerniendo, al menos en parte, lo que encontraremos.

“Se trata –lo dice Oneto con meridiana claridad— de recuperar el lado fértil, profundo, de la mirada de Perséfone”. Se trata, sí, de haber sobrevivido a cualquier tipo de infierno —o de dolor, o de carencia, o desventaja—  y haber sacado una enseñanza, personal pero compartible. Se trata de asumir la experiencia, de comer el grano de la granada ofrecida por Hades, para permitir el crecimiento del fruto. De un fruto. Cualquiera. Un fruto nutricio; dulce o acerbo, pero nutricio.

Las historias de este libro, disparejas en cuanto a asunto y espacio temporal, esconden también un grano, una semilla, que a veces germina años después, pasando por encima del infortunio, y que otras veces es en sí misma el tema del relato. Hay niños llegados de otras tierras allende los mares, que propagan en la realidad o en los sueños su legado de ojos violeta y pieles parecidas a la canela. Hay secretos guardados en arquetas de marfil que, por un momento, parecen dispuestos a revelarse, germinales. Hay simientes de pasado que han quedado latentes, sin acabar de romper su envoltura, y que alguien intuye a través del ensueño o de la memoria heredada. Hay ancestros que vuelven a contar su historia de amor, de desastre o de música, a través de los sentidos de sus descendientes. Semillas. Lo que no se pierde y que, en ocasiones, sirve al otro, ya en un tiempo futuro: como el  árbol que no da fruto —ni siquiera sombra— a quien lo planta, sino a quien años después busca su cobijo.

Volviendo al mito, Perséfone quizá lo supo y asumió el exilio en el inframundo con la esperanza de tales dones. No otra cosa es la primavera, sino el resultado fructífero del entierro, de la oscuridad y del silencio. Y María Regla Prieto glosa en nueve maravillosos relatos esta verdad. Con el pulso firme de quien sabe trazar historias, hallar el tono de las conversaciones en diferentes épocas y dibujar personajes con apenas unos trazos, pero también con el aliento poético de quien ama la palabra y sus complejidades. Poesía, historia y ética vital se entrecruzan en estas páginas, sin que existan discrepancias formales, sin que nada chirríe. Cada relato, una pequeña obra de orfebrería relojera, con los engranajes precisos pero también con el baño de metal precioso de lo poético, se parece a esas sabonetas cuyo primor justificaría la ineficacia pero que, encima, dan la hora puntualmente. Pienso ahora (y ya verá el lector que no exagero) en la belleza de la descripción de un ocaso –la autora prefiere la palabra lubricán— en la desembocadura del Guadalquivir, o en la necesaria acumulación sensorial al referirse a una sanluqueña bodega de manzanilla (nótese que Sanlúcar no es ambientación fortuita, sino otra protagonista de estas historias). Son ejemplos de párrafos perturbadores, que nos cautivan con una envidiable maestría. Como las descripciones más sensuales en “La pasión”, de tintes tan carnales como plásticos (los detalles de la madera, su paulatina metamorfosis hasta tomar la forma del cuerpo amado), o las del fugaz  encuentro erótico en “La maleta de Luna”, dibujado con una pluma delicada pero henchida de lo que podríamos llamar lírica de lo físico… Todo el libro está jalonado de textos así: brillantes apareamientos verbales, adjetivaciones fastuosas o fragantes (los olores acompañan estos relatos como una estela conductora desde la primera página), comparaciones sugestivas… Hay momentos en la lectura en los que una no sabe si el goce proviene de lo que se cuenta o de cómo se cuenta. Ni falta que hace deslindarlo.

Quiero detenerme también en el tema de la libertad, que asoma a través de algunos de estos relatos. Conoceremos en el libro a Luna, Yahia Fajuri o a Amanda —la coprotagonista de “Koldo”—, que llegan a desprenderse de la carga del dolor o de la sumisión en una segunda oportunidad vital, pero también a otros personajes que encuentran la libertad en la muerte, buscada o no. Evoco nuevamente la imagen de la semilla que crece en la oscuridad y que finalmente estalla, en forma de liberación, de descanso o de entrega. Hay, ya lo he dicho antes, algo de latente en cada relato, un misterio o un deseo que está esperando su revelación, su parusía, y que adivinamos en un vientre preñado, una arqueta cerrada, un sueño premonitorio, un tronco ambarino de cedro o una vieja maleta cerrada. No sé si es una condición ineludible (quizá no, porque es género multiforme y díscolo, y ni precisa ni quiere reglas que lo ciñan en demasía), pero a mí me agrada que el relato guarde dentro de sí esa carga potencial, que explotará antes o después conforme a la mecha que se le aplique, pero que de seguro nos deslumbrará con fuego o con estallido. Al fin y al cabo, un grano, una semilla, con su promesa de eclosión, es una mínima e inofensiva bomba de efecto retardado.

*Josefa Parra es poeta. Su último libro, junto a Yirama Castaño, Josefa ParraPoemas de amor (Corazón de mango, Colombia, 2016). 

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