Los libros

‘Los últimos mohicanos’, de Manuel Vicent

Los últimos mohicanos, de Manuel Vicent.

Los últimos mohicanos

Manuel VicentIlustraciones de Fernando VicenteAlfaguaraMadrid2016

Que el periodismo sea o no literatura depende de quién lo escriba. Cuando lo hacen autores sobresalientes, de esos que se defienden de cada frase como si fuera la última, una página de un diario es más que eso, se vuelve otra cosa, cambia de nivel y casi de elemento, igual que cuando se hace con ella un avión de papel y se lanza por el balcón, y hasta podría intercalarse en una buena novela sin desentonar. No es que los intelectuales resulten sospechosos en la prensa, es que son lo mejor que tiene. No es que sus opiniones estén de sobra, sino que le dan otra dimensión a las noticias. Pueden ir en direcciones opuestas, pero la literatura y el periodismo son dos carriles de la misma carretera. Leer Los últimos mohicanos, el nuevo libro de Manuel Vicent, lo prueba. Por algo es autor de obras que logran un equilibrio perfecto entre la ficción y el ensayo, como Aguirre, el magnífico y El azar de la mujer rubia.

Esta colección de apuntes del natural o fotografías en prosa, empieza con Vicente Blasco Ibáñez y llega hasta Manuel Vázquez Montalbán. El primero fue un duelista a quien le salvó de una muerte segura la hebilla de su cinturón al parar la bala de un rival; millonario gracias al éxito de sus novelas en Hollywood; republicano convencido, azote de dictadores, héroe muerto en el extranjero y que cuando regresó a la España ilusionada de 1933 cayó sobre él una errata inolvidable, cuando en un artículo se publicó que “su féretro iba cubierto por una señora”, en lugar de por la bandera valenciana, la senyera. El segundo, era casi todo eso, menos duelista y otro par de cosas, y lo fue en otra época, cuando haber sido de izquierdas ya era un delito y él tuvo que esperar a cumplir cinco años para conocer a su padre, en el momento en que este salió de la cárcel, donde fue a parar acusado de ser antiguo militante del PSUC. Unos años más tarde, el autor de Asesinato en el comité central acabaría en el mismo sitio y por la misma causa. Y si él no fundó ningún rotativo, como hizo el creador de Cañas y barro con El pueblo, sí que fue, sin ningún género de dudas, un columnista que creó escuela y dejó claro que en trescientas palabras, además de mucha ideología, cabía mucha literatura.

Entre uno y otro, Vicent traza breves y certeros retratos de Miguel de Unamuno, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Corpus Barga, José Bergamín, Ramiro de Maeztu, Julio Camba, Álvaro Cunqueiro o el ambiguo y serpenteante César González-Ruano, hasta llegar a los más recientes, aquellos con los que compartió tiempo, espacio y hasta redacción y cabecera, y donde yo, si me apuran, le pondría la única pega posible a su selección: no está Manuel Alcántara, que lleva siete décadas impartiendo lecciones en ese terreno, con una lucidez incombustible.

Por lo demás, no todos los dibujos que hace Vicent son amables. Por ejemplo, a Eugenio D'Ors, del que lamenta que “su honda sabiduría se hiciese cada vez más campanuda”, lo crucifica afirmando que “toda su filosofía consistió en elevar la anécdota a categoría”, algo que ha hecho que de su figura “solo sobrevivan las frases irónicas, las réplicas felices o malvadas que disparaba a bocajarro en las tertulias y los chismes...” En lo que respecta a César González-Ruano, afirma que decidió ser alguien en este oficio aunque para ello tuviera que caer “en cualquier bajeza, provocación, desplante, escándalo o golfería, sin detenerse, incluso, en la vera del código penal”. Para conseguirlo, no se ahorró ninguna treta promocional, aunque a menudo le salió cruz y lo pusieron en su sitio, como cuando quiso escandalizar a uno de sus auditorios sosteniendo que el hecho de que Cervantes fuese manco lo confirma “que el Quijote esté escrito con los pies” y al día siguiente, en la páginas de La voz, apareció una escueta información sobre su conferencia titulada: “A un tal González no le gusta Cervantes.”

Otro personaje que sale mal parado en estas micro-biografías es Manuel Aznar, a quien ve como la encarnación perfecta de esa frase cínica atribuida a Churchill que para él describe como ninguna otra a todos los tránsfugas y según la cual “quien a los veinte años no es de izquierdas, es que no tiene corazón; y quien lo sigue siendo a los cuarenta, es que no tiene cabeza”; porque aquel reportero acomodaticio se cambiaba de chaqueta según para dónde soplase el viento, seguro de que a él le iba a pillar a resguardo, porque era tan hábil a la hora de no mojarse que, entre otras cosas, se hizo célebre por escribir unas detalladas crónicas de los frentes de la Primera Guerra Mundial que en realidad redactó sin salir de Bilbao. Ese pasado no le impidió mudarse con armas y bagaje a Madrid para ser director de El sol, que era un proyecto de José Ortega y Gasset, y pasar de monárquico a azañista y de ahí a lo que hiciera falta. Después, se puso un mono de miliciano para pasear por Madrid, se pasó al enemigo, dio a la imprenta una catarata de elogios a los sublevados y cuando estos le quisieron ajustar las cuentas por sus veleidades rojas se puso su uniforme, entró con las tropas insurrectas en Barcelona y se incautó pistola al cinto de La Vanguardia, que estuvo bajo su mando un tiempo. A partir de ahí, todo fueron cargos y honores, hasta recibir el premio de entrevistar al dictador en Franco, ese hombre, la película de Sáenz de Heredia. Su nieto se llama José María Aznar y llegó a presidente del Gobierno.

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No se sabe a ciencia cierta si el roce hace al cariño, las heridas o las dos cosas; pero aquí se nota un calor especial en los personajes que fueron personas para quien ahora los describe, con mirada de lince, desde el ángulo del superviviente. A Luis Carandell, aquel hombre con porte aristocrático, de “ojos grises e inteligentes en medio de una cara adusta que parecía tener más huesos de lo normal” y que “no tenía enemigos porque navegaba siempre entre dos aguas”, parece admirarlo sin escapatoria, porque no lo puede evitar. A Haro-Tecglen, “el perdedor que entraba primero en la meta”, lo alaba sin concesiones. A Francisco Umbral, le hace un traje a la medida. Su historia la empieza por el principio, cuando trabajaba de botones en un banco, poco antes de entrar en este oficio como tantos otros, gracias al impulso de un maestro que vio algo en él y le abrió las puertas de El norte de Castilla: Miguel Delibes. El irreverente autor de Mortal y rosa y de algunos otros títulos que uno no entiende que sean tan poco conocidos, entre ellos Las giganteas y El hijo de Greta Garbo, nunca olvidó aquella bendición dada por su maestro y le guardó hasta el final de sus días una gratitud a prueba de bombas. Aquel joven de Valladolid quería ser “escritor por dentro y por fuera”, era un individuo narcisista que se usaba a sí mismo como laboratorio o banco de pruebas, lanzaba miradas al agua como quien tira piedras a un escaparate y sólo tuvo una ideología, según dice Vicent: la de convertirse en “apacentador de verbos y adjetivos.” En eso, no tuvo rival y aquel toque mágico que le daba a sus artículos hizo de él otro renovador del género. No sé si tendría o no “un ángel lírico en cada yema de los dedos con que machacaba el teclado de su Olivetti”, pero atreverse a decir, por ejemplo, que Rafael Alberti se había dejado crecer la melena “para cederle espacio a la blancura” sólo se le podía ocurrir a él. Aparte de eso, su colega le atribuye el invento de “la crónica social achampañada”, hecha “con una libertad y una falta de respeto admirables hacia el idioma”, y reconoce que con ella se apuntó “el éxito periodístico y literario de la Transición”. Su arrogancia unida a su éxito provocó envidias sin número, algunos le acusaban de construir una “prosa sonajero”, creo que entre ellos el gran Juan Marsé, con el que tuvo algún conflicto público y privado, y otros de ser un “ladrón de oído”. El caso es que por unas y otras cosas “se le hurtó la Academia, pero se vengó escribiendo mejor que ninguno”, sentencia Manuel Vicent.

Los últimos mohicanos es un libro estupendo, que cuenta además con las ilustraciones sugestivas de Fernando Vicente. Su autor podría no serlo para ser uno de los protagonistas, y a nadie le extrañaría. Y es, además, una luz al final de este túnel en el que nos movemos, un toque de atención que nos recuerda que cuando un periódico se vuelve la casa de un gran escritor, éste le hace una reforma que lo llena de luz y lo amplifica. Otra cosa es que haya quien prefiera convertir los diarios en boletines y a los redactores en mecanógrafos. Ese, sin embargo, ya es otro tema. Aquí hablamos de gente que dio lo mejor de sí misma cada mañana o cada tarde, aún sabiendo que un periódico era entonces flor de un día, no como ahora que se ha vuelto eterno en la red. Hablamos de personas que fueron capaces de sintetizar toda una época con su pluma, como dice Vicent que logró hacer Julio Camba. Creadores de los que se sigue hablando mucho tiempo después de que a los medios en los que derramaron su inteligencia ya no los recuerde nadie.

*Benjamín Prado es escritor. Su último libro, Más que palabras (Hiperión, 2015).

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