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El 'beatus ille' en la nueva literatura

Las vidas retiradas

La escritora sevillana Beatriz Rodríguez, autora de 'Cuando éramos ángeles'.

Buscarse la vida requiere a menudo cambiar de sitio, dejar atrás cosas y lugares, ser otros. En España hemos sufrido una crisis que ha empobrecido a más de medio país, hay 3.000 pueblos abandonados y una cosa lleva a la otra porque cuando la comida escasea, el trabajo falta, el hambre acecha, los bancos y las élites financieras recurren a las peores artimañas de la usura y las calles de los núcleos urbanos se empiezan a llenar de personas que duermen en cajas de cartón, vuelve el sueño del autoabastecimiento. Y con él regresan algunas viejas preguntas: ¿No nos habremos equivocado al poner todas nuestras esperanzas en la ciudad? ¿No eran mejores la naturaleza, el aire limpio, la realidad abarcable, las plazas llenas de caras conocidas, el huerto que nos alimentaba?

Muchos ciudadanos tratan de encontrar una respuesta a todo eso mudándose al campo. Otros invierten en la compra de municipios desiertos y montan allí hoteles cuyo imán es la oferta de unos días de aislamiento. Algunos se asocian para recuperar aldeas vacías y ofrecen ventajas a quienes vayan a instalarse allí y colaboren con el desarrollo de la comunidad. Hay hasta localidades especializadas, donde habitan personas que padezcan alguna discapacidad, asociaciones nudistas, gente que habla exclusivamente inglés… Incluso hay empresas que se dedican a organizar caravanas de mujeres y propician encuentros en poblaciones a punto de desparecer, para sostenerlas con nuevas familias que necesiten comercios y servicios, niños que harán que se construyan escuelas… La literatura es un espejo que lo refleja todo, y también están volviendo las tramas que se desarrollan en espacios rurales. El éxito que tuvo Jesús Carrasco con su primera obra, Intemperie, deja claro que una historia situada lejos de una gran capital puede atraer a los lectores.

Nemo, de Gonzalo Hidalgo Bayal (Tusquets), y Cuando éramos ángeles, de Beatriz Rodríguez (Seix Barral) van, cada una a su modo, por esa senda retirada de la que hablaron en sus famosos poemas sobre el beatus ille Horacio y Fray Luis de León. La primera tiene un cierto aire a lo Kafka: la narración la protagoniza un hombre del que no llegamos a saber nada a lo largo de casi 300 páginas, excepto que “le atrae lo que se apaga” y que ha obligado a sus anfitriones a firmar un contrato por el cual se comprometen a respetar su silencio, ya que ha decidido no volver a pronunciar una palabra jamás. No sabemos por qué motivo ha hecho esa promesa, ni cómo se llama, ni por qué ha ido allí, a una zona donde la idea de que en todo espacio pequeño cabe un infierno grande demuestra ser muy acertada. En este mundo viciado lo que no se sabe es sustituido por lo que se imagina, lo que se oculta por lo que se sospecha. En cualquier caso, nada de eso importa mucho, porque él no es más que el misterio que lo explica todo, el hilo conductor que nos va a permitir saber otras cosas, desde la personalidad llena de rincones a oscuras de los vecinos, sus miedos y sus rencores antiguos, a sus necesidades, sus traumas, sus miserias o sus ambiciones. “Hay quien sólo hace bien el mal”, piensan algunos de los protagonistas de otros. Y mientras observan a Nemo, porque han decidido referirse a él de ese modo, se ven a sí mismos. “Es descanso es renuncia, dimisión”, dice uno de ellos, tal vez sin darse cuenta de que la frase sirve igual para definir al forastero que a quienes lo reciben. Para mantener en pie esta fábula sobre las curvas de la condición humana, el dolor y el apartamiento, Hidalgo Bayal tiene a su favor su propio estilo, armado con la prosa lenta, variada, minuciosa y sugerente que le caracteriza y que ya conocíamos por habernos encontrado con ella en Paradoja del interventor, Campo de amapolas blancas y, sobre todo, El espíritu áspero y Sed de sal. En este caso, la riqueza del lenguaje ayuda a representar las vueltas que dan las dudas en la cabeza de los que no saben, porque el escribano que da fe de lo que ocurrió en aquellos días perturbadores no es más que una voz que habla por todos, una especie de notario que pone negro sobre blanco lo que se dice en la cantina y lo que se murmura en las plazas. Que todo el mundo se conozca no significa que cualquiera sepa cómo son los demás, porque a veces la cercanía impone distancias, prevenciones y uno no se fía de quien tiene al lado justamente por eso, porque está siempre allí y es una compañía pero también es un testigo.

Balance generacional del 68

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El tono de Beatriz Rodríguez es muy distinto, más directo, centrado en la acción y en los giros del argumento policiaco que sostiene Cuando éramos ángeles. También aquí encontramos a una mujer, Clara, que ha ido con su esposo a un pequeño pueblo llamado Fuentegrande, donde van a disfrutar de la tranquilidad y a dirigir un diario local llamado La velaña. Sin embargo pronto se producen dos muertes: la del marido, a causa de un paro cardiaco y la de uno de los mayores caciques de la región, asesinado por alguien que parece haber cometido su crimen con saña, igual que si saldase alguna cuenta de tipo personal. La periodista investiga el caso y mientras lo intenta desentrañar, a veces con la colaboración de los investigadores locales y otras veces a pesar de ellos, nosotros descubrimos algunos asuntos del pasado que marcaron las relaciones complejas entre un grupo de jóvenes que en su adolescencia se vieron igual de unidos por lo que tenían en común que distanciados por lo que compartían: las infidelidades, los cambios de pareja, los deseos ocultos, las humillaciones, la competencia… Todo eso que caracteriza las amistades que vienen de lejos y han ido dejando una estela de agravios y heridas durante el viaje. Otra vez el gran infierno y los círculos pequeños, el clamor subterráneo de lo que se murmura, la brutalidad que se multiplica y se hace el doble de violenta cuando se golpea lo que se quiso. Aunque en este caso, hay algo más: una chica que ocupa el centro de la diana, Eugenia, a la que muchos querrían poner las manos encima y lo consiguen los suficientes como para que el abismo de los celos se abra bajo sus pies, y unas tierras del muerto que ambiciona una compañía llamada Depwater. Cría fama y échate a dormir, dice el refrán, pero a veces es al contrario, la reputación que tienes es una pesadilla, una especie de otro tú hecho de materiales pegajosos como la envidia o el resentimiento y del que es imposible separarse. La novela de Beatriz Rodríguez habla de todo eso. “Cuando éramos ángeles nuestros zapatos no estaban manchados de sangre”, podemos leer en ella.

Dos libros sobre la huida y su otra mitad, el anhelo de un paraíso

en el que esquivar las manzanas envenenadas. No es tan fácil, sin embargo, porque cuando pasamos una frontera suele ser para descubrir que lo que había del otro lado era lo mismo con una apariencia diferente y que si aquello de lo que escapábamos estaba dentro de nosotros, nos habrá seguido. Las pasiones son lo que nos hace iguales. Saber o no dominarlas es lo único que nos distingue.

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