Según parece, el feminismo se ha puesto de moda. En principio habría que recibirlo como una magnífica noticia, aunque solo sea porque supone perder menos tiempo explicando su necesidad y por la coherencia ética que conlleva irracionalizar la jerarquía sexual o la cultura del privilegio en sistemas pretendidamente democráticos.
Corren tiempos en los que, incluso personas que tienen el término “feminazi” o “ideología de género” entre su vocabulario habitual, se declaran feministas. Y, en ese proceso, se está construyendo una suerte de feminismo sensato e inclusivo en oposición a un feminismo radical que denuncia la jerarquía sexual como factor histórico de discriminación, el androcentrismo como ficción de neutralidad y señala al orden patriarcal y neoliberal como origen de la opresión de las mujeres. El feminismo sensato, por el contrario, no cuestiona estos órdenes, o cuestiona solo uno de ambos y asume como natural la mirada androcéntrica. Incluso cuestiona que el sexo sea una categoría determinante en la posición que ocupan las personas en la sociedad o que las mujeres sean el sujeto político del feminismo.
Así que, lo que en principio es una buena noticia, puede implicar también una colonización y usurpación del objetivo histórico del feminismo para volverlo inocuo o desvirtuarlo hasta convertirlo en otra cosa. Un paraguas que permite incluir todo tipo de reivindicaciones y demandas sin que ello implique emancipación alguna de las mujeres respecto a la opresión histórica a la que han sido y son sometidas.
El movimiento feminista a escala global está cobrando unas dimensiones desconocidas hasta la fecha. Y la reacción del patriarcado –una parte resituada en el nuevo “feminismo sensato”— no se ha hecho esperar. Frente a la campaña #MeToo, prensa de reconocido prestigio se ha apresurado en dar voz a un pequeño puñado de mujeres que se muestran muy preocupadas por garantizar la libertad sexual de los varones heterosexuales. Ha de reconocerse que se han buscado un reto sencillo, habida cuenta que la misma ha gozado de excelente salud hasta la fecha. Ignoran, y pretenden que lo hagamos el resto, que el acoso sexual es una práctica normalizada que se ampara en el silencio de las mujeres por vergüenza, cuestionamiento de su palabra o miedo a las represalias. Sabemos que, como reza la conocida máxima aristotélica ,“en la mujer el silencio es un ornato” (La política, edición de del IEP, 1951, p.25). Un ornamento que ha sido un clásico mandato patriarcal que garantiza que unos sean los legítimos portadores de la voz, la autoridad y el poder, mientras ellas han de interiorizar los posibles abusos como una fatalidad individual que les conviene no hacer pública. Por ello, romper ese mandato de silencio, se percibe con estupor y es convenientemente sancionado.
La reacción frente a la desobediencia del silencio se ha visto secundada incluso por reconocidos literatos del siglo XXI. Javier Marías preocupado por “la barra libre” en las denuncias ha tildado de “transacción” no violenta los abusos sexuales denunciados porque conllevan, según sus palabras, “beneficios mutuos”. Llama poderosamente la atención que el ilustre académico, que se declaraba recientemente “feminista de siempre”, no diferencie entre beneficio y requisito, voluntad y coacción.
Ahora, bajo el supuesto estandarte del feminismo, reclaman espacio aquellas posiciones o discursos que, cuando se trata de la explotación sexual y reproductiva de las mujeres, califican la misma como un acto de voluntad. El neoliberalismo y las sociedades de mercado han implantado una nueva forma de racionalidad que sublima el individualismo del libre acuerdo donde, deliberadamente, se ignoran los condicionantes sistémicos que determinan esa supuesta libertad. Ocultan que, para que el consentimiento sea válido ha de ser un acto libre e informado, requiere un yo autónomo no mediado por el abuso de poder, la subordinación y el sometimiento.
Por ello, el argumento de la libre elección de las mujeres es una auténtica coartada para el patriarcado. No solo falsea la teoría del consentimiento sino que, en la medida que individualiza la decisión, la despolitiza. Para el caso que nos ocupa, niega el componente estructural o sistémico del acoso sexual. Entre otros, la sexualidad patriarcal, la jerarquía sexual y la consideración de las mujeres como objetos sexuales y cuerpos sexualizados para disfrute ajeno. Recurrir al mantra de la voluntad cuando median relaciones de poder no solo elude el contexto de dominación, sino que proyecta un imaginario que responsabiliza a las víctimas de su propia explotación y libera de cualquier responsabilidad a los victimarios. Como señala Ana de Miguel, al igual que el movimiento obrero, el feminismo nunca se ha amparado en la supuesta libre elección de las mujeres para justificar su sometimiento.
Conviene recordar que el objetivo del feminismo es y ha sido siempre la emancipación colectiva de las mujeres y el reconocimiento de su estatus como sujetos de derechos, no la voluntad individual. En su recorrido, probablemente, ha sido uno de los movimientos menos violentos y más inclusivos de la historia. Lleva décadas denunciando la ficción patriarcal de la heterodesignación de un concepto de “mujer” que desvirtúa la pluralidad existente, la singularidad de cada cual y la existencia de otros factores discriminatorios que, en paralelo al sexo, sofistican la opresión. Pero sin que ello conlleve renunciar a la larga lucha contra la jerarquía sexual y a la identificación de las mujeres como sujeto político del feminismo.
Sin embargo, parece que cualquiera puede hablar en nombre del feminismo por el mero hecho de declararse como feminista, aunque se asuma un discurso negacionista de la opresión o la jerarquía sexual y se sustituyan los objetivos históricos del feminismo por aquellos que considere más oportunos. Una consideración que, por ejemplo, sería inasumible con una ecologista que negara el cambio climático, un comunista que hiciera lo propio con el conflicto capital-trabajo o un animalista promotor de la tauromaquia. En el marco de la libertad de expresión se puede optar por defender las bondades del cambio climático, de las desigualdades sociales, de la existencia de dios o de la sagrada fiesta nacional. Lo que resulta vana pretensión es que, además, se aspire al carnet de ecologista, comunista, ateo o animalista.
En este tiempo de feminismo, conviene estar pendiente de la reacción patriarcal en sus diferentes formas y estrategias. La respuesta beligerante, incluso iracunda, frente a la perdida de privilegios suele ser, por desgracia, recurrente. El discurso negacionista de la desigualdad, del patriarcado o de las diferentes violencias que sufren las mujeres por el mero hecho de serlo, es frecuente también. Pero estamos asistiendo a una novedosa estrategia: declararse feminista para desvirtuar la finalidad del feminismo y, de paso, calificar de violentas y opresoras a personas que pertenecen a un movimiento que siempre se caracterizó por su capacidad integradora y su pacifismo. Una suerte de mutación paternalista del clásico revanchismo machista que sigue la senda histórica de descalificar, menospreciar e irracionalizar a las feministas. Nada nuevo.
*Laura Nuño es profesora de Ciencia Política y directora del Observatorio de Igualdad de Género de la Universidad Rey Juan Carlos. Laura Nuño
Según parece, el feminismo se ha puesto de moda. En principio habría que recibirlo como una magnífica noticia, aunque solo sea porque supone perder menos tiempo explicando su necesidad y por la coherencia ética que conlleva irracionalizar la jerarquía sexual o la cultura del privilegio en sistemas pretendidamente democráticos.